viernes, 26 de septiembre de 2014

"Huellas de hombres" y crisis civilizatoria

Esa paradójica fe en la potencia redentora de las nociones de progreso y desarrollo, con sus correlatos económicos,  políticos, ideológicos y culturales, acabaron por revelarse como artilugios de la razón instrumental y de la modernidad, incapaces de ofrecer mejores respuestas y alternativas de solución a la compleja cuestión de las relaciones entre naturaleza y sociedad.

Naufragio de Aristipo en Rodas
(grabado de David Gregory, 1703)
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica

En el epígrafe de la obra Huellas en la playa de Rodas (Ediciones del Serbal, 1996), publicada originalmente en 1967, un trabajo monumental y exhaustivo de indagación sobre las relaciones entre naturaleza y cultura en el pensamiento Occidental, en un recorrido que va desde la Antigüedad al siglo XVIII,  el historiador estadounidense Clarence J. Glacken presenta un pasaje que invita a la más profunda reflexión sobre el futuro de la humanidad y el “legado” de la especie humana en términos de las modificaciones y transformaciones que ha provocado en el entorno natural a través de la historia. Glacken recuerda el naufragio de Aristipo en la isla de Rodas, tal como lo relata Vitrubio, y repara en el asombro del navegante, un discípulo de Sócrates, al observar sobre la arena el dibujo de varias figuras geométricas, lo que le lleva a exclamar: “Enhorabuena, porque veo huellas de hombres”.  Y allí, en Rodas, enseñó filosofía.

En su libro, Glacken demuestra que hay tres grandes ideas que, entrelazadas de diversas maneras, y con predominio de unas sobre las otras en distintos momentos, han influido en la conformación del pensamiento Occidental, en ese larguísimo período histórico que va de los griegos a la génesis de la Revolución Burguesa y el mundo preindustrial, y en la construcción de las concepciones que hegemonizan, hasta nuestros días, la comprensión del ser humano, su cultura y las relaciones que establece con el medio natural en que habita y desarrolla su civilización.

La primera de estas ideas alude al designio divino, es decir, el supuesto de que “el planeta está proyectado sólo para hombre, o para la jerarquía de la vida, cuya cúspide es el hombre, como ser principal de la creación” (p. 27); la segunda, compara los factores ambientales y geográficos, “con los diferentes individuos y pueblos característicos de los distintos medios” (p. 27), argumento que nutrió, en no pocos casos, a los “teóricos” del racismo, el colonialismo y el imperialismo; y la última, corresponde a la idea de la acción humana sobre el medio ambiental, como continuación del designio divino, “en virtud de sus artes e inventos” (p. 28). Glacken entendía que estas ideas constituían el “capítulo final (…) de un período de la historia de la civilización occidental”, y concluyó su libro reafirmando su creencia en que a “las teorías engendradas por la creciente industrialización del mundo occidental, las teorías sobre el origen y evolución de la vida y de la cultura humana, la creciente especialización del conocimiento científico que vienen con el siglo XIX y continúan hasta hoy, les conviene más apropiadamente el papel de preludios”, es decir, “que su mérito consistirá en introducir algo mejor que vendrá después” (p. 654).

"Huellas de hombres" en el siglo XXI:
extractivismo y minería a cielo abierto.
Por desgracia, ese esfuerzo de optimismo del historiador estadounidense, esa paradójica fe en la potencia redentora de las nociones de progreso y desarrollo, con sus correlatos económicos,  políticos, ideológicos y culturales, lejos de constituirse en preludios –al mejor estilo de un poema sinfónico-, acabaron por revelarse como artilugios de la razón instrumental y de la modernidad, incapaces de ofrecer mejores respuestas y alternativas de solución a la compleja cuestión de las relaciones entre naturaleza y sociedad, entre las condiciones que hacen posible la vida sobre el planeta y la acción concreta del ser humano sobre el mundo.

Algo que  tampoco han logrado las actuales tesis del desarrollo sostenible, en sus numerosas variantes, incapaces de romper con la visión moderna del dominio humano sobre la naturaleza, ni con la mercantilización de los recursos y bienes naturales propias del capitalismo. Y cuyo fracaso nos lo revelan los informes de los científicos que estudian los “impactos  severos, generalizados e irreversibles” del cambio climático; o bien, en la retórica vacía de acciones concretas y de empeños reales por transformar las modalidades dominantes del desarrollo capitalista, como la que desplegaron los líderes mundiales –con algunas excepciones- en la Cumbre sobre el Clima que celebró la ONU esta semana en Nueva York.

Si Aristipo volviera de la Antigüedad al siglo XXI, ¿podría celebrar las huellas de hombres que presenciarían sus ojos? ¿Qué pensaría de nuestra cultura que se asienta en la explotación de recursos naturales y humanos, y en la frenética producción de riquezas, bajo la falsa premisa de que estas se pueden prolongar indefinidamente en el tiempo? ¿Podría enseñar filosofía en un mundo que parece abandonar cada vez más la razón y la sensibilidad?

Nosotros, navegantes del futuro humano, avanzamos hacia el inminente naufragio en medio de la crisis civilizatoria y, por desgracia, aún no se avizora un faro que pueda dar con la clave del enigma de este siglo, a saber: el desafío de levantar una civilización cualitativamente distinta, por lo humano de sus principios, y por el profundo equilibrio vital de sus relaciones entre naturaleza y sociedad.

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