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sábado, 30 de mayo de 2015

Aunque quieran pasteurizarlo, Monseñor Romero es un santo popular

Así como no hay necesidad de ser teólogo para optar por los pobres, en el santoral latinoamericano no hay necesidad de ser cristiano, ni santo, para entrar en él. Romero está ya en un cielo en el que habitan los que dieron su vida optando por lo pobres.

Rafael Cuevas Molina/ Presidente AUNA-Costa Rica

El sábado pasado, el Vaticano beatificó a Monseñor Romero y, en San Salvador, se realizó un acto multitudinario para celebrarlo. Para la mayoría de los salvadoreños, Monseñor Romero y Galdámez es un santo desde hace mucho tiempo. Lo llaman como lo llamó Pedro Casaldáliga apenas un día después de su asesinato: San Romero de América.

Para ellos, Romero es santo porque los acompañó cuando más lo necesitaban, en los momentos en que más consuelo y apoyo requerían, en los tiempos más álgidos de la represión gubernamental en los años 80. 

Fue esa la razón también, para que lo mataran. No lo mató la guerrilla, no murió de enfermedad incurable; lo mató la extrema derecha salvadoreña que no podía tolerar una voz discordante a sus designios en el seno de la Iglesia católica, la que durante tantos años fue perro fiel de oligarcas.

Romero fue figura descollante por el cargo  eclesiástico que ocupaba, pero como él hubo otros que no han llegado ni llegarán a santos; Rutilio Grande, por ejemplo, cuyo cuerpo acribillado fue abandonado a la orilla de un camino polvoriento. O más tarde, en país vecino, Juan Gerardi, Obispo Auxiliar de Guatemala, que tras presentar el informe Guatemala, nunca más, en el que se denunciaban las atrocidades de la guerra de más de 30 años en ese país, fue asesinado en el garaje de su casa, también por la extrema derecha.

Monseñor Romero no fue neutral a la hora de tomar partido: estuvo con los pobres, y reconoció que la extrema pobreza en la que vivían, y la represión que sobre ellos se cebaba eran la causa de su insurrección. Por ponerse de su lado fue aislado y estigmatizado dentro de la Iglesia católica. Aún hoy no se lo perdonan. Si de ellos hubiera dependido, Monseñor Romero jamás habría sido beatificado y, casi seguramente, nunca le prenderán un cirio.

Para llegar a donde ha llegado, el Vaticano ha esfumado los contornos de su figura, lo ha pasteurizado para que sea más digerible en las entrañas de ese aparato fastuoso y corrupto que es.

No es eso, sin embargo, lo importante. Lo importante es que Romero es, ya, una referencia ineludible del campo popular latinoamericano. Le guste o no le guste a los que no pueden conformarse y hacen desplantes como el de la Iglesia española, que no quiso asistir al acto de beatificación en San Salvador. Peor para ellos. Con sus berrinches no hacen sino evidenciar lo que Romero no fue: uno de su especie.

Es, como decía la Teología de la Liberación, la lucha de clases en el seno de la Iglesia. No hay necesidad de ser teólogo para darse cuenta, y Romero no lo fue. Pero no hay necesidad de ser teólogo, ni ser adepto a la Teología de la Liberación para tener sentido común, sensibilidad social y apego a los principios originales del cristianismo.

Así como no hay necesidad de ser teólogo para optar por los pobres, en el santoral latinoamericano no hay necesidad de ser cristiano, ni santo, para entrar en él. Romero está ya en un cielo en el que habitan los que dieron su vida optando por lo pobres. Y no hay cura reaccionario español, o de cualquier otra nacionalidad, que pueda hacer nada al respecto.

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