La última Cumbre de las Américas, realizada en Trinidad y Tobago, ha puesto de manifiesto el nuevo momento que vive América Latina: los miembros del ALBA han llevado algunas posiciones conjuntas que le dan más peso como bloque. Han marcado una pauta que indica el camino que debería prevalecer. La integración es una necesidad.
Rafael Cuevas Molina/ Presidente AUNA-Costa Rica
Como en ninguna otra parte, la idea de la integración y de la unión ha estado tan presente a través de la historia como en América Latina. Esto no es casualidad, pues nuestro pasado nos “condena” a reeditar continuamente la nostalgia por lo que Simón Bolívar llamó la construcción de “la más grande nación del mundo”.
El momento para concretar tal ideal habría sido, efectivamente, ese en el cual actuó Bolívar cuando, saliendo de la noche colonial, podría haber fructificado la tendencia a no separarse, como sucedió en lo que hoy es un solo gran Estado: Brasil. Pero esa era solo una de las tendencias existentes en ese momento. La otra, que a la postre terminó prevaleciendo, fue la de la disgregación. Ambas provenían de la administración colonial española: por una parte, la colonización expandió por todo el continente una sola cultura (dominante), que prevaleció por sobre la multitud de pueblos e identidades que existían desde antes de su llegada. En este sentido, la cultura del colonizador estableció una unidad que, hasta nuestros días, sigue predominando. No se trataba solo de aspectos culturales sino, también, de una administración que tenía un centro único, en la península ibérica, que unificaba formas de vida.
El momento para concretar tal ideal habría sido, efectivamente, ese en el cual actuó Bolívar cuando, saliendo de la noche colonial, podría haber fructificado la tendencia a no separarse, como sucedió en lo que hoy es un solo gran Estado: Brasil. Pero esa era solo una de las tendencias existentes en ese momento. La otra, que a la postre terminó prevaleciendo, fue la de la disgregación. Ambas provenían de la administración colonial española: por una parte, la colonización expandió por todo el continente una sola cultura (dominante), que prevaleció por sobre la multitud de pueblos e identidades que existían desde antes de su llegada. En este sentido, la cultura del colonizador estableció una unidad que, hasta nuestros días, sigue predominando. No se trataba solo de aspectos culturales sino, también, de una administración que tenía un centro único, en la península ibérica, que unificaba formas de vida.
Por otra parte, esa misma administración, para poder manejar el vasto territorio sobre el cual actuaba, estableció divisiones que, a la postre, fueron el antecedente de los estados nacionales que luego despuntarían. En la inmensidad de la tierra americana, se fueron creando vínculos más fuertes entre aquellos que se encontraban bajo la égida de una administración local, y fue, también, generando intereses particulares vinculados a esos espacios más reducidos.
Una vez cristalizada la disgregación, pasados los años de las guerras independentistas, los años de la anarquía en el que unos intereses buscaban prevalecer sobre otros; una vez que los estados nacionales se consolidaron alrededor del proyecto de las oligarquías liberales, resurgió la nostalgia por la unidad. Eso que llamamos “nostalgia” fue, también, un grito de alerta ante los acontecimientos que el final del siglo XIX y principios del XX traían: en primer lugar, la aparición en el horizonte del coloso del Norte, los estados Unidos de América que, confederados, pujantes en su desarrollo industrial, empezaban a desbordar sus fronteras sobre los territorios que le estaban más cercanos, que eran los nuestros, los latinoamericanos. Se trataba, ni más ni menos, que la expresión de lo que Vladimir Ilich Lenin llamaría el tránsito hacia el capitalismo en su forma imperialista, cuando el capital financiero pasa a ser la forma dominante de capital y se transforma en transnacional para realizarse. Ahí fue cuando nos vimos débiles y añoramos haber estado unidos. Pero ya era tarde.
