sábado, 13 de junio de 2020

Panamá: la crisis de que se trata

La operación sostenida del Canal demanda, hoy, el desarrollo sostenible del país. Sin embargo, la cultura transitista no está en capacidad de asumir esa necesidad y traducirla en un proyecto de nación sustentado en una organización no transtista del tránsito, que multiplique la capacidad del conjunto del país para ofrecer servicios tanto al mercado mundial como a la integración de nuestra América.


Guillermo Castro Herrera / Especial para Con Nuestra América

Desde Ciudad Panamá 


El debate en torno a la pandemia de COVID 19 ha enriquecido nuestras capacidades para comprender el alcance y las formas del impacto de la crisis global en nuestra América. Hoy entendemos con mayor claridad dos elementos relevantes en esta circunstancia. Uno consiste en que la pandemia detonó una crisis generada por la acumulación de contradicciones y conflictos de orden económico, social, político y ambiental en toda la región. Otro, que esa detonación tuvo características distintas en países diferentes, asociadas al tipo de formación económico social existente en cada uno de ellos.[1]

En Panamá, esa formación tiene un carácter transitista. Ese término designa dos elementos a un tiempo. El primero es la función que Panamá desempeña desde el siglo XVI en la provisión de servicios al tránsito interoceánico para la circulación de capitales, mercancías y personas en el mercado mundial. El segundo, las formas de vida económica, social y política, y de organización territorial del Istmo, asociadas a esa función.  

A lo largo de esos cinco siglos, la formación transitista ha desarrollado rasgos característicos. Uno consiste en la organización monopólica del tránsito interoceánico a partir de una sola ruta: la del valle del río Chagres. Así, esa ruta estuvo sujeta al control de poderes políticos externos al Istmo – la Monarquía española, el Estado colombiano y los Estados Unidos de América - hasta 1999, cuando pasó a ser responsabilidad del Estado nacional de Panamá.[2]

 

Ese control, a su vez, ha garantizado al tránsito interoceánico subsidios ambientales y sociales – tierra, agua, energía y fuerza de trabajo, en primer término – provenientes del entorno natural, social y económico de la ruta. Esto ha permitido concentrar y centralizar la vida económica del país en torno a esa actividad, al punto de limitar el resto del país al desarrollo de actividades compatibles con esa función de subsidio.

 

En lo social, esto estimuló la constante fragmentación del mundo de los trabajadores entre los sectores directa e indirectamente vinculados a las actividades de la ruta. Así, el subsidio al tránsito genera un retraso constante en el desarrollo de las fuerzas productivas en el resto de la economía nacional, y en la transformación de las relaciones sociales de producción y de la cultura en el resto de la sociedad. De aquí resultó una estructura económica que concentra en el sector terciario magnitudes de actividad y producción que en el resto de la región corresponden por lo general a los sectores primario y secundario. 

 

Dentro de ese marco, el país enfrenta hoy una peculiar contradicción. La operación sostenida del Canal demanda, hoy, el desarrollo sostenible del país. Sin embargo, la cultura transitista no está en capacidad de asumir esa necesidad y traducirla en un proyecto de nación sustentado en una organización no transtista del tránsito, que multiplique la capacidad del conjunto del país para ofrecer servicios tanto al mercado mundial como a la integración de nuestra América.

 

El hecho de que el Estado no se haya planteado siquiera esa tarea, ni mucho menos se la haya propuesto a la sociedad como un empeño en común, debe ser objeto de una seria reflexión política. En efecto, si el Estado controla al Canal, lo que cabe discutir es quién controla al Estado, cómo lo hace, y hasta qué punto está o no está en la disposición y la capacidad de someter su gestión del bien público mayor de la Repúlica al control social de sus ciudadanos.

 

Los elementos fundamentales para la construcción de ese proyecto de reconstrucción nacional se encuentran dispersos, hoy, en las demandas de múltiples sectores de la sociedad panameña. Sin embargo, los sectores dominantes en la formación transitista no pueden ni quieren ir más allá de su interés en modernizar en lo tecnológico, y preservar en lo político, los privilegios de que han disfrutado desde 1903. Por su parte, los sectores populares y la nueva generación de intelectuales que buscan vincularse a ellos no se resisten al desarrollo de las fuerzas productivas generado por el tránsito tránsito, sino a preservar las relaciones de producción que constituyen el cimiento fundamental del transitismo. 

 

Hemos llegado, así, a la más singular de las contradicciones de nuestra historia: aquella en la que el transitismo se constituye en el peligro mayor para la actividad del tránsito en Panamá. Aquí está el nudo gordiano de la crisis que nos aqueja. Cortarlo de raíz es sin duda el desafío mayor de nuestro tiempo en nuestra tierra.


Panamá, 12 de junio de 2020



[1] En el sentido de que en todas las formas de sociedad “existe una determinada producción que asigna a todas las otras su correspondiente rango de influencia, y cuyas relaciones por lo tanto aseguran a todas las otras el rango y la influencia. Es una iluminación general en la que se bañan todos los colores y [que] modifica las particularidades de éstos. Es como un éter particular que determina el peso específico de todas las formas de existencia que allí toman relieve.” / Marx, Karl: Elementos Fundamentales para la Crítica de la Economía Política (Grundrisse) 1857 – 1858. I. Siglo XXI Editores, México, 2007. I: 27 - 28.

[2] Por contraste, la población prehispánica había desarrollado al menos media docena de rutas de intercambio entre los litorales del Pacífico y el Atlántico del Istmo, cuyas funciones iban desde el intercambio interno de bienes, hasta facilitar el que tenía lugar entre civilizaciones situadas fuera del Istmo, en las riberas de ambos mares.

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