domingo, 5 de abril de 2009

Sobre la violencia en Centroamérica

Aquí están los países en donde la pobreza extrema alcanza los más altos niveles, en donde puede verse por la calle a los tullidos, a los desnutridos, a los deformes, verdadera corte de los milagros en medio de la lujuriante naturaleza y de las tierras fértiles que habrían dado para que todos tuvieran, cuando menos, lo necesario para la vida digna.
Rafael Cuevas Molina/ Presidente AUNA-Costa Rica
Una verdadera cultura de la violencia se ha entronizado en Centroamérica. Siendo, como es, una cultura, hunde sus raíces en la historia de la región, y sus causas son múltiples y diversas, a tal punto que hoy cuesta identificarlas con precisión. Algunas, sin embargo, son evidentes y solo los ciegos de siempre no las ven aunque cualquiera, con dos dedos de frente, puede identificarlas fácilmente.
Repúblicas estructuradas alrededor de oligarquías retrógradas, autoritarias y racistas, que han impuesto su dominio a sangre y fuego, construyeron estados excluyentes, con escasos o nulos mecanismos para el diálogo y el consenso, apostando en primer lugar por la imposición. Oligarquías de mirada corta, miopes (si no ciegas) cuyos proyectos nacionales siempre han sido furgón de cola de los intereses de las transnacionales norteamericanas. Lo único que han sabido hacer es lucrar como intermediarios, sometiendo a niveles a veces inauditos de explotación a los sectores populares.
Repúblicas que no han estado interesadas en estructurar sistemas judiciales modernos, en donde sigue privando la ley del más fuerte, del que más dinero tiene, del que ha logrado tejer mejor sus redes de influencia.
Repúblicas en donde las diferencias de clase son las mayores en un continente donde las desigualdades son las más grandes del mundo. Aquí están los países en donde la pobreza extrema alcanza los más altos niveles, en donde puede verse por la calle a los tullidos, a los desnutridos, a los deformes, verdadera corte de los milagros en medio de la lujuriante naturaleza y de las tierras fértiles que habrían dado para que todos tuvieran, cuando menos, lo necesario para la vida digna. Entre ellos se pasean orondos los que todo lo tienen, los que vacacionan en Europa o en las pistas de esquí de Colorado; los que se van para Miami o Nueva York a comprar el traje para la próxima fiesta.
Oligarquías que ante los reclamos del pobrerío no supieron sino construir estados contrainsurgentes, armados hasta los dientes y que cometieron las más grandes tropelías, muchas de ellas inimaginables si no fuera porque han sido documentadas por aquellos que las sufrieron en carne propia: el arrasamiento de poblados enteros con métodos similares a los utilizados por los Estados Unidos en Vietnam; el destazamiento de seres humanos, sin distinción de sexo o edad, en público y para escarmiento de los que quedaran vivos; el asesinato en plena vía pública, por parte de las autoridades policiales, de profesores universitarios, estudiantes, de ciudadanos cuyo mayor delito fue pedir lo mínimo que ofrece cualquier estado de derecho.
Estados tomados por la corrupción, Estados venales en donde el más ínfimo puestecito en la administración pública asegura algún mínimo ingreso extra que se acrecienta conforme se asciende en el escalafón hasta llegar a los principales puestos: el de ministro, el de presidente, el de diputado. Estados propensos, por lo tanto, a la penetración de las mafias internacionales, del narcotráfico, que hoy se enseñorea en la región.
Región que explotó ante tantas contradicciones y vivió más de 30 años de guerra en donde miles fueron “desaparecidos”, asesinados u obligados a moverse y a transformarse en refugiados. Más de 30 años en los que muchos no supieron de otra cosa que del ruido de las armas, y que una vez desmovilizados al firmarse los acuerdos de paz, hicieron de la violencia su modus vivendi.
Región que, al expulsar a cientos de miles, creó grandes contingentes de desarraigados en lugares lejanos como las grandes urbes norteamericanas, como en la megalópolis de Los Ángeles, por ejemplo, en donde las nuevas generaciones encontraron sentido de partencia, solidaridad e identidad en las pandillas juveniles como la Mara Salvatrucha o la Dieciocho, y que al ser deportados por las autoridades norteamericanas a sus países de origen, a El Salvador, a Honduras, a Guatemala -que venían saliendo de la guerra; estaban transformándose en puente de la droga entre América del Sur y los Estados Unidos; tenían aparatos gubernamentales corruptos; tenían estructuras sociales excluyentes- no solo pervivieron sino que se potenciaron, creando un cóctel que tiene aterrados a propios y extraños, que solo atinan a idear medidas represivas como aumentar las penas de cárcel o reforzar los penales.
Cultura de la violencia: el que siembra vientos cosecha tempestades. El huracán puede dejar devastas a estas tierras.

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