Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
(Fotografía: a la izquierda, militares nicaragüenses en la frontera del Río San Juan; a la derecha, marines estadounidenses en un barrio marginal de San José).
“Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea, y con tal que él quede de alcalde, o le mortifique al rival que le quitó la novia, o le crezcan en la alcancía los ahorros, ya da por bueno el orden universal, sin saber de los gigantes que llevan siete leguas en las botas y le pueden poner la bota encima”. José Martí.
El fallo emitido el pasado 8 de marzo por la Corte Internacional de Justicia de La Haya sobre el conflicto fronterizo entre Costa Rica y Nicaragua, en el que se dictaron medidas cautelares mientras el tribunal resuelve el fondo de la demanda, representa una bocanada de paz y relativa distensión entre los gobiernos de dos países cuya historia y desafíos comunes, les reclaman a sus respectivas clases políticas un comportamiento de altura, capaz de trascender las diferencias coyunturales y construir el bienestar de sus pueblos.
Tras conocerse el dictamen y sus alcances (el despeje total de fuerzas militares y policiales de la zona en disputa en la frontera del Río San Juan, así como su resguardo ambiental por autoridades civiles competentes y el establecimiento de canales de diálogo entre las partes), ambos gobiernos celebraron lo que, en sus particulares lecturas, constituye una victoria para sus intereses.
Desde el punto de vista de las dinámicas culturales en Costa Rica, que nos interesa destacar aquí, el diferendo fronterizo y político-jurídico ha puesto en evidencia la fortaleza del “mito de la identidad nacional” que, a pesar del proceso de cambio cultural que experimenta el país desde la década de 1980, mantiene su vigencia como un poderoso instrumento de control social de los grupos dominantes: izquierdas y derechas diluyen sus diferencias en ese caldo cohesionador, aglutinador de voluntades e imaginarios, que es el discurso hegemónico de la identidad nacional y la paz, y que no pocas veces se expresa con fuertes rasgos esencialistas (en una entrevista, la presidenta Laura Chinchilla afirmó que el carácter pacífico de los costarricenses es algo “casi genético [que] está en el ADN de nuestro pueblo”).
Al sur del Río San Juan, prácticamente todos los medios de comunicación, los intelectuales y las agrupaciones políticas con representación parlamentaria, reivindicaron el fallo de la Corte de La Haya como el triunfo de la diplomacia, el derecho y la paz costarricense, sobre la barbarie, la arbitrariedad y el militarismo nicaragüense. Es el consenso que impera, con leves matices, en las distintas voces del espectro ideológico.
No obstante, ese mito y su correspondiente discurso pueden convertirse en lo que el historiador Iván Molina llama “ficciones operativas”: es decir, artefactos ideológicos útiles para afirmar valores que se asumen como intrínsecos al ser nacional, e incluso, en el peor de los casos, que sirven para justificar una pretendida superioridad sobre los otros.
En ese sentido, es sintomático el hecho de que el principal diario de la derecha costarricense, La Nación, publicó un artículo de opinión de un académico universitario en el que se expresa, con toda claridad, la retórica nacionalista/antimilitarista íntimamente ligada al imaginario dominante de la identidad nacional.
Dice el texto, aludiendo al fallo de la Corte: “Sacar de nuestro suelo la asquerosa bota militar era el objetivo fundamental que buscábamos como nación. Barrer la basura hacia fuera y depositarla en un caño inmundo como ella misma, ha sido el sueño de un pueblo que ha soportado con respetuosa hidalguía el llamado de sus gobernantes, para que la eventualidad de una guerra fuera sustituida por la fuerza del derecho internacional, por la vocación de paz, por las raíces civilistas que sostienen nuestro árbol patrio”. El autor de esas líneas no es un propagandista de los grupos hegemónicos costarricenses: es un biólogo de larga trayectoria en las luchas sociales, reconocido por sus posiciones progresistas, su defensa de las causas ambientales y su abierta oposición al modelo de sociedad neoliberal.
Esta no es la única contradicción que observamos. Hoy, por ejemplo, el discurso nacionalista/antimilitarista que campea en Costa Rica, azuzado por un gobierno que reclama “la unidad nacional”, apunta al ejército nicaragüense (“la asquerosa bota militar”) como el invasor que amenaza nuestra soberanía. En consecuencia, en los medios de comunicación abundan las imágenes de soldados en traje de fatiga, armados hasta los dientes, merodeando la frontera en el Río San Juan y destruyendo bosques y manglares.
Sin embargo, esa misma matriz discursiva omite lo que desde el propio seno del Estado costarricense se viene impulsando en los últimos años (con el beneplácito de los nacionalistas grupos hegemónicos y sus medios de comunicación), y que la publicación de los cables de Wikileaks ha dejado al descubierto: la militarización de las fuerzas de seguridad policial, adiestradas por instructores del ejército colombiano y en academias del Comando Sur de los EE.UU, todo ello con el visto bueno del expresidente y premio Nobel de la Paz, Oscar Arias Sánchez (quien lo autorizó bajo la amañada figura jurídica del “silencio positivo”, para no afectar su “imagen pública”)
El correlato gráfico de semejante omisión lo encontramos en las fotografías que divulgó la Embajada de EE.UU. en San José, en enero de este año, precisamente en el tradicional Día de Reyes: tres marines norteamericanos, enfundados en su traje de gala, reparten obsequios y juegan con niños de barrios marginales de la capital.
Y hay más: el mismo día que la Corte de La Haya anunció su resolución cautelar, y en Costa Rica aumentaba el tono del discurso nacionalista/antimilitarista de políticos, analistas y comunicadores, uno de los principales canales de television (Canal 7), en el horario estelar de su noticiero, inició la presentación de una serie de reportajes que exhaltaban las operaciones del ejército colombiano en su heroica lucha contra el narcotráfico y las FARC.
Ese canal, que ha impulsado como pocos el discurso mediático de la mano dura contra la criminalidad, hace su parte del trabajo en la preparación de un clima de opinión favorable a la intervención –disfrazada de “cooperación”- de un ejército extranjero en Costa Rica: ojalá, el colombiano; y de ser posible, el estadounidense.
¿Asistimos, sin percatarnos –o sin querer verlo- al combate simbólico, mediático y fuertemente ideologizado, de los militares malos contra los militares buenos y heroicos?
Ese es el problema con las “ficciones operativas”: conscientemente o no de ello, resultan funcionales al encubrimiento y preservación de otras estructuras de exclusión y dominación (geopolítica, económica, social, cultural), acaso más perversas que aquellas frente a las cuales se invocan como bandera.
Una defensa consecuente de la paz y la tradición civilista que marcan la trayectoria histórica costaricense, exige que –al menos- contra otros ejércitos que tienen presencia en Costa Rica, legitimada por el Estado o no legitimada, el gobierno, los medios de comunicación y la sociedad civil respondan tan enérgicamente como lo han hecho ahora contra los militares nicaragüenses.
Mirarnos de manera incompleta en los reflejos parciales del espejo de lo que creemos ser, puede resultar tan peligroso como celebrar que sea expulsada“la asquerosa bota militar” del ejército de un país vecino, mientras los gendarmes de nuestra casa abren las puertas, de par en par, a los gigantes que llevan siete leguas en las botas.
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