sábado, 11 de septiembre de 2010

Ayiti

La única forma de reconstruir el país será a través del fortalecimiento de la planificación racional y coordinada y de las instituciones públicas descuartizadas por siglos de intervencionismo foráneo.
Guillaume Long / El Telégrafo (Ecuador)
Port-au-Prince, suerte de Dresden tropical postbombardeo, es una ciudad en ruinas. Son pocos los edificios que no padecieron algún desperfecto; salvo, claro está, la embajada de los EE.UU., un búnker intimidante, cuyo macabro esplendor se aprecia también de noche, ya que las luces cegadoras de sus interminables pasillos laberínticos permanecen prendidas siempre, lo que contrasta con la pesada oscuridad que inunda a las miserables carpas y casitas de zinc que rodean la fortaleza.
Algunas casas y edificios no padecieron más que alguna fisura menor, o algún muro que hubo que resanar con una capa de cemento; aunque nadie sabe muy bien qué habrá pasado con las fundaciones. Otras estructuras menos afortunadas, y en ciertos casos barrios enteros, han sido reducidas a un montículo de escombros. Algunas casas han sido tan estremecidas por el sacudón telúrico que resulta difícil imaginar la forma original que tuvieron.
Paredes angulares han adquirido curvas sin sentido geométrico; hierros forjados han sido tan contorsionados que su forma original no puede ser reconstruida por la mente del humano.
Un millón de personas (el 10% de la población) sigue sin hogar. Las plazas, los parques, los parterres, y hasta los escasos terrenos libres de escombros, se han poblado de centenares de miles de carpas, o de refugios hechos con el plástico llegado con la ayuda humanitaria, un azul inconfundible que lo recubre todo y cuya importancia se nota sobre todo desde el cielo.
Para esta gente, falta todo: en particular seguridad y servicios sanitarios. Con las lluvias llegaron las enfermedades, el cólera y la diarrea; con los campamentos, llegaron las violaciones y el trueque de comida por sexo.
A los 7 meses del terremoto, la reconstrucción aún no comienza en serio. El palacio presidencial sigue en ruinas y muchas instituciones públicas siguen funcionando desde carpas. Los primeros meses han sido esencialmente dedicados a la limpieza de escombros. Mientras tanto, Ayiti (en Creole) vive de la ayuda humanitaria, de la reventa de los productos donados, de la presencia de las ONG (muchas de las cuales han visto sus operaciones crecer significativamente “gracias” a la desgracia de los haitianos), de las misiones evangélicas de los EE.UU., en fin, de la filantropía internacional, así como de la presencia de los cascos azules de la ONU.
Si en el corto plazo esta ayuda impidió una hambruna masiva, resulta claro que a mediano y largo plazo esta ayuda también puede resultar contraproducente. La constante llegada de alimentos puede socavar los incipientes esfuerzos por dotar a Haití de sus propios medios agrarios. Las recurrentes absurdidades onusianas (como el hecho de que los soldados de la Minustah siguen consumiendo Nescafé hecho con granos marroquíes, en un país que se destaca por ser productor de buen café) tampoco ayudan mucho.
El absoluto libre albedrío de una miríada de ONG que llevan a cabo un sinnúmero de proyectos sin el aval o conocimiento del Gobierno también es problemático. A largo plazo, la única forma de reconstruir el país será a través del fortalecimiento de la planificación racional y coordinada y de las instituciones públicas descuartizadas por siglos de intervencionismo foráneo.
Ojalá que la Secretaría Técnica de la Unasur en Haití, cuyo propósito es justamente intervenir en los territorios en coordinación con las instituciones del Estado haitiano, pueda ser un grano de arena en esa dirección. Contrariamente a los que hablan de protectorado o de gobierno onusiano, la Unasur debe contribuir a que esta desgracia sin nombre sea un hito histórico para volver a dotar al primer país libre de nuestra América de la dignidad y soberanía que tanto lo caracterizó.

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