sábado, 7 de marzo de 2020

¡Y encima, el coronavirus!

En Centroamérica, no hay necesidad de pandemias para conocer los rigores de las tragedias humanas. En la región, hemos estado azotados por las Siete Plagas de Egipto desde que tenemos memoria.

Rafael Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica

"Centroamérica" (1987), grabado de Francisco Amighetti.
La primera de nuestras plagas son nuestros gobernantes, mediocres, marrulleros, lambiscones, pecadores en cofre abierto (y cerrado), lamebotas de los poderosos y déspotas ante los débiles, que en nuestros paisitos son la inmensa mayoría. A ellos los hemos tenido siempre encima, prendidos a la garganta como felinos salvajes, o como coleópteros chupasangre insaciables e incansables en su labor drenadora.

Asociados a ellos, en contubernio, o tal vez mejor, como los grandes titiriteros que mueven los hilos de las gesticulaciones políticas, los oligarcas, denominación que tal vez algunos consideren demodé, pero que es precisa y acertada para caracterizar a esta gente anclada aún en la Colonia, que no se han enterado aún de conceptos como modernidad y, menos aún, contemporaneidad, que ven fantasmas de subversión y comunismo en todas partes, y se escandalizan cuando alguien dice, aunque sea en voz baja, salario mínimo, derechos laborales, salud ocupacional. En fin, que es gente de otro tiempo, que no se ha dado cuenta de que el mundo ha girado sobre su propio eje salvo para irse de compras a Miami o Nueva York, meca a la que añoran y de la que se duelen no pertenecer por nacimiento.

La tercera son los ejércitos, esos cuerpos que cuando quieren celebrar algo se ponen penachos de plumas, gorras con artilugios dorados y correas con pompones como de bastoneras del Desfile de las Rosas. La ridiculez de sus vestimentas festivas no logra esconder, sin embargo, su siniestro destino. Han llevado a cabo algunas de las peores matanzas de las que se tenga memoria en nuestro continente y se quedan como si nada. Es más, cuando se les reclama se hacen los ofendidos, y urden triquiñuelas para evadir a la justicia que, a veces, se atreve a llevar a sus jefes al banquillo de los acusados.

La cuarta plaga que nos azota son los Estados Unidos, que no nos trata como vecinos, sino como incómodos y precarios reductos de criminales que chapotean en “agujeros de mierda”, de los que no saben ni el nombre y agrupan bajo el apodo de “países mexicanos”. Los Estados Unidos son una sombra eternamente presente en nuestro destino, una potencia que siempre pensó que nosotros ocupábamos un lugar que por gracia de Dios, por su Destino Manifiesto, les pertenecía a ellos, y en el que cualquier otro que ponga un pie es considerado enemigo que le ha declarado la guerra.

Aunque debería ser un privilegio, como lo percibió Simón Bolívar, nuestra posición geográfica es otra plaga por la que tenemos que pagar diezmo a la diosa fortuna. Es nuestra quinta plaga, por la que las grandes potencias han puesto los ojos en nosotros y por la que, también, abiertamente se han dolido de que estemos nosotros, los nativos, viviendo y penando en este lugar que en sus manos sería un emporio.

Que seamos un territorio estrecho entre los dos grandes océanos de la Tierra es lo que apetecen y ambicionan, y es una patraña para ellos, algo de lo que no se dan cuenta, nuestra exuberante naturaleza, nuestra abundancia de fauna y flora, la majestuosidad de los paisajes.

Nuestra sexta plaga es nuestra condición de puente entre las dos grandes masas continentales. Otra condición geográfica que debería ser un privilegio se nos ha tornado en un dolor de cabeza. Tener al mayor consumidor de droga al norte, y a la zona de mayor producción en el sur, nos convierte en una zona de paso de un producto que trae tras de sí una estela de violencia y muerte. En Centroamérica se encuentran hoy algunas de las zonas más violentas del mundo, en donde legiones de jóvenes sin perspectivas de futuro encuentran en el crimen organizado una forma de estar en el mundo.

La séptima plaga que nos caerá próximamente es el Coronavius.

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