sábado, 8 de abril de 2017

Trump también ama las bombas


Si el expresidente Barack Obama despidió su último año de mandato con el infame récord de 26.171 bombas lanzadas en siete países (Siria, Irak, Afganistán, Libia, Yemen, Somalia y Pakistán), Trump no se quedará atrás. Y ya proclamó que lo hará en nombre de la civilización, como antes, en Irak, George W. Bush lo hizo en nombre de la democracia occidental.

Andrés Mora Ramírez /AUNA-Costa Rica

Fotograma de la película de Stanley Kubrick.
Quienes hayan visto "Dr. Stranglove o: cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar la bomba",  la brillante película de Stanley Kubrick del año 1964, recordarán que una de las escenas más sugestivas, por la fuerza simbólica de la imagen que construyó el cineasta, es la que muestra a T.J "King" Kong, el mayor de la fuerza aérea de los Estados Unidos, cabalgando sobre una bomba nuclear que tiene como objetivo un blanco estratégico en la Unión Soviética. Con el preludio de la banda sonora Bomb run, de Laurie Johnson, que acelera el tiempo narrativo del relato audiovisual, el militar sacude su sombrero de cowboy mientras avanza hacia el vacío, hacia la que piensa es su victoria y que hará posible la ansiada confrontación entre los ejércitos pero que,  paradójicamente, desata el apocalipsis al activar el Dispositivo del fin del mundo, el arma secreta rusa que pone fin a la vida humana en el planeta.

Presentada al público en el contexto de la Guerra Fría y con la crisis de los mísiles todavía reverberando en el aire, la obra de Kubrick apeló a la ironía y el humor negro para construir una alegoría de los peligros que se ciernen sobre la humanidad cuando el rumbo de los conflictos entre potencias, el desenlace de las tensiones geopolíticas y el control sobre los inmensos arsenales bélicos con que la industria armamentista aceita los engranajes del capitalismo, dependen de intereses espurios, paranoias conspirativas y la irracionalidad de quienes detentan el poder.

Más de medio siglo después de que se proyectara por primera vez en los cines, y a la luz de los últimos acontecimientos, la película adquiere una actualidad inusitada y la mordacidad de su crítica confirma su vigencia: pasando por encima de la legalidad internacional, sin una resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, y amparándose en una orden de Donald Trump, el magnate devenido en presidente,  quien parece no tener conciencia de los límites entre los reality show y la realidad política sobre la que ahora influyen sus decisiones, Estados Unidos disparó 59 de misiles de crucero contra una base aérea del gobierno de Siria, al que responsabiliza por un ataque con armas químicas que provocó la muerte de 86 civiles en la ciudad de Jan Sheijun. Si bien existen versiones encontradas sobre la autoría de los hechos (Moscú afirma que las armas químicas estaban en un depósito de los grupos  rebeldes), y no se ha realizado una investigación que permita establecer la verdad real sobre lo ocurrido, esto poco le importó a Washington, que con su maniobra lanza gasolina a la ardiente hoguera del Medio Oriente y tensiona nuevamente las relaciones con Rusia. 

Esta acción unilateral de Estados Unidos no solo complica aún más el ya de por sí delicado escenario del conflicto en esa región: también envía un mensaje a Corea del Norte, a Irán, a China, a Rusia, por supuesto que a Venezuela (¿acaso desde las profundidades ponzoñosas  del Departamento de Estado  no se podría estar tramando un falso positivo o una operación de falsa bandera, para acusar al gobierno bolivariano y dar paso a una intervención militar?), y a cualquier país y gobierno del mundo que se interponga en la mira de la Casa Blanca. El intervencionismo descarnado, militar o político,  se perfila  como el modus operandi de la administración Trump en materia de política exterior. La paz no será una alternativa.

En ese sentido, no es un dato menor el hecho de que, el mismo día que se ordenó el ataque contra Siria, en sendas audiencias ante un comité del Senado de los Estados Unidos,  el secretario de Seguridad Interna, John Kelly, declaró que la posibilidad de que México tenga un presidente “de izquierda y antiestadounidense” (en clara alusión a Andrés Manuel López Obrador, líder de MORENA y favorito en las encuestas) “no sería bueno para Estados Unidos ni para México”, y por lo tanto, se convertiría en una amenaza; por su parte, el jefe del Comando Sur,  el almirante Kurt W. Tidd, afirmó que la situación en Venezuela podría “obligar a una respuesta regional” y aseguró que la presencia de China, Rusia e Irán en América Latina requiere  ser considerada “con seriedad en cuanto a sus implicaciones en materia de seguridad global”. Malas señales para nuestra América.

Si el expresidente Barack Obama despidió su último año de mandato con el infame récord de 26.171 bombas lanzadas en siete países (Siria, Irak, Afganistán, Libia, Yemen, Somalia y Pakistán), Trump no se quedará atrás. Y ya proclamó que lo hará en nombre de la civilización, como antes, en Irak, George W. Bush lo hizo en nombre de la democracia occidental. Es la naturaleza del imperialismo, que se retrata de cuerpo entero. Por eso, como decía el Che Guevara, no se puede confiar en sus palabras y promesas ni tantito así.

Trump y sus consejeros, halcones hambrientos de sangre y desquiciados supremacistas blancos,  agitan los tambores de la guerra y, en su locura, el imperio puede conducir a la humanidad hacia el infierno de una conflagración de proporciones inimaginables, que acelerará el colapso civilizatorio que se advierte en el horizonte. 

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