Ha sido nuestro sino buscar continuamente formas de asociarnos para no ser tan frágiles: el Mercado Común Centroamericano y el Sistema de Integración Centroamericano, el MERCOSUR, la Comunidad Andina de Naciones, la Unión de Naciones Suramericanas, no son más que expresión de esa desiderata que sigue prevaleciendo pero que siempre se realiza a medias. Y esta imposibilidad de concreción tiene siempre el acecho de los Estados Unidos que trata de embelesarnos, incansablemente, con el canto de sirena del panamericanismo. Su último intento fue la propuesta del ALCA.
Hoy, Venezuela lidera una nueva propuesta que se concreta en el ALBA. Se impulsa en un momento inédito para la región, cuando nuevas fuerzas sociales pugnan por hacer prevalecer modelos de desarrollo que estén en función de las necesidades e intereses de las grandes mayorías. Es una situación diferente a la que ha sido lo usual en nuestra historia, y por lo tanto es diferente la noción de integración que se impulsa: es solidaria, busca el beneficio mutuo, parte de las condiciones específicas de cada pueblo. No es fácil, sin embargo, el camino, pero ha venido avanzando poco a poco. La última Cumbre de las Américas, realizada en Trinidad y Tobago, ha puesto de manifiesto ese nuevo momento: los miembros del ALBA han llevado algunas posiciones conjuntas que le dan más peso como bloque. Han marcado una pauta que indica el camino que debería prevalecer. La integración es una necesidad.
Una vez cristalizada la disgregación, pasados los años de las guerras independentistas, los años de la anarquía en el que unos intereses buscaban prevalecer sobre otros; una vez que los estados nacionales se consolidaron alrededor del proyecto de las oligarquías liberales, resurgió la nostalgia por la unidad. Eso que llamamos “nostalgia” fue, también, un grito de alerta ante los acontecimientos que el final del siglo XIX y principios del XX traían: en primer lugar, la aparición en el horizonte del coloso del Norte, los estados Unidos de América que, confederados, pujantes en su desarrollo industrial, empezaban a desbordar sus fronteras sobre los territorios que le estaban más cercanos, que eran los nuestros, los latinoamericanos. Se trataba, ni más ni menos, que la expresión de lo que Vladimir Ilich Lenin llamaría el tránsito hacia el capitalismo en su forma imperialista, cuando el capital financiero pasa a ser la forma dominante de capital y se transforma en transnacional para realizarse. Ahí fue cuando nos vimos débiles y añoramos haber estado unidos. Pero ya era tarde.
Ha sido nuestro sino buscar continuamente formas de asociarnos para no ser tan frágiles: el Mercado Común Centroamericano y el Sistema de Integración Centroamericano, el MERCOSUR, la Comunidad Andina de Naciones, la Unión de Naciones Suramericanas, no son más que expresión de esa desiderata que sigue prevaleciendo pero que siempre se realiza a medias. Y esta imposibilidad de concreción tiene siempre el acecho de los Estados Unidos que trata de embelesarnos, incansablemente, con el canto de sirena del panamericanismo. Su último intento fue la propuesta del ALCA.
Hoy, Venezuela lidera una nueva propuesta que se concreta en el ALBA. Se impulsa en un momento inédito para la región, cuando nuevas fuerzas sociales pugnan por hacer prevalecer modelos de desarrollo que estén en función de las necesidades e intereses de las grandes mayorías. Es una situación diferente a la que ha sido lo usual en nuestra historia, y por lo tanto es diferente la noción de integración que se impulsa: es solidaria, busca el beneficio mutuo, parte de las condiciones específicas de cada pueblo. No es fácil, sin embargo, el camino, pero ha venido avanzando poco a poco. La última Cumbre de las Américas, realizada en Trinidad y Tobago, ha puesto de manifiesto ese nuevo momento: los miembros del ALBA han llevado algunas posiciones conjuntas que le dan más peso como bloque. Han marcado una pauta que indica el camino que debería prevalecer. La integración es una necesidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario