sábado, 5 de mayo de 2018

Argentina: Un hecho que sucedió hace cien años

La alusión al movimiento universitario de Córdoba de 1918 no debe tener el aspecto de una recordación obligada, breve y superficial como las que suelen aparecer en muchos discursos oficiales, en muchos artículos periodísticos y en muchos escritos académicos. Debe ser algo más importante. Debe constituir un nuevo e irreverente comienzo.

Elías Quinteros / Especial para Con Nuestra América
Desde Buenos Aires, Argentina

¿La historia de la Reforma Universitaria de 1918, un hecho que sucedió hace cien años, es la historia de una reforma que fue o, en cambio, es la historia de una reforma que pudo ser? ¿Tal reforma constituyó una realidad o, por el contrario, constituyó una posibilidad que fue desaprovechada por los responsables de su implementación? ¿Por qué algunos la presentan como un acontecimiento revolucionario? ¿Por qué algunos la definen como un fracaso? ¿Y por qué muchos ignoran qué fue en realidad? ¿En dónde ocurrió? ¿Cómo se desarrolló? ¿Quiénes la llevaron a cabo? ¿Y qué motivos impulsaron a sus promotores? Preguntas, preguntas y más preguntas. Preguntas que buscan una respuesta. Hace un siglo, no más que eso, en la Universidad Nacional de Córdoba, un reducto del conservadorismo más católico y del catolicismo más conservador, un grupo de estudiantes —que estaba sensibilizado por la modificación del régimen de asistencia a clase y el cierre del internado del Hospital de Clínicas, entre otras cuestiones—, se rebeló contra las autoridades de esa casa de estudio y contra el concepto de autoridad que estaba vigente en la misma. Tal sublevación repercutió en el resto del país y, después, en el resto del escenario latinoamericano, logrando que los reclamos de ese estudiantado llegasen a los sitios más apartados del continente: una circunstancia que nos transmite en estos días, de una manera incuestionable, la magnitud de dicho acontecimiento.

La onda expansiva de este movimiento de protesta originó una escalada de hechos: creación del Comité pro Reforma por los delegados de los estudiantes de derecho, ingeniería y medicina (las tres carreras que eran impartidas en las aulas que habían pertenecido a la Real Universidad de San Carlos y de Nuestra Señora de Monserrat); vigilancia policial de esos claustros; declaración de la huelga general estudiantil; ingreso de los huelguistas en el Salón del Rectorado; clausura de la Universidad por los miembros del Consejo Superior; redacción de un memorial por los estudiantes sublevados que demandaba la modificación del profesorado, los planes de estudio y la organización disciplinaria; y declaración de la intervención por Hipólito Yrigoyen (Presidente de la Nación). A su vez, esa cadena de acontecimientos fue sucedida por otra: fundación de la Federación Universitaria Argentina (FUA), por los representantes de los estudiantes de Buenos Aires, Córdoba, La Plata, Santa Fe y Tucumán (las cinco universidades que existían en esa época, en el Granero del Mundo); asunción de José Nicolás Matienzo (Procurador General), como interventor; modificación del estatuto; cesantía del Rector, los Decanos y los integrantes del Consejo; adopción de medidas tan deseadas como la concesión de la asistencia libre del estudiantado, la amnistía de los estudiantes sancionados el año anterior y el restablecimiento del internado del Hospital de Clínicas; creación de la Federación Universitaria de Córdoba (FUC); elección de los candidatos a Decanos que tenían el apoyo de los profesores reformistas; y designación de Belisario Caraffa como Vicerrector.

El 15 de junio de 1918, un día que no fue como los demás, la elección para el cargo de Rector —que tuvo como competidores a Enrique Martínez Paz, candidato de los que defendían la posición reformista, Antonio Nores, candidato de los que defendían la posición contrarreformista, y Alejandro Centeno, candidato de los que defendían la posición intermedia—, resultó complicada. Ninguno de los contendientes obtuvo la mayoría en la primera votación. Tampoco lo hizo en la segunda. Pero, en la tercera, todo cambió. Los partidarios de Alejandro Centeno apoyaron a Antonio Nores. Y, por eso, éste —con veinticuatro votos a favor y trece en contra—, fue electo. Mas, el resultado de la elección no fue proclamado. Un grupo de estudiantes invadió el salón. Expulsó a los que estaban reunidos en ese lugar. Y, luego, redactó sobre el pupitre rectoral la convocatoria a una nueva huelga general. En verdad, al analizar esto, ¿alguien puede decir que esos jóvenes irreverentes que no admitían los resultados desfavorables, ni respetaban las formas procedimentales cuando las mismas permitían el triunfo de los adversarios, no nos recuerdan a otros jóvenes de la historia argentina? ¿Alguien puede decir que ellos no nos recuerdan a los jóvenes de 1810 que intimidaron a los contrarrevolucionarios, con métodos heterodoxos y persuasivos, durante el desarrollo del Cabildo Abierto del 22 de Mayo? ¿Alguien puede decir que ellos no nos recuerdan a los jóvenes que lograron la disolución de la Junta de Gobierno que estaba presidida por Baltazar Hidalgo de Cisneros (ex Virrey del Río de la Plata), en las horas cruciales del 24? ¿Alguien puede decir que ellos no nos recuerdan a los jóvenes que irrumpieron en el edificio del Cabildo, para averiguar qué sucedía en su interior, durante la jornada del 25? Y, por último, ¿alguien puede decir que ellos no nos recuerdan a los jóvenes que siguieron fielmente a Antonio Luis Beruti, Domingo French, Francisco Mariano de Orma, Pancho Planes y Buenaventura Arzac, a lo largo de la etapa revolucionaria?

El 21 de junio, cuatro días después de la asunción de Antonio Nores como Rector, los jóvenes de la Federación Universitaria de Córdoba —Enrique F. Barros, Jorge L. Bazante, Emilio R. Biagosch, Ismael C. Bordabehére, Alfredo Castellanos, Ernesto Garzón, Ceferino Garzón Maceda, Antonio Medina Allende, Luis M. Méndez, Julio Molina, Angel J. Nigro, Natalio J. Saibene, Gumersindo Sayago, Carlos Suárez Pinto y Horacio Valdés—, suscribieron el Manifiesto Liminar, o sea, el documento central de la Reforma: el mismo que surgió de la pluma de Deodoro Roca y apareció en la Gaceta Universitaria (publicación oficial de la Federación). Tal texto estaba dirigido a los “hombres libres de Sud América”: algo que le otorgaba un carácter latinoamericano y lo ubicaba, por ejemplo, entre el Acta de Independencia del Congreso de las Provincias Unidas en Sud-América del 9 de julio de 1816 (que expresaba que los diputados eran “Representantes de las Provincias Unidas en Sud América”), y la Declaración de Principios de la Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina (FORJA), del 29 de junio de 1935 (que mencionaba la “existencia de una lucha del pueblo en procura de su Soberanía Popular, para la realización de los fines emancipadores de la Revolución Americana”). Para los firmantes de este escrito —hombres de una “república libre” que acababan de romper la “última cadena” que los ataba a la “antigua dominación monárquica y monástica” y, por ende, representantes del republicanismo y el laicismo—, las universidades constituían el “refugio secular de los mediocres”, la “renta de los ignorantes”, la “hospitalización segura de los inválidos” y el “lugar” en donde las formas de “tiranizar” e “insensibilizar” encontraban la “cátedra” que las dictaba. El régimen universitario era “anacrónico”. Y los métodos docentes estaban viciados de un “estrecho dogmatismo” que mantenía a la universidad apartada de la “ciencia” y de las “disciplinas modernas”.

Desde su perspectiva, nadie ejercitaba la autoridad “mandando” sino “sugiriendo y amando”. La enseñanza resultaba “hostil” e “infecunda” sin una “vinculación espiritual” entre el que enseñaba y el que aprendía. Y la educación consistía en una “obra de amor”: afirmación que traslucía un alegato en contra de las pedagogías que son definidas actualmente como pedagogías de la crueldad. A raíz de lo dicho, la juventud universitaria —que consideraba a la insurrección como un “derecho sagrado”, sabía que estaba pisando sobre una “revolución” y ejercía la rebeldía porque necesitaba borrar el “recuerdo de los contra-revolucionarios de Mayo”—, cuestionaba el “régimen administrativo”, el “método docente” y el “concepto de autoridad”. Exigía el reconocimiento del derecho a “pensar por su propia cuenta” y el derecho a “exteriorizar ese pensamiento” en los “cuerpos universitarios”, por medio de sus “representantes”. Y veía a los maestros como constructores de “almas” y creadores de “Verdad”, “Belleza” y “Bien”. Según esa juventud, la reforma de José Nicolás Matienzo no había inaugurado el comienzo de una “democracia universitaria” sino el predominio de una “casta de profesores”. La mayoría de los votantes había expresado la suma de la “regresión”, la “ignorancia” y el “vicio”. El estudiantado había tomado el “salón de actos” para evitar que la iniquidad fuese un “acto jurídico irrevocable y completo”. Y, en sentido irónico, las palabras del Rector —que había manifestado que prefería dejar un “tendal de cadáveres” antes que renunciar—, estaban llenas de “piedad” y “amor”.

Tras la difusión pública de dicho Manifiesto, varios sucesos —declaración de Zenón Bustos (Obispo de Córdoba), responsabilizando a los estudiantes por la comisión de un "prevaricato” y un “sacrilegio"; nueva clausura de la Universidad; renuncia de Antonio Nores; toma del edificio universitario por ochenta y tres estudiantes; nueva intervención; asunción de José Salinas (Ministro de Justicia e Instrucción Pública), como nuevo interventor; renuncia de Belisario Caraffa; nueva reforma del estatuto y asunción de Eliseo Soaje como nuevo Rector—; epilogaron esta gesta: una gesta que duró unos meses y tuvo lugar en un momento histórico que acusó la influencia de la Revolución Mexicana; la sanción de la Ley N° 8.871 o Ley Sáenz Peña (norma jurídica que instauró el voto universal, secreto y obligatorio); el Grito de Alcorta (rebelión de pequeños y medianos productores que reclamaron la reducción del precio de los arrendamientos rurales, entre otras aspiraciones); la Primera Guerra Mundial y la Revolución Bolchevique. Pero, a la luz del tiempo transcurrido, ¿tal gesta sirvió para algo? ¿O no sirvió para nada? Seamos justos. Los conceptos de autonomía universitaria (elección de las autoridades de la universidad sin intervención del gobierno nacional, creación y aplicación de los estatutos y los programas de estudio por parte de cada universidad, inviolabilidad de los edificios universitarios, etc.); cogobierno (gobierno de la universidad compartido por docentes, graduados y estudiantes); gratuidad (ausencia de aranceles universitarios); libertad de cátedra (libertad para la investigación y la enseñanza); concursos públicos (ocupación de las cátedras por docentes elegidos en concursos públicos de oposición y antecedentes); perioricidad de las cátedras (revalidación periódica de su ocupación); y extensión universitaria (presencia de la universidad en la sociedad); reconocen su origen o su antecedente en dicha reforma. Por lo tanto, no podemos decir que no produjo ninguna consecuencia positiva.

No obstante, tampoco podemos desconocer el reverso de su cara visible. Acorde con lo señalado por alguien, la defensa del ideario americanista no implicó la transformación automática e inmediata de un ámbito que traslucía la influencia de un pensamiento antiamericanista que justificaba, por ejemplo, el intento de involucramiento del Ejército de los Andes en la lucha contra los caudillos federales; el involucramiento del Ejército del Norte en esa lucha, hasta que el mismo se amotinó en Arequito, por la decisión de Juan Bautista Bustos, Alejandro Heredia y José María Paz; la separación del Uruguay y de las provincias del Alto Perú que formaban parte del Virreinato del Río de la Plata; la ausencia de una delegación oficial en el Congreso de Panamá; el Bloqueo Anglo-Francés; la Guerra del Paraguay; la Conquista del Desierto; el exilio de Juan Manuel de Rosas, Felipe Varela y Juan Bautista Alberdi; y el asesinato de Manuel Dorrego, Facundo Quiroga, Angel Chacho Peñaloza y Ricardo López Jordán. Irónicamente, este escenario contó con el apuntalamiento de muchos de los impulsores de la reforma universitaria que adoptaron con el transcurso del tiempo posturas políticas que contradijeron los postulados del movimiento reformista. La propagación de dicho ideario nunca constituyó una función de las universidades argentinas. Y, por si fuese poco, muchos docentes, graduados y estudiantes priorizaron la preocupación por la autonomía, el co-gobierno o los concursos, en detrimento de la preocupación por el compromiso de las universidades argentinas con la transformación del país y el continente. Utilizaron la autonomía universitaria para apoyar los ataques que tuvieron como destinatarios a los gobiernos elegidos legítimamente. Y acusaron al peronismo de violar la autonomía universitaria, no obstante el desarrollo de una porción de los planteamientos reformistas, por parte del mismo.

