sábado, 29 de marzo de 2025

Migraciones inversas

 No solo es inédito, sino inaudito. Los migrantes van de regreso, pero a la fuerza: incluso a otro país que no es el de su origen y, en una condición mucho peor: salieron en busca de una vida mejor para ellos y sus familias y los deportan en calidad de delincuentes. 

Jaime Delgado Rojas / AUNA-Costa Rica

En Nuestra América se les retiene en México, la frontera tapón, atendiendo a la buena voluntad del gobierno, de crearles alguna condición que no violente sus ya diezmados derechos. Pero están los que van a Guantánamo, la base de ocupación norteamericana en la isla de Cuba, donde se les pone al lado de los prisioneros asiáticos, del mundo musulmán, acusados de terroristas: estos nunca han tenido un proceso mínimo judicial durante décadas. Igual condición sufren los migrantes expulsados por Trump, algunos venezolanos cuyo único delito es ser nacionales de la patria de Bolívar. Guantánamo, esa base militar norteamericana, ha sido convertida en la cárcel más indigna del hemisferio occidental. Otros, con igual mala suerte son enviados a El Salvador. El presidente Bukele ofreció a Trump las cárceles de sus maras y ahí, desde su momento de llegada han sido recibidos como vulgares terroristas y narcotraficantes. En fin, también le han mandado a Bukele presuntos traficantes de los carteles y, en sus megacárceles no se hace ninguna diferencia de trato a los que ahí son recluidos.
 
En Costa Rica y en Panamá se les ubica en refugios fronterizos que habían sido construidos para albergar los flujos de migrantes anteriores, de sur a norte. Pero a los de ahora no se les deja salir: son verdaderos “centros de detención" en los cuales, no solo hay latinoamericanos: ahí encontramos europeos y asiáticos. También han ido enviando migrantes a otras naciones, los más beneficiados son los que se les devuelven a sus países de origen, como se ha hecho con colombianos, venezolanos y brasileños, entre otros.
 
En otro momento hubiéramos deseado el retorno voluntariamente a los países de origen, como lo fue con los refugiados a raíz de sus dictaduras militares del Cono Sur, de Nicaragua, Guatemala o El Salvador durante los procesos democratizadores de los años 80s del siglo pasado. Pero esta vez es el país de acogida, a saber, el del “sueño americano” quien los rebota. Y lo hace inmisericordemente a contrapelo con una tradición centenaria construida desde la Europa de finales del siglo XVIII y que favoreció la llegada de europeos y latinoamericanos a hacer grande la nación americana desde aquel entonces, aunque también llegaron africanos en condiciones de esclavitud. 
 
En 1795, en la euforia de los debates por la ilustración se postuló el derecho a la ciudadanía mundial. A diferencia del reclamo que pudiera emanar del derecho del conquistador en los territorios donde llegaba, este derecho cosmopolita postulado por el filósofo Enmanuel Kant se circunscribía “a las condiciones de una universal hospitalidad”. No se trataba, advertía el filósofo, de una “filantropía”, sino de un derecho; a saber, el de un extranjero “a no recibir un trato hostil por el mero hecho de haber llegado al territorio de otro”. Kant consideraba que, “mientras el extranjero se mantenga pacífico en su puesto no será posible hostilizarle. 
 
La cultura de la globalización fue impregnando a los políticos e intelectuales de las virtudes del libre tránsito de personas, emulando las prácticas de los seres humanos desde sus mismos orígenes. Durante el siglo XX la humanidad había alcanzado niveles de respeto a las migrantes gracias a la positivización de sus derechos.
 
Se suscribieron dos convenciones internacionales que están vigentes. Cierto que no han sido ratificadas por todos los países de la ONU, pero alcanzaron el suficiente número de firmas como para que entraran en vigor: aun suscritas sus postulados son dañinamente violentados. Una, el Convenio 143 de la OIT de 1975, denominado “Convenio sobre las migraciones en condiciones abusivas y la promoción de la igualdad de oportunidades y de trato de los trabajadores migrantes”, forma parte del derecho formal internacional desde diciembre de 1978 y abona a favor de la legalidad de los inmigrantes y al repudio a los abusos que se comenten en el proceso de inmigración: contratación en condiciones de ilegalidad, cobros de coyotaje, agresiones físicas, psicológicas y patrimoniales; las que sufren en el proceso de legalización de sus condiciones migratorias.
 
La otra es la “Convención internacional sobre la protección de los derechos de todos los trabajadores migratorios y sus familias” que entró en vigor en el 2003, cuando contaba con la ratificación de veintidós países. Para el año 2019, tenía cincuenta ratificaciones. El compromiso estatal ahí asumido está enfocado hacia la familia y subraya la diversidad y complejidad de ese entramado demográfico; tiene la pretensión de profundizar derechos laborales y compromisos éticos. Esta convención aporta normas con calidad vinculante para los Estados, a favor del respeto a los derechos fundamentales de los núcleos familiares de inmigrantes.
 
Se pretende, en la norma suscrita, que los inmigrantes tengan los mismos derechos ciudadanos que los humanos del país de acogida; pueda que en ello estribe la dificultad para la incorporación de nuevos socios, por rigideces en la concepción de la soberanía nacional de algunos estados. Pero, en cuanto instrumentos internacionales, ambos están orientados a promover una cultura de respeto a los inmigrantes y de garantizar sus derechos fundamentales, en el ámbito laboral (convenio 143) y en otros derechos que les asisten en su calidad de ciudadanos del mundo.
 
Sin embargo, bien sabemos que los gobiernos norteamericanos, y en particular el gobierno de Donald Trump, han sido muy reacios a respetar los convenios internacionales que se han suscrito. No lo han hecho con los acuerdos sobre ambiente y cambio climático. Tampoco han ratificado los tratados de cortes internacionales de derechos humanos. Entonces, qué se puede esperar de un gobierno que, a todas luces, en estos meses, ha violentado, flagrantemente incluso, sus compromisos de libre comercio, los pilares centrales de la Organización Mundial de comercio.

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