Ayotzinapa es el emblema
de las guerras del siglo XXI y de las nuevas formas de disciplinamiento social
que vienen acompañando los procesos de saqueo y desposesión en todo el planeta.
Ana Esther Ceceña / ALAI
A Julio César Mondragón
In memoriam
Ayotzinapa es hoy un
emblema, por cierto ominoso, de las atrocidades a las que da lugar el
capitalismo contemporáneo. Ayotzinapa es cualquier parte del mundo donde
se levante una voz disidente, una exigencia, un signo de rebeldía ante la
devastadora desposesión y arrasamiento en los que se sustenta la acumulación de
capital y las redes del poder que lo sostienen.
Ayotzinapa es resultado
de un conjunto de procesos entrecruzados que, con mayor o menor densidad y
visibilidad, son consustanciales al capitalismo del siglo XXI y que, en esa
medida, no se circunscriben a México sino que se van extendiendo subrepticia o
escandalosamente en todo el globo.
El capitalismo del siglo
XXI
Cada vez es más claro que
el capitalismo de nuestros tiempos funciona en un doble carril. Por un lado
tenemos la sociedad formalmente reconocida, con su economía, sus modos de
organización y confrontación y su moralidad; y por el otro crece aceleradamente
una sociedad paralela, con una economía calificada genéricamente de ilegal, y
con una moralidad, modos de organización y mecanismos de disciplinamiento muy
diferentes.
Hay lugares del mundo,
como México, donde las crisis del neoliberalismo, además de provocar cambios
sustanciales en su ubicación en la división internacional del trabajo, en la
definición de sus actividades productivas y en los modos de uso de su
territorio, generaron una fractura social que se ha profundizado con el tiempo.
Una de las cuestiones centrales es que los jóvenes perdieron espacio y
perspectiva. Se estaba gestando una sociedad con poco margen de
absorción, y en la que desaparecían las posibilidades de empleo o incorporación
y se cancelaban los horizontes. No había cabida para muchos de los
antiguos trabajadores, y mucho menos para los recién llegados al escenario.
La generación X la llamaron algunos, la que no sabe para dónde va porque
no tiene para dónde ir. La nueva fase de concentración capitalista cerraba
los espacios al mismo tiempo que extendía su ámbito. Se apropiaba las
tierras, las actividades domésticas incluso, y hasta el entretenimiento, pero
expulsaba de sus bondades a oleadas crecientes de población: precarizándolas o
convirtiéndolas en parias.
Con un proceso de esta
profundidad y características, no puede hablarse de un orden social. Las
condiciones apuntan más bien al desorden, a la ruptura, a la descomposición, a
las fracturas. Es decir, el orden apela al autoritarismo, que es el único
medio visible para garantizarlo.
La militarización del
planeta, incluyendo especialmente los ámbitos de la cotidianidad, empezó a
convertirse en la impronta general del proceso. La estabilidad del
sistema no requería solamente del mercado “libre y abierto” de los neoliberales,
sino de una fuerza que garantizara su funcionamiento. El mercado
militarizado, con manos no solamente visibles sino bien armadas. Fue ésta
la ruta del capitalismo formal, reconocido y, paradójicamente, “legal”.
Pero las fracturas
abiertas en la sociedad de esta manera, como si le hubieran aplicado un
fracking, encontraron su escape o cobijo en la gestación de una sociedad
paralela. Una sociedad que se abrió paso en los resquicios ocultos de la
otra pero que la terminó invadiendo. Una sociedad que rescató la
inmundicia que la hipocresía de la otra rechazaba, y la convirtió en negocio,
en espacio de acumulación y de poder.
Todos los negocios
ilícitos pasaron hacia allá. Tráfico de armas, producción y tráfico de
drogas, tráfico humano, tráfico de especies valiosas y escasas y una gran
cantidad de variantes de estos que son de los negocios más rentables, entre
otros porque no están sometidos al pago de impuestos, pero que la moralidad
establecida se ve obligada a negar.
Y ahí empezó el juego de
unos contra otros haciendo crecer el negocio de armas y, sobre todo, las
prácticas de extorsión, chantaje, secuestro o cualquiera de sus variantes.
No obstante, la
acumulación de capital se nutre de ambos. Quien pierde es el conjunto de
los excluidos: económicos, sociales, políticos y culturales. Excluidos
del negocio, en diferentes gradaciones, o excluidos del poder.
