El magistrado José Guadalupe Luna Altamirano concluyó que “no existía prueba alguna, ni siquiera indiciaria, que demostrara que Echeverría preparó, concibió o ejecutó la matanza estudiantil… en la Plaza de las Tres Culturas”.
Jorge Camil / LA JORNADA
Eufórico, por una victoria judicial que es una vergüenza para México, el penalista Juan Velázquez se mostