Podríamos estar en
presencia de una etapa de transición de la geopolítica de la guerra contra el
narcotráfico, hacia una expresión mucho más sofisticada: la geopolítica del
desarrollo que, sin renunciar a los intereses de seguridad nacional de la primera, y apoyada en el
régimen subordinado del PRI en México, amplía el margen de maniobra imperial para
colonizar los nuevos espacios de acumulación.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa
Rica
Con la llegada al poder de Enrique Peña Nieto, México parece jugar nuevo rol en la diplomacia regional. |
Los acontecimientos y
declaraciones que rodean la próxima visita del presidente de los Estados Unidos
a México, primero, y luego a Costa Rica, nos permiten identificar algunas
tendencias que, de consolidarse en los próximos meses, señalarían un
realineamiento regional en torno a los nuevos objetivos de la política exterior
estadounidense.
Desde esta perspectiva,
acaso lo más relevante en el ámbito mesoamericano sea, por un lado, la
reafirmación de la importancia estratégica del dominio sobre la ruta marítima y
comercial del Canal de Panamá, sobre lo que ya hemos comentado (véase al
respecto: Obama,
el Canal de Panamá y el ajedrez geopolítico Mesoamericano); y por el otro,
la configuración del eje neoliberal México-San José como la nueva entente a través de la cual Washington
pretende proyectarse con menos sobresaltos en esta región.
Como lo explica el analista Alejandro
Perdomo, la diplomacia en el segundo
gobierno de Barack Obama tiene como objetivo central “la
preservación y consolidación del régimen imperial, basado en un uso efectivo de
los instrumentos del poderío nacional”, tarea para la cual se ha diseñado “una diplomacia que complemente los temas de
seguridad, otorgándole credibilidad a través de la promoción del desarrollo
y una relación con el exterior más ajustada a la realidad de cada país”.
En tal sentido,
resultan significativos los acercamientos entre los gobiernos de México y Costa
Rica, tanto en materia de libre comercio
como en su impulso a los proyectos geoestratégicos de inversión e infraestructura
para el gran capital (a saber, el Plan Puebla Panamá, ahora ampliado hasta
Colombia y rebautizado como Plan Mesoamérica). En ese plano, el de la diplomacia del desarrollo, la
tecnocracia mexicana tiene en su par costarricense un aliado en su devoción
neoliberal, y sucede lo mismo -con las excepciones de rigor- en prácticamente
todos los países del istmo.
Frente a la agenda
monotemática del gobierno de Felipe Calderón, que hizo de su sexenio una
apología de la guerra contra el
narcotráfico, en detrimento de los proyectos de integración económica y de
infraestructura forjados desde la década de 1990, el nuevo presidente mexicano,
Enrique Peña Nieto, no solo decidió que fuera un país centroamericano –Costa
Rica- el destino de su primera gira oficial, sino que en su discurso se advierten
giros importantes con respecto a su predecesor: allí donde Calderón hablaba de
seguridad y militarización del combate al crimen organizado, Peña
Nieto propuso en San José “progreso económico y cohesión social”,
como vía para “detonar el bienestar
social, la paz y la seguridad de nuestras sociedades”.
La inocultable afinidad
–o sometimiento- de la política exterior mexicana en América Central con respecto
de los objetivos de política exterior estadounidenses, quedó demostrada a
finales de marzo, cuando el presidente Obama declaró a la cadena televisiva
Univisión su intención de aprovechar su inminente gira para “reafirmar que el interés de Washington por América Latina va más allá de
los temas de seguridad”. Y agregó: “Quiero asegurarme
de que les comunicamos a algunos de nuestros más estrechos amigos y socios nuestro interés en temas no sólo de
seguridad, sino en las increíbles oportunidades económicas, de comercio o
energía, que podemos tener” (La Jornada, 28-03-2013).
Sin negar la alta dosis
de retórica propia de este tipo de actos oficiales e intervenciones ante la
prensa, así como la notable ausencia de propuestas concretas e integrales –más
allá de las conocidas recetas neoliberales- para alcanzar ese pretendido
progreso económico, resultan evidentes dos fenómenos: uno, la emergencia de una
nueva narrativa del desarrollo como
pilar de la política exterior de los Estados Unidos y de su reposicionamiento
en Mesoamérica; y el otro, la recuperación del protagonismo de México como
subhegemón en América Central y el Caribe. Al respecto, no es un dato menor el
hecho de que el regreso del PRI al poder, dados sus lazos políticos históricos
así como la
fascinación autoritaria que despierta esa agrupación en no pocos
sectores de la clase política de nuestras sociedades, le haya dado a los
Estados Unidos un interlocutor con el que no contaba hasta ahora en América
Central.
Arriesgando una
hipótesis, podríamos estar en presencia de una etapa de transición de la
geopolítica de la guerra contra el
narcotráfico, hacia una expresión mucho más sofisticada: la geopolítica del desarrollo que, sin
renunciar a los intereses de seguridad
nacional de la primera, y apoyada en el régimen subordinado del PRI en
México, amplía el margen de maniobra imperial para colonizar los nuevos
espacios de acumulación capitalista que aparecen, como puentes de salvación, en
el contexto de la crisis global.
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