Ahí llegó la generosa
oferta para la ubicación de los jóvenes. La incorporación a las policías
o al ejército ofrecía condiciones que no se obtenían en ningún espacio
productivo, además de que ofrecía un pequeñito reconocimiento y un pequeñito
poder a aquellos que habían quedado en calidad de inútiles sociales. Pero
también vino la propuesta de incorporarse a las filas aparentemente
contrarias. Los negociantes de drogas o los empresarios de actividades
ilegales requerían también conformar sus ejércitos de servidores o de matones.
Y esas dos han sido fuentes de empleo recurrentes durante las dos o tres
últimas décadas, así como generadoras de una nueva cultura: la cultura del
mercenario, la del poder arbitrario, la del saqueo por extorsión.
Mientras la economía
“legal” entraba en crisis, la del lado oscuro se multiplicaba, acomodándose en
algunos de los mismos rubros de la “legal”, solamente que con modalidades más
rentables.
Un ejemplo es la
explotación minera no declarada, en la que incluso se emplean diferentes
versiones del trabajo esclavo. Ya sea en las minas africanas o en las de
México, con el trabajo forzado de niños o adolescentes, incluso con el de
grupos secuestrados para tales efectos, custodiados por cuerpos armados que
pueden ser del propio ejército o de mercenarios, el producto casi no cuesta
porque no se paga a los trabajadores, no paga impuestos porque no se declara y
se exporta con la complicidad tanto de los consorcios mineros y de sus estados
de origen, como con la de autoridades locales que reciben una parte de la
ganancia por su ceguera o su protección.
Este capitalismo
desdoblado logra así no sólo sortear las crisis sino expoliar doblemente a la
población mediante trabajo esclavo o semiesclavo, extorsiones de diferentes
tipos, expulsión de sus tierras, robo directo de sus pertenencias y otros
similares. La clave: el ejercicio de una violencia despiadada.
En estas circunstancias,
el Estado se vuelve parte del proceso y a la sociedad se le van imponiendo
condiciones de guerra en el ámbito cotidiano. La violencia se instala
como disciplinador social y su ejercicio se dispersa. En un juego de público-privado
los controladores sociales emergen en torno a las fuentes reales de ganancia,
legales o ilegales, y en torno a la configuración de poderes locales ungidos
por su capacidad de imponer un orden correspondiente a estas modalidades de
acumulación.
Las guerras difusas y
asimétricas
Las condiciones de
concentración de la riqueza y el poder en el capitalismo contemporáneo, con su
correlativa precarización creciente de amplios sectores de la sociedad, han
llevado al sistema a una situación de riesgo que se manifiesta en conflictos y
confrontaciones permanentes de carácter asimétrico, de acuerdo con la
terminología del Pentágono. Cada vez más las guerras del mundo
contemporáneo se rigen por la idea del enemigo difuso y adoptan la figura de
guerras preventivas, la mayoría de las veces no declaradas.
Los operativos de
desestabilización y de disciplinamiento, los episodios de violencia desatada en
puntos específicos y de violencia dosificada in extenso, son los
mecanismos idóneos de guerras inespecíficas contra enemigos difusos. Son,
a la vez, el mejor modo de abrirse paso para asegurar el saqueo de recursos de
muchas regiones del planeta creando una confusión que dificulta la organización
social. El abastecimiento controlado de armas y la instigación de situaciones
de violencia son los aliados buscados por el capitalismo de nuestros tiempos.
No hay guerras
declaradas. No hay guerras entre equivalentes. Hay corrosiones.
Una mancha de violencia que se va extendiendo acompaña al capitalismo de
inicios del siglo XXI. Las instituciones de disciplinamiento y seguridad
de los Estados han resultado insuficientes frente al altísimo nivel de
apropiación-desposesión al que ha llegado el capitalismo. Estas
instituciones se replican de manera privada y local tantas veces como sea
necesario. Aparecen “estados islámicos” lo mismo que “guardias privadas”
o que “cárteles” y “pandillas” del llamado crimen organizado, que protegen y
amplían o profundizan las fuentes de ganancia, las fuentes de acumulación, y
que, por tanto, son complementarias a las figuras institucionales reconocidas
para esos fines. Igual que las fuerzas del mercado requirieron un soporte
militarizado, las fuerzas institucionales de disciplinamiento social requieren,
dado el nivel de apropiación-desposesión, de un soporte desinstitucionalizado
capaz de ejercer un grado y un tipo de violencia que modifique los umbrales de
la contención social. Son fuerzas “irregulares” que, como el estado de
excepción, llegaron para quedarse. Se han incorporado a los dispositivos
regulares de funcionamiento del sistema.
Ayotzinapa como límite
Colombia tenía una guerra
interna cuando inició el Plan Colombia y, a pesar del cambio de intensidad en
la violencia ejercida y la intromisión directa y evidente de Estados Unidos en
la gestión del conflicto, quizá el cambio en otros terrenos no fue tan visible.
México, al contrario, era celebrado como emblema del disciplinamiento en
democracia antes de la Iniciativa Mérida.
En menos de diez años, el
eje de disciplinamiento pasó de las manos del Partido Revolucionario
Institucional -PRI- a las de la violencia, tanto del Estado como privadas.
La clave estuvo en los dispositivos de corrosión que prepararon el
terreno y en la desproporción con la que se asentaron los correctores. Violencia
existe en todas las sociedades pero su dimensión y las formas con que se
introdujo fueron imponiendo nuevas lógicas sociales. En este periodo, la
sociedad mexicana tuvo que acostumbrarse a decapitaciones, mutilaciones,
cuerpos calcinados, desapariciones reiteradas, fosas comunes y una ostentosa
complicidad de las instancias de seguridad y justicia del Estado.
Las estimaciones rebasan
ya los cien mil desaparecidos y las noticias diarias van de 20 muertos en
adelante. México se ha convertido en cementerio de pobres y migrantes a
los que se extorsiona, se secuestra para trabajo esclavo, se mata con tremendo
salvajismo para amedrentar y disciplinar a los otros o se mata masivamente.
La relación de estas acciones con el control de migraciones en Estados
Unidos es sólo especulación, pero no hay duda de que ha dado resultado.
Lo que es evidente es el acaparamiento de tierras, de negocios, de
recursos y de poder a que esto da lugar. Cada vez hay más desplazados y
más desposeídos que no se atreven siquiera a reclamar por miedo a las
represalias y porque además no hay instancias de justicia que los amparen.
En menos de diez años y
después de mucho dolor, la sociedad está transformada. Corroída, con
signos claros de balcanización, con crecimiento de poderes locales que
establecen sus propias normas y que negocian con los poderes federales.
El miedo fue instalado mediante un salvajismo explícito y reiterado,
aunque, de tanto insistir, ha terminado por empezar a generar su contrario.
Ayotzinapa es la cima de
la montaña. En Ayotzinapa se tocaron todos los límites. Se cazó con
total impunidad, con ostentación de fuerza, de complicidad total entre el
Estado y el crimen organizado, a lo más sentido de la sociedad: jóvenes pobres
de zonas rurales devastadas, estudiantes para ser enseñantes, hijos del pueblo
con alegría de vivir, con deseos de cambiar el mundo, ése que nadie quiere
aceptar. Pero además, Ayotzinapa es la cima de una montaña de agravios,
indefensión y rabia. Es la conciencia acumulada de la ignominia y la
indignidad. Es la situación límite que regresó la energía, vitalidad,
coraje y dignidad del pueblo de México a las calles. “Nos han quitado
tanto que hasta nos quitaron el miedo” era una de las primeras pancartas
portadas por jóvenes de todos lados. Julio César Mondragón, joven de
recién ingreso en la Escuela Normal de Ayotzinapa, ya padre desde hace unos
cuantos meses y víctima de la tortura más salvaje que hayamos presenciado, ha
sido involuntariamente el detonador, a fuerza de su dolor, de la recuperación
de la fuerza, la esperanza y la decisión en el pueblo de México, hoy movilizado
como hacía tiempo no estaba.
Ayotzinapa es un emblema.
Es la punta del iceberg o es un clivaje.
Ayotzinapa es el emblema
de las guerras del siglo XXI y de las nuevas formas de disciplinamiento social
que vienen acompañando los procesos de saqueo y desposesión en todo el planeta.
En diez años México, que no pasó por la negra noche de las dictaduras en
América Latina aunque sí tuvo guerra sucia y masacres, fue transformado en una
tierra de dolor y fosas comunes. El problema no es “el narco”; el
problema es el capitalismo.
Ayotzinapa es un espejo
con dos caras: la de la ruta del poder es evidente, visible y avasalladora; la
del llamado a defender la vida es pálida y discreta, pero seguramente marcará
huellas.
- Ana Esther Ceceña es coordinadora del Observatorio Latinoamericano de Geopolítica,
Instituto de Investigaciones Económicas, Universidad Nacional Autónoma de
México. Integrante del Consejo de ALAI.
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