En un país que, sin saberlo, se aproximaba a los acontecimientos de la Semana Trágica, la Masacre de La Forestal y la Patagonia Rebelde (las tres represiones del movimiento obrero que iban a enlutar la Ciudad de Buenos Aires, la Provincia de Santa Fe y la Patagonia, entre 1919 y 1921), un movimiento estudiantil sacudió con violencia los cimientos de una institución que acusaba a comienzos del siglo XX, en cada uno de los aspectos de su existencia y su funcionamiento, la incidencia de la Compañía de Jesús, la Orden Franciscana y el clero secular. Pero, si el estremecimiento fue tan fuerte y tan prolongado, ¿por qué la obra de los individuos que provocaron dicha conmoción, a pesar de la pujanza que la caracterizó en un principio, se diluyó con el paso del tiempo? ¿Por qué? Las contestaciones pueden explicar la historia. Pero, no pueden modificarla. Y la historia dice que la Reforma Universitaria fue como un incendio que perdió su intensidad poco a poco, hasta convertirse en una llama pequeña y titilante. A pesar del tiempo transcurrido, esa llama continúa ardiendo. Mas, ¿qué ilumina en la actualidad? Francamente, yo creo que proyecta su luz hacia adelante, hacia un punto lejano y desconocido, para que el grueso de la sociedad recorra el tramo final del camino que fue trazado por los reformistas de 1918. A fin de cuentas, el sistema universitario de la Argentina, salvo algunas excepciones que resultan honrosas, no traduce adecuadamente los principios que inspiraron a los reformistas.

Entonces, ¿podemos hablar de la autonomía universitaria si sabemos que la historia de las universidades nacionales se caracteriza por las intervenciones directas e indirectas del Poder Ejecutivo en la elección de las autoridades académicas; por los congelamientos, las reducciones y las retenciones de las partidas presupuestarias con el objeto de condicionar la aplicación de los estatutos y los programas; y por los ingresos ilegales y violentos de las fuerzas militares y las fuerzas policiales en los edificios de esas casas de estudio? ¿Podemos hablar del cogobierno universitario si sabemos que el juego institucional no garantiza la participación del electorado de las universidades ni la representatividad de las autoridades de las mismas? ¿Podemos hablar de la gratuidad universitaria y, por tanto, de una obra revolucionaria del peronismo que trasluce el espíritu de la Reforma si sabemos que muchas actividades están aranceladas y que, además, muchos gastos (materiales de estudio, refrigerios, medios de transporte, etc.), no están a la altura de la totalidad de los bolsillos? Y, de la misma manera, ¿podemos hablar de la libertad de cátedra, los concursos públicos, la perioricidad de las cátedras y la extensión universitaria?

Sí. Podemos hacerlo. Mas, no debemos proceder con fanatismo. Ni debemos actuar con ingenuidad. Y, según lo señalado oportunamente por una pedagoga de prestigio, no debemos hablar de la universidad (en singular), sino de las universidades (en plural). Guste o no, estamos ante una pluralidad de entidades heterogéneas, complejas y mestizas que reflejan la heterogeneidad, la complejidad y el mestizaje de la Argentina y, por supuesto, de la América Latina y Caribeña: una realidad que disgusta, altera y enfurece a todos los que sueñan con un sistema universitario que no refleje tal escenario. Quienes albergan dicho sueño —que son los mismos que sostienen actualmente, con los argumentos de siempre, que el Estado debe cobrar un arancel a los estudiantes que cursan una carrera de grado en una universidad pública y, en particular, a los estudiantes que provienen de un país latinoamericano—, quieren que las agujas del reloj corran en sentido inverso. Quieren que la organización del sistema universitario sea como en el pasado. Quieren que la obra del movimiento reformista desaparezca por completo. Y quieren que el mundo de las universidades esté reservado a unos pocos: a los integrantes de una élite que no congenia con los pobres, es decir, con los que merecen la calificación de negros. Infortunadamente, los estudiantes, los graduados y los docentes que no entienden o no quieren entender que la suerte de las universidades está unida a las vicisitudes de los sectores populares, no constituyen un número reducido dentro del ámbito de la comunidad universitaria. Por ello, en estos días, la alusión al movimiento de 1918 no debe tener el aspecto de una recordación obligada, breve y superficial como las que suelen aparecer en muchos discursos oficiales, en muchos artículos periodísticos y en muchos escritos académicos. Debe ser algo más importante. Debe constituir un nuevo e irreverente comienzo.

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