sábado, 18 de diciembre de 2021

Argentina: A veinte años de la crisis de 2001

Una semana antes de que termine este 2021, se cumplirán veinte años de la peor crisis sufrida por Argentina desde su vida independiente. 


Roberto Utrero Guerra / Especial para Con Nuestra América

Desde Mendoza, Argentina


Una crisis por la que tras la renuncia del presidente de la Alianza, Fernando De la Rúa y su huida en helicóptero de la Casa Rosada, pasaron cinco presidentes. Días en que la gente en las calles salía a los cacerolazos al grito ¡que se vayan todos!

 

Veinte años de la gran frustración de unir a los dos partidos populares, el viejo radicalismo y el peronismo en la Alianza, capaz de superar la traición conservadora que encarnó Carlos Menem y arrastró a la miseria a millones de argentinos.

 

Veinte años de manifestaciones masivas en las que se mezclaban gente hambreada, desocupados y ahorristas de clase media que reclamaban ante los edificios de gobierno y las puertas de los bancos tras el corralito y el corralón. 

 

Veinte años de salir en busca de respuestas ante una dirigencia política envilecida de beneficios, que había dejado el mandato popular para pasar a disfrutar del eterno veraneo en Miami comprando en el “deme dos” chucherías inútiles importadas, mientras la industria nacional se venía abajo y todo era una joda, de la que participaban gobernantes y estrellas de la farándula.

 

Veinte años de vergüenza y escarnio, de inmoralidades y bajezas que realmente abrieron el camino para lo sucedido el 19 y 20 de diciembre; momento en que el poder represivo del estado no pudo contener la furia popular volcada en las calles.

 

El desmoronamiento de la Alianza había sucedido mucho antes, cuando el vicepresidente Carlos Chacho Álvarez (dirigente peronista disidente, creador del Grupo de los ocho y ex candidato del FREPASO en 1995) abandonó la nave, dejando al presidente radical y conservador, De la Rúa que volviera a rodearse del entorno de siempre y continuar con lo iniciado por Menem. De allí que recurriera a Felipe Domingo “Mingo” Cavallo, el mismo que había estatizado la deuda privada siendo presidente del Banco Central en 1982 con la dictadura; el mismo ministro de economía responsable de la convertibilidad, de la paridad del peso y el dólar; el mismo de las relaciones carnales con el FMI.

 

En estos días reapareció de nuevo con motivo de la presentación del libro; 2001/2021 La historia no contada de la gran crisis, escrito por José Ignacio De Mendiguren, presidente de la Unión Industrial Argentina UIA en esos días y luego, ministro de la producción del presidente Eduardo Duhalde en 2002. Sin duda, uno de los protagonistas de las grandes decisiones que significaron la pesificación y sus consecuencias. 

 

A casi dos décadas, ambos personajes no se tiraron con flores; al contrario, más allá de los gritos, ambos deslindaron responsabilidades de lo sucedido después. Lo sucedido después fue espantoso: niveles de pobreza e indigencia nunca vistos que superaron el 65% de la población, elevadísima desocupación, gente comiendo residuos en las calles, salarios miserables y jubilaciones peores aún; una industria nacional desmantelada, cuyos galpones se habían convertido en peloteros para fiestas infantiles; escasez de mano de obra especializada, tras haber sido arrasadas las escuelas técnicas y adoptado un sistema educativo  secundario desechado en España. Un descalabro fenomenal como cada vez que arrasa el huracán neoliberal.

 

Por aquellos negros días, hasta circulaba la idea que el país fuera gobernado por equipos técnicos del Fondo, dada la probada ineficiencia de los propios argentinos; días en los que la gente desestimaba la soberanía por un plato de comida. A tal degradación había sido obligada la mayor parte de la población por la clase dirigente y los medios hegemónicos, aquellos que en su momento habían estado a favor de la privatización de las empresas estatales y el sistema jubilatorio, esgrimiendo la obsolescencia estatal ante el dinamismo del mercado.

 

El 17 de diciembre de 2001, a tres días de la caída del presidente, el diplomático y escritor Abel Posse, decía: “Somos una tribu sin cacique. Todo es anarquía. Estamos ante el fin de la gran ilusión del primermundismo y el temido abismo de una mitad de la población tercermundializada”… “Hace mucho tiempo que tenemos una clase política sustancialmente inculta que no resistiría el debate de una mesa de café. Es una enfermedad cultural. Los argentinos hemos vivido un hedonismo casi pueril, de veraneantes eternos, y hemos perdido el sentido profundo que tuvimos. Éste es un país sin proyección poética ni espiritual. Eso es lo más grave.”[1]

 

Todos lo sabíamos, no era necesario que nadie nos lo refregara en la cara; la población librada a su suerte, satisfacía sus necesidades como podía, armaba ollas populares y clubes de trueque por doquier: en escuelas, en los barrios, en parroquias y clubes, recolectando alimentos e intercambiando bienes y servicios, dado que las once cuasi monedas circulantes tenían menos respaldo que el papel en que estaban impresas. Muchos dejaron las ciudades por la zona rural donde pudieran autoabastecerse lejos del mundanal ruido como antaño. 

 

Nos desintegrábamos como sociedad, como país moderno e independiente, aunque lo negáramos por inercia, por costumbre, o porque lo teníamos tan metido en la memoria que negarlo era negar la propia identidad como seres individuales, con nombre y apellido, educados en una escuela pública que nos había permitido una movilidad asombrosa a partir de abuelos nativos o inmigrantes que vinieron con una mano atrás y otra adelante y luego de mucho esfuerzo y sacrificio lograron que sus hijos y los hijos de sus hijos fueran profesionales. 

 

De modo que desclasarse era perder la identidad, pero más que nada, tirar por la borda el esfuerzos de miles de agricultores, peones de campo, trabajadores a destajo, obreros industriales, herreros, forjadores, albañiles, talabarteros, mecánicos, transportistas, costureras y sastres, ebanistas, mucamas, enfermeros y enfermeras, personal doméstico y humildes empleados municipales que habían dejado su vida para que sus hijos y nietos no hicieran las mismas tareas que ellos ni tuvieran que sufrir las injusticias que habían padecido. 

 

Eso lo sentían los miles de taxistas que habían colgado su diploma de ingeniero, médico o arquitecto y se ganaban la vida al volante durante más de quince horas, volviendo al viejo sistema de cama caliente de las minas del siglo XVIII o XIX.

 

De allí que me importa un comino, un bledo o un pito, narrar las idas y venidas de la dirigencia acomodada que sobrevivió aquella hecatombe haciendo mutis por el foro, sabiendo que la memoria es corta y es cuestión de esperar para que se calmen las aguas. Seguros de que la complicidad de los medios iría invisibilizando los despojos materiales y humanos y, lentamente volvieran a aparecer, haciéndose los desentendidos o, transfiriendo las culpas a los otros, como puede haber pasado en el programa de televisión mencionado más arriba, donde dos protagonistas importantes de aquel diciembre negro de 2001 se siguen tirando la pelota. 

 

Protagonistas que al cumplirse veinte años de aquella desgracia, vuelven a tirarse responsabilidades en esta nueva crisis dejada por el macrismo y no llegan a ponerse de acuerdo para aprobar el presupuesto 2022. 

 

No hay memoria y por lo tanto, no hay vergüenza; vergüenza que fue transferida a las víctimas de tanto desastre y devastación. Porque si algo modificó el neoliberalismo desde su llegada, fue la subjetividad de las personas; quienes perdieron los bienes y las posibilidades de obtenerlos, perdieron la dignidad, el orgullo, la alegría y la esperanza; porque se pasó de la desesperación a la desesperanza. Algo que nos hace recordar una frase maldita que el escritor Andrés Rivera le hace decir a Castelli, el orador de la Revolución de Mayo de 1810: “Si ves al futuro dile que no venga”[2], frase reiterada que se repite en cada crisis y que sólo parece sentirla esa gran mayoría silenciosa que siempre la padece, cada vez con menos energía para soportarla, aunque el cuero curtido diga otra cosa.

 

Por eso genera indignación y bronca que nos destaquen por nuestra capacidad de resiliencia, eso de levantarnos tantas veces y otras tantas volvamos a caer en las mismas trampas; eso de aceptar resignadamente el maltrato, el sufrimiento; dispuestos a poner la cara para recibir otra andanada de golpes. No. El 2001 debe servir de enseñanza; generar un Nunca más de neoliberalismo y sus cientos de mentiras y patrañas; de esclavización perpetua de la población; de hacer invivible para la mayoría al mejor país del mundo, con todas virtudes y defectos que le hemos incorporado.



[1] La Nación 6 de febrero de 2002.

[2] Andrés Rivera, La revolución es un sueño eterno, Alfaguara, Bs. Aires, 1993, citado por Silvia Bleichmar, Dolor País y después, Libros del Zorzal, 2007. Pg.45.

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