Me siento bienvenida a la Argentina, no por los
disturbios, sino por todo lo que los disturbios me están revelando de una
idiosincrasia que devela con gran transparencia uno de los costados más oscuros
de las clases medias latinoamericanas. ¡Bienvenida a América Latina, querida
Argentina! Aunque a tantos les duela.
Carmen Elena Villacorta / Especial para Con Nuestra América
Desde Córdoba,
Argentina
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“Bienvenida a la Argentina”, me dicen mientras
comentamos los disturbios de los primeros días de diciembre en Córdoba.
Llamativa frase para alguien que creció en Bogotá, nació y fue universitaria en
San Salvador y vivió ocho años en el Distrito Federal. Capitales de países
extremadamente violentos. Será por eso, o porque en el barrio del centro de
Córdoba en el que vivo no escuché tiros ni me vi asediada por muchachos en
moto, que ni me sorprendí, ni me espanté con lo ocurrido. Mi padre llamó, desde
El Salvador, angustiado; y también mi madre y su esposo, en Colombia, se
preocuparon, porque en los noticieros del mundo el “caos” en Córdoba causó
revuelo. Las imágenes de jóvenes y rabiosos rostros saqueando supermercados,
tiendas de ropa y concesionarias llevaron a mi padre a extrañarse de que en los
países centroamericanos inundados por las maras (o pandillas juveniles)
no se hubiese visto algo semejante. Cierto es que se trató de un fenómeno fuera
de lo común, por tratarse de Argentina. En Centroamérica, Colombia y México
pasan todos los días cosas mucho peores, pero como terminan naturalizándose,
pasan desapercibidas ante la prensa internacional.
Lo que sí me espantó, y mucho, fueron las reacciones de
profundo racismo, clasismo y desprecio de la clase media y media alta cordobesa
hacia la gente pobre de Córdoba. Exclusión, marginalidad, clasismo y racismo
hay en todos lados. Pero es acá en donde el reiterativo epíteto “negros de
mierda” expresa el desprecio hacia el pobre en toda su crudeza. Para la clase
media argentina no hay pobres, hay negros. Aquí no hay cabida para los
eufemismos. Los “negros de mierda”, la “negrada”, los “bolivianos”, son
chacales que deben morir. Los “niños bien”, cuyas heroicas fotos en el Facebook
exhiben impúdicamente sus ganas de liquidar a las hordas de salvajes que osaron
perturbar la santa paz de sus negocios y viviendas, son los héroes justicieros
de esta gesta. No faltó quien pidiera la creación de un Ku Klux Klan, como
tampoco faltó quien, a modo de insulto, confundiera a la “negrada” con
“haitianos” y “somalíes”. El mito de la barbarie avanzando sobre la
civilización continúa vigente, y quizá más vigente que nunca, en la Argentina.
“Me sorprendió ver cuán armados están mis vecinos”,
continuaba razonando mi interlocutora, habitante de Nueva Córdoba (el barrio
que se llenó de barricadas en defensa de la seguridad burguesa). A mí, en
cambio, no me sorprendió. Porque la guerra de clases está instalada en las
mentes de los muchachos que golpearon todo lo que pudieron y con todo lo que
encontraron a los saqueadores que cayeron en sus manos. Antes de los saqueos,
antes de las motos, antes del miedo por el que sin duda pasaron quienes lo
vivieron de cerca, ya había armas. ¿Por qué? Porque la conciencia del enemigo
está clara. Lo manifestaron diáfanamente los alumnos de una clase que impartí
en una universidad privada cuando, intentando ingenuamente llevar una voz crítica hacia el modelo neoliberal, me respondieron que “así es el mundo,
profe, para que algunos vivan otros deben morir. Es cruel, pero es así”. Los
que deben morir no son ellos, los blancos (y a veces no tan blancos) “niños
bien”. No, por supuesto. Que muera la negrada, “que se jodan”. Son bocones los
argentinos. Hablan sin tapujos. “Que se jodan”. “¿Quién los manda a ser pobres
y negros?” “¿Quién los manda a ser bolivianos, indios y vagos?”
“Es que antes había códigos”, me señala indignada mi
amiga. Y yo me pregunto: ¿cuáles son los códigos de un niño bien de 20 años que
piensa que para que él viva bien y lo tenga todo (incluida la posibilidad de
estudiar y repensar la sociedad en la que vive) otros (los “negros”), tienen
que morir o, cuando menos, ser linchados? ¿Dónde estaban los códigos del
presidente Menem cuando neoliberalizó la Argentina, dejando sin trabajo a miles
de trabajadores y lanzando a la pobreza a millones de familias? ¿Con base en
qué códigos fue reelecto? ¿Cuáles son los códigos con los que opera Monsanto a
la hora de envenenar las tierras de Córdoba, comprar conciencias, amenazar a
los activistas que le ofrecen resistencia y lucrar con la alimentación del
pueblo argentino? ¿Por qué aun siendo vox populi que el gobernador de la
Sota está implicado en los negocios más turbios de la provincia, como son el
narcotráfico y la trata de personas, no hay barricadas esperando lincharlo?
¿Quiénes ponen en cuestión los códigos de los votantes que legitiman los tres
períodos del delasotismo en la provincia de Córdoba?
No pretendo hacer una apología de la violencia. La
violencia por la violencia misma es expresión de frustración, resentimiento,
rabia y miedo. Pero no cambia nada. Lo que sí me parece importante es llamar la
atención sobre el verdadero origen de un brote de violencia como el que
vivimos. En primer lugar, no seamos tan miopes como para pensar que los
disturbios en Córdoba se originaron en las mentes enfermas de una horda de
chacales. Preguntémonos ¿quién pudo haber orquestado una movida que sin una
orden de arriba no hubiera podido darse? ¿A quién le conviene y por qué?
Alguien instrumentalizó a los muchachos motorizados que salieron a robar y a
asustar gente. Sobre los muchachos recae la responsabilidad de lo que hicieron.
Pero sobre quien digitó esto desde arriba (y posiblemente desde muy arriba)
recae una responsabilidad aún mayor.
En segundo lugar, no caigamos en la hipocresía de
afirmar que el odio xenófobo y asesino volcado sin cortapisas contra los
muchachos nació de este disturbio. Se trata justamente de todo lo contrario. El
pobre latinoamericano es el primer violentado y sobre él han recaído y recaen
todas las violencias posibles, desde hace 500 años. Los colonizadores y los
criollos menospreciaron a nuestros indios lo suficiente como negar su
humanidad, masacrarlos a mansalva, violar a las mujeres, tratarlos a todos como
animales y dedicarse a vivir bien a costa suya. Los herederos de ese criollaje
aprendieron bien y reprodujeron el esquema.
La guerra de clases no empieza en el indio, ni el
“negro”, ni el pobre, sino en el colonizador, en el criollo, en el rico y en la
clase media que se rasga las vestiduras cada vez que algo atenta contra su
desesperado anhelo de parecer un burgués de “casta”. Son las clases medias las
que están dispuestas a explotar, humillar y despreciar con tal de distanciarse
lo más posible del pobre (del cual muchas veces provienen). Por eso es
hipócrita criticar el resentimiento de “esa gente” y quejarse de que “no roben
comida”. Remanida frase con la que se pretende pasar por “progre”, al señalar
que el robo de comida se justifica más que el robo de un bien suntuario.
“Esa gente” ha soportado históricamente el peso del
resentimiento del rico y del pretencioso sobre sí, además de tener que vender
por dos pesos su fuerza de trabajo para que el rico y el pretencioso la pasen
bomba. ¿No es apenas lógico que los hijos de los pobres y condenados de la
tierra tengan ganas de un blackberry, de una Tablet, de un LSD y de una muda de
ropa de marca? ¿Por qué no habrían de quererlo?
Somos nosotros, los clasemedieros que gozamos del
privilegio de asistir a la universidad, de viajar y de comprarnos los que se
nos antoja, cuando se nos antoja, los que debemos preguntarnos ¿por qué nos
atacan? ¿Por qué nos miran con tanta rabia? ¿Por qué nos quieren asustar? ¿Por
qué nos roban? ¿Cuánto de esa actitud revela nuestro propio odio? ¿Cuánto de
nuestro amor por el confort y la defensa a ultranza de la propiedad privada
instaladas en nuestro fuero interno nos hace ver al pobre como un mal necesario
y, en el más caritativo de los casos, como un cáncer al que hay que darle
cierto tratamiento para que no empeore?
La primera, la más espeluznante e intolerable de las
violencias es la violencia estructural, cuyo peso recae sobre los pobres las 24
horas de los 365 días del año y de las maneras más atroces imaginables. ¿Por
qué no se pronuncian contra ella las maestras de la escuela del barrio Bella
Vista que no tuvieron empacho en denigrar a sus alumnos de 8 años cuando éstos
confesaron haber ido al súper a saquear galletas y golosinas? De “negros de
mierda”, “chorros” y “delincuentes” no los bajaron. Y a la directora no le
tembló el pulso para ofrecer las direcciones de esos chicos a la policía.
¿No son éstos, los códigos de los educadores de nuestros
niños, los primeros que deberían discutirse? Pero discutirse de verdad.
Horizontal, democrática, profunda y honestamente. Porque si no, los códigos
continuarán siendo reglas del juego impuestas de arriba hacia abajo. Sin
preguntarles jamás a los de abajo su opinión, sin llegar a saber qué buscan ni
por qué “rompen los códigos” establecidos por los que siempre los explotaron y
ningunearon.
Me siento bienvenida a la Argentina, no por los
disturbios, sino por todo lo que los disturbios me están revelando de una
idiosincrasia que devela con gran transparencia uno de los costados más oscuros
de las clases medias latinoamericanas. ¡Bienvenida a América Latina, querida
Argentina! Aunque a tantos les duela.
10 de diciembre de 2013
2 comentarios:
Excelente nota; análisis profundo y no la pura cosmética que a tantos tranquiliza.
Excelente nota; análisis profundo y no la pura cosmética que a tantxs tranquiliza.
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