Para gloria de la Patria Argentina tuvimos en el ayer y seguimos contando al presente con poetas devotos e inspirados en su arte por una cristiana religiosidad.
Carlos María Romero Sosa / Para Con Nuestra América
Sin abundar en nombres, valga mencionar a Leopoldo Marechal, Francisco Luis Bernández, Osvaldo Horacio Dondo, Leonardo Castellani, Fray Antonio Vallejo, los salesianos Rodolfo M. Ragucci y Luis Gorosito Heredia, Alfredo Bufano, José María Castiñeira de Dios o Emilio Breda. Y entre las mujeres a Sara Montes de Oca de Cárdenas, María Raquel Adler, la salteña Emma Solá de Solá, la entrerriana Rosa María Sobrón, Marilina Rébora, Lía Gómez Langenheim, Mariana Genoud de Fourcade, Cristina Pizarro, Vilma Lilia Osella o Beatriz Pérez Deidda.
En cuanto al fueguino Castiñeira de Dios, nacido en Ushuaia en 1920 y fallecido en 2015 en Buenos Aires, alguien saludado por Monseñor Octavio Nicolás Derisi al recibirlo en la Academia Argentina de Letras como uno de los más grandes poetas del país y de América; y a juicio del Cardenal Antonio Quarracino: “la voz más alta de la actual poesía católica argentina”, llegó de niño traído por sus mayores a la ciudad de Buenos Aires. Quiso la suerte que aquí el mismísimo Marechal le enseñara las primeras letras, en una escuela primaria barrial.
Integrante de la Generación del Cuarenta, su poética transitó por caminos paralelos a los de su vida enriquecida por afectos e ideales. Solo así se comprende su lírica siempre confesionalmente católica y tan pronta de vuelo amatorio, como patriótico e incluso político acorde con su nunca disimulada militancia histórica en el peronismo desde 1945.
Castiñeira de Dios, al decir del Padre Hernán Benítez, era un poeta “testimoniante” de los que hacen de su mesa altar; y así dio fe y alabó al Creador, a María, le cantó a la Patria, al pueblo sufriente y proscrito, a ciertos arquetipos de la argentinidad como José Hernández en una modélica “Epístola Testimonial”, al terruño en “Tributo a Ushuaia” (2004) -plaqueta epilogada con una “Carta al poeta fueguino” de Pedro Luís Barcia-, a menudo al hogar y a la esposa: Elena González Corbacho, que partió de su lado el día de su cumpleaños 99. Manifestaba José María a quien quisiera oírle que Elena era su “Beatrice” y a ella le dedicó en 1996 el poemario: “Celebración del Sacramento Matrimonial y cantos de amor a Elena”.
En “Testimonio Cristiano” (1982) un libro en ofrenda de Juan Pablo II, no autocensuró su voz y junto a villancicos navideños incluyó su “Meditación ante el Pesebre de Nuestro Señor Jesucristo”. Un texto de tono salmódico escrito para la Navidad de 1976, construido en metro de veintiocho sílabas con periódicas rimas asonantes. Allí sin medir consecuencias, cuando mencionar la explotación del trabajador por el capitalismo podía costar caro, clamó entre otras súplicas: “¡Déjenme ver al Niño sin su cruz todavía, más ya crucificado por su amor a los pobres”.
Profundo creyente sabía que la Virgen de Luján lo protegía y en efecto ningún “Ford Falcon Verde” osó violar la paz de su departamento palermitano de tres ambientes en una planta baja de la calle Aráoz 2730, donde habitó con los suyos por décadas y donde cada 8 de diciembre armaba con la familia un Nacimiento año a año enriquecido con nuevas imágenes.
En 1997 dio a conocer “De los tiempos del Eclesiastés”, una reunión de sonetos y décimas.
En 1999 reunió buena parte de su poesía religiosa en una antología del género. Empero siguió hasta su muerte incensando al Señor y a su Madre Santísima con títulos como “Cántico del Gran Jubileo en el Segundo Milenio del Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo” (2000) o “Poesías Navideñas (2003), un CD con música de su hijo José Luis Castiñeira de Dios.
CÁNTICO A CEFERINO NAMUNCURÁ
Mucho antes, en 1968, la editorial Sudamericana había publicado “El santito Ceferino Namuncurá”, un relato biográfico compuesto en versos octosílabos del ahora Beato, así declarado por el Papa Benedicto XVI el 11 de noviembre de 2007. Como esa inicial edición estaba agotada, decidió reeditar la obra, esta vez por Lumen, justamente en 2007. Para encabezar el poemario solicitó al entonces Cardenal Monseñor Jorge Mario Bergoglio un prólogo, que pronto le llegó por correo electrónico fechado el 27 de agosto de 2007.
El Arzobispo de Buenos Aires, dio cuenta en los primeros párrafos de lo oportuno de la reedición del libro, anticipando a renglón seguido la inminente beatificación de Ceferino. Luego identificó las acciones de “santo y poeta: ambos hacen poesía porque implican creación y tarea; ambos entrañan belleza, la belleza del alma seducida por Dios y la belleza del cantor que la contempla y la hace rima. Amos con lo telúrico de la patria, por ello su lectura tiene sabor a tierra, a nuestra tierra…y olor a Cielo.”
Nadie como Bergoglio, un agudo lector de Rodolfo Kusch, nuestro silenciado pensador y antropólogo en la “Seducción de la barbarie”; y tan próximo intelectualmente a la filósofa Amelia Podetti de “La irrupción de América en la historia”, para comprender sin prejuicios europeístas el alma de “ese indio, joven argentino, que se abre al diálogo con aquellos misioneros, verdaderos discípulos de Jesucristo, quienes fueron capaces de hacer crecer en su corazón un amor apasionado por Jesús y su pueblo.”
En el prólogo, se lo advierte indudablemente afirmado al “Padre Obispo Jorge” en la Teología del Pueblo, la corriente religiosa iniciada en el país por su hermano en la orden jesuita: el Padre Juan Carlos Scannone y por Monseñor Lucio Gera, entre otros religiosos y laicos como el argentino Enrique Dussel y el uruguayo Alberto Methol Ferré de gran influencia aquí y en toda Iberoamérica. Esa es la tendencia y el carisma con los que se identificó Bergoglio y defendió desde su posterior papado, valorando el sentido del “popularismo” tan ajeno del populismo demagógico y mesiánico, como de la subcultura del neoliberalismo que aquí y ahora azota con particular crueldad. Esa línea teológica no ajena al “giro antropológico” de Karl Rahner, el teólogo católico discípulo de Heidegger tan discutido por el integrista Padre Julio Meinvielle, nutrió el prólogo, escrito con la sencillez con la que les hablaba a sus fieles más necesitados de mínimas oportunidades de vida digna, insertando alguna imaginativa metáfora sin descuidar la inclusión de voces usuales en nuestra lengua aunque propias en este caso del mapudungún. Palabras otrora para ser temidas en su significado por el mundo civilizado. Así expresó: “La santidad de Ceferino tiene algo de malón, de malón domesticado no por las fuerzas humanas sino por el rostro de Jesús y la ternura de la Virgen. Él va adelante, con toda la ilusión de un adolescente, escribiendo la epopeya de su pueblo en el encuentro con Jesucristo.”
Y continuó mostrando respeto por las tradiciones que bullían en la sangre del cristianizado nieto del Cacique de las Pampas: Calfucurá, haciendo notar hasta qué punto entrados los años 2000 “el poeta se recoge en esas verdades que el pueblo atesora.”
Claro está que el milagro que se dio en Ceferino debió ser una síntesis o mejor una conjunción entre su naturaleza seráfica y el agua del bautismo que le impartió el salesiano Domingo Milanesio el 24 de diciembre de 1887. Y que su santidad fue producto de la Gracia Divina y no de una forzada culturalización; de una batalla cultural-dicho en términos actuales- con ganadores de tierras para mejor proveer de granos y carnes a las metrópolis a designios de la División Internacional del Trabajo. Un conflicto con definitivos perdedores de sus cosmovisiones y sus pampas ilimitadas y abiertas para las tribus desde antiguo. “¡Alambren, bárbaros!”, reclamaba Sarmiento a los estancieros, muchos asentados sobre extensiones que habían transitado al galope tendido los pueblos originarios.
El libro de José María Castiñeira de Dios, no por azar un copledal y un romancero, tradicionales formas castellanas en las cuales “suele el pueblo fablar a su vecino”, está dedicado en memoria de José Fernández Guerra: “quien en miinfancia sureña me apadrinó en las leyendas y la poesía de mi tierra”. También a su amigo el filólogo, lunfardólogo y poeta José Gobello; a los padres salesianos: “protectores de los desamparados y pobres en los desiertos australes”, y finalmente: “a los milicos de los fortines y cantones del sur”. Y es de suponer que esto último al imaginar tan víctima a la soldadesca incorporada en las levas forzosas denunciadas en el Martín Fierro, con las que se sumergía a los gauchos en la catábasis de los fortines, como lo fueron sus adversarios nativos de lanza y boleadora.
****
Para el tiempo en que apareció “El santito Ceferino Namuncurá” algunos hijos de Don Bosco tenían casa y una capilla en la calle Laprida 1245, enfrente del Museo Xul Solar. Un poeta menor, había celebrado más o menos por entonces el lugar en un par de coplas presentes en un libro que lleva una contratapa de Castiñeira de Dios: “Mi hastío y mi agotamiento/ le agregan sombra a Laprida. ¡Voy por luz a la Capilla/ de los padres salesianos!/ Y de la Capilla, enfrente,/ la casa de Xul Solar./ Cuanta el Arte con la muerte./ La Fe con la eternidad.”[1]
El Procurador Misionero Reverendo Padre Emiliano Aparicio, autor y compilador por su parte en 2005 del volumen: “Volveré para hacer misiones. Escritos de y sobre un joven mapuche”, solicitó a José María en el otoño de 2008 que presentará en esa capilla su libro ceferiniano entendiendo que constituía una oración en verso, como que lo es desde su inicio con una invocación a la Virgen de Luján: “Virgen de Luján, Señora/ intercesora ante Dios/ dame tu luz protectora/ y que por mi voz cantora/ cante el Pueblo con su voz./ Quiero contar una vida/ que despuntó en este suelo./ Perdona mi desmedida/ fe si no doy la medida/fiel de Esta espiga del Cielo./ Protégeme del Maligno,/ por la magia o el encanto,/ trueca alguna vez el signo/ de mi canto y lo hace indigno/ del Pueblo por el que canto.”
El poeta se prestó gustoso a la invitación y resultó de su oratoria y posterior recitado un memorable acto comunitario de fe y anhelo de justicia para los hermanos étnicos del Beato, virtudes ambas adornadas con la límpida poesía del visitante.
Se verificó aquella jornada un imborrable encuentro de “Misión”, tal cual el cometido que se encarna en las páginas de “El santito Ceferino Namuncurá” y que resultó advertido en aquel prólogo de Jorge Mario Bergoglio; quien cerró ese introito, auspicioso sin llegar al ditirambo, trayendo a cuento una cita del creador de “Sonetos a Sophia”, tan admirado por él que lo calificó allí como “el gran Marechal”.
[1] Carlos María Romero Sosa: “Pueyrredón y Las Heras y adyacencias en tono menor”. Ediciones del Ateneo Popular de la Boca. Buenos Aires, 2005.-
No hay comentarios:
Publicar un comentario