Así como no hay necesidad de ser teólogo
para optar por los pobres, en el santoral latinoamericano no hay necesidad de
ser cristiano, ni santo, para entrar en él. Romero está ya en un cielo en el
que habitan los que dieron su vida optando por lo pobres.
Rafael
Cuevas Molina/ Presidente AUNA-Costa Rica
El sábado pasado, el Vaticano beatificó
a Monseñor Romero y, en San Salvador, se realizó un acto multitudinario para
celebrarlo. Para la mayoría de los salvadoreños, Monseñor Romero y Galdámez es
un santo desde hace mucho tiempo. Lo llaman como lo llamó Pedro Casaldáliga
apenas un día después de su asesinato: San Romero de América.
Para ellos, Romero es santo porque los
acompañó cuando más lo necesitaban, en los momentos en que más consuelo y apoyo
requerían, en los tiempos más álgidos de la represión gubernamental en los años
80.
Fue esa la razón también, para que lo
mataran. No lo mató la guerrilla, no murió de enfermedad incurable; lo mató la
extrema derecha salvadoreña que no podía tolerar una voz discordante a sus
designios en el seno de la Iglesia católica, la que durante tantos años fue
perro fiel de oligarcas.
Romero fue figura descollante por el
cargo eclesiástico que ocupaba, pero
como él hubo otros que no han llegado ni llegarán a santos; Rutilio Grande, por
ejemplo, cuyo cuerpo acribillado fue abandonado a la orilla de un camino
polvoriento. O más tarde, en país vecino, Juan Gerardi, Obispo Auxiliar de
Guatemala, que tras presentar el informe Guatemala,
nunca más, en el que se denunciaban las atrocidades de la guerra de más de
30 años en ese país, fue asesinado en el garaje de su casa, también por la
extrema derecha.
Monseñor Romero no fue neutral a la hora
de tomar partido: estuvo con los pobres, y reconoció que la extrema pobreza en
la que vivían, y la represión que sobre ellos se cebaba eran la causa de su
insurrección. Por ponerse de su lado fue aislado y estigmatizado dentro de la
Iglesia católica. Aún hoy no se lo perdonan. Si de ellos hubiera dependido,
Monseñor Romero jamás habría sido beatificado y, casi seguramente, nunca le
prenderán un cirio.
Para llegar a donde ha llegado, el
Vaticano ha esfumado los contornos de su figura, lo ha pasteurizado para que
sea más digerible en las entrañas de ese aparato fastuoso y corrupto que es.
No es eso, sin embargo, lo importante.
Lo importante es que Romero es, ya, una referencia ineludible del campo popular
latinoamericano. Le guste o no le guste a los que no pueden conformarse y hacen
desplantes como el de la Iglesia española, que no quiso asistir al acto de
beatificación en San Salvador. Peor para ellos. Con sus berrinches no hacen
sino evidenciar lo que Romero no fue: uno de su especie.
Es, como decía la Teología de la
Liberación, la lucha de clases en el seno de la Iglesia. No hay necesidad de
ser teólogo para darse cuenta, y Romero no lo fue. Pero no hay necesidad de ser
teólogo, ni ser adepto a la Teología de la Liberación para tener sentido común,
sensibilidad social y apego a los principios originales del cristianismo.
Así como no hay necesidad de ser teólogo
para optar por los pobres, en el santoral latinoamericano no hay necesidad de
ser cristiano, ni santo, para entrar en él. Romero está ya en un cielo en el
que habitan los que dieron su vida optando por lo pobres. Y no hay cura
reaccionario español, o de cualquier otra nacionalidad, que pueda hacer nada al
respecto.
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