lunes, 4 de mayo de 2009

Apetitos de la cartografía imperial

A través de la cartografía de sus proyectos geoestratégicos, así como la cartografía de los informes que definen a “buenos” y “malos” en la coyuntura política regional, las elites del poder en Washington manifiestan prejuicios y ambiciones, tendencias históricas y condicionamientos ideológicos. Pero, sobre todo, revelan sus apetitos.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
Contrariando las declaraciones diplomáticas del presidente Barack Obama durante la cumbre de Trinidad y Tobago, y lo que medios de comunicación y analistas llamaron gesto de mano tendida hacia América Latina, el Departamento de Estado dio a conocer un informe donde incluye a Cuba y Venezuela en una lista de países que, según sus servicios de inteligencia, patrocinan el terrorismo internacional. De esta manera, el gobierno de los Estados Unidos, agresor durante casi medio siglo, se arroga el derecho de condenar al agredido.
Precisamente, el presidente Chávez calificó el informe como una agresión a Venezuela; en tanto que el canciller Bruno Rodríguez rechazó el documento y sus acusaciones, por considerar que provienen de un Estado que “carece de autoridad moral y política para juzgar” a Cuba.
La arrogante maniobra del Departamento de Estado y de su actual titular, la señora Hillary Clinton, consumada futuróloga sobre asuntos hemisféricos, no hace sino reafirmar la vocación imperial que atraviesa, de un extremo a otro, al sistema político estadounidense y su manera de conducir las relaciones interamericanas.
Esta práctica recurrente del gobierno norteamericano (hace un año, con Bush en la Casa Blanca, otro informe expuso idénticas conclusiones) expresa una característica propia del poder imperial y de la modernidad colonial que aún pervive en nuestros días: la necesidad de cartografiar –geográfica, política y culturalmente- a los otros, a los enemigos o demonios de turno (los bárbaros), o bien, a los objetos/mercancías de su deseo. Así, el poder establece los límites entre la civilización y la terra incognita que debe ser conquistada y colonizada.
Como lo explica Carlos Jáuregui en su libro Canibalia (2008, Madrid: Iberoamericana – Vervuert), “los mapas son visiones imposibles, y sin embargo verosímiles, del lugar del colonizado; y a su vez, sitúan al colonizador en el lugar donde mirada, representación y poder se juntan. Mediante el mapa se constituye un sujeto observado y cartografiado, y un Sujeto observador para el cual el espacio-otro se hace comprensible, aprensible y expugnable”[1] (el resaltado no es del original).
En este sentido, resulta esclarecedor el ejercicio de comparar el mapa de los Estados Unidos que J.H. Colton & Company publicó en 1850 en Nueva York, con el trazado contemporáneo de la geoestrategia estadounidense –con o sin Obama-, en lo que los ideólogos del imperialismo definieron como su zona de influencia inmediata.
La ilustración de J.H. Colton (ver la imagen ampliada aquí), indudablemente influida por la doctrina Monroe y la idea del destino manifiesto, muestra un vasto territorio continental –Estados Unidos-, que parece abalanzarse, por acción de la fuerza de gravedad político-militar, sobre México y los países Centroamericanos. En la parte superior, a la derecha, un águila voraz despliega sus alas y tiende sus garras, amenazante, hacia Cuba -todavía española-, punto clave de control del mar Caribe. En la esquina inferior derecha, quizá concebida como la próxima frontera por conquistar, aparece Venezuela y justo debajo, completando el territorio que apenas se insinúa, un grabado del Capitolio en Washington City. En el marco de viñetas del mapa, que constituye el horizonte de mirada del ojo del poder, lucen algunos signos de identidad del imperio: las cataratas Willamette en Oregon, el fuerte Astoria, el lago Saratoga, el valle de Connecticut, el monumento Bunker Hill en Boston, el monumento a Washington en Nueva York y, curiosamente, hasta la Catedral de ciudad de México. El mensaje que transmite esta composición es claro: ¡this is America!
Publicado dos años después de la firma del tratado Guadalupe-Hidalgo, que puso fin a la guerra entre Estados Unidos y México, e implicó la humillante entrega de la mitad del territorio mexicano (California, Arizona, Texas y Nuevo México) a cambio de una ridícula compensación de 15 millones de dólares; y cinco años antes del inicio de las empresas esclavistas y anexionistas de William Walker en Nicaragua y Costa Rica, el mapa de J.H. Colton, en tanto punto de convergencia de la mirada, las representaciones y el poder del naciente imperialismo, anunciaba lo que serían las grandes líneas de la política exterior estadounidense para el próximo siglo y medio.
En efecto, hoy las fronteras de México, Centroamérica y el Caribe (salvo Cuba, que no ha sido derrotada) parecen diluirse, casi totalmente, en los márgenes materiales y simbólicos de la nueva cartografía de la dominación económica, política y militar de los Estados Unidos, configurada a partir del TLCAN, el ASPAN, el CAFTA, el Plan Puebla Panamá y, más recientemente, del Plan Mérida y los ejercicios de guerra en los mares de la Florida o las aguas latinoamericanas.
A través de esta cartografía de proyectos geoestratégicos, cuyas dimensiones son similares a las proyectadas por el mapa de J.H. Colton, así como la cartografía de los informes que definen a buenos y malos en la coyuntura política regional, las elites del poder en Washington manifiestan prejuicios y ambiciones, tendencias históricas y condicionamientos ideológicos. Pero, sobre todo, revelan sus apetitos. Al mismo tiempo, actualizan eso que muy bien definió Eduardo Galeano, hace unos días, en Montevideo: "la tradición de desprecio que proviene de la humillación colonial, que obliga a desconocer todo lo que en estas comarcas ocurre”. Y de paso, nos revelan que poco, casi nada, ha cambiado en la manera que el Norte revuelto y brutal mira y concibe a los pueblos al Sur de su frontera.

NOTA:
[1] Para ampliar este tema, véase el capítulo 1 del libro de Jáuregui, particularmente el apartado: “América caníbal y el cronotopo salvaje. Etno-cartografías de la modernidad colonial”. Pp. 102-119.

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