Uno no se ve envejecer, o lo nota tan sólo de repente en las fotos del
pasaporte —cinco o seis años después— cada vez que nos toca renovarlo.
Héctor Abad Faciolince / El
Espectador (Colombia)
Barack Obama vive uno de sus peores momentos como mandatario de los Estados Unidos. |
En cambio al presidente Obama lo hemos visto encanecer día tras día
ante nuestros ojos y es posible que en dos años, cuando termine su mandato,
lleguemos a verlo completamente peliblanco. Es verdad que todavía, si sube o
baja escaleras, mantiene sus zancadas alegres de muchacho, y que su cuerpo
espigado conserva aún la figura atlética de hace seis años. Pero algo en el
gesto y en la actitud delata el paso del tiempo y el peso de las infamias.
Buena parte del Establishment norteamericano no ha podido tragarse nunca que
una familia negra sea la inquilina de la Casa Blanca. Su misma esposa, dicen,
no ve la hora de salir de ese frío caserón desangelado y regresar con sus niñas
a Chicago.
Ahora que el Partido Demócrata ha perdido la mayoría en el Senado de
los Estados Unidos, y que en la Cámara de Representantes la mayoría republicana
es aún más marcada, al presidente con un ala mocha (lame duck, pato cojo, le dicen coloquialmente los gringos) le queda
poco margen de maniobra: únicamente, casi, el poder de veto, que le permitirá
no dejarse imponer siempre la agenda legislativa de la derecha.
Las esperanzas desmedidas y las grandes ilusiones (todos soñamos con
que el primer presidente negro de Estados Unidos iba a cambiar el mundo) suelen
terminar en grandes decepciones. Y no es que Obama haya hecho una presidencia
espantosa. No podemos olvidar que recibió de manos de Bush júnior un país en
bancarrota, con una economía agonizante. Hoy el desempleo (menos del 6%) es la
mitad del que heredó de Bush y el país —en un contexto internacional de
recesión en el primer mundo— crece desde hace cinco años, así sea a tasas
modestas. De su predecesor heredó también varios frentes de guerra, con la
“exportación de la democracia” a la fuerza e invasiones armadas a varios
países, con miles de muertos cotidianos. Obama tuvo que asumir el costo de
terminar la descabellada invasión a Irak y de abandonar un país desbaratado.
Los electores gringos, en casi todos los frentes, están decepcionados.
Unos, porque consideran que Obama es un débil que se deja humillar por Putin,
por el Estado Islámico y hasta por el ébola, un virus, como él, africano.
Otros, porque no ha sido capaz siquiera de desmantelar la vergüenza de
Guantánamo —como había prometido— o porque ha abierto frentes de intervención
armada en Siria y en Irak. Aquel senador que en sus magníficos discursos
anunciaba un cambio radical de la política, parece haberse encontrado con la
realidad de que no basta el poder de un presidente para cambiar las cosas. Del
“Yes, we can” (sí podemos) hemos tenido que pasar al “No, we couldn’t” (no
pudimos).
En 2016 volverá al poder alguna de las dinastías blancas. Podría ser
su aliada de partido, pero íntima enemiga, Hillary Clinton. Podría ser la
tercera generación del clan de los Bush que probablemente se lanzará con uno de
los sobrinos del expresidente. Y Obama pasará a la historia por haber sido el
primer negro en alcanzar la presidencia del país más poderoso del mundo, pero
también uno de los primeros en tener que aceptar que la decadencia de Estados
Unidos como país todopoderoso —en un complejo mundo multipolar— parece una
tendencia irreversible. Según el novelista Martin Amis, Estados Unidos y sus
ciudadanos tendrán que vivir en los próximos decenios, “el trauma de la
decadencia de un imperio”. Y les aconseja vivir este trauma “con la misma
dignidad que tuvo Gran Bretaña” y sin la tentación de la prepotencia. Porque
esto es lo que ofrecen algunos republicanos desesperados: que Estados Unidos
intervenga con su inmenso arsenal en cualquier sitio que ofrezca resistencia,
como si estuviéramos todavía a mediados del siglo XX, y no en el comienzo de
una nueva era en la que ningún país, por poderoso que sea, podrá imponer su
voluntad —bien o mal intencionada— al mundo entero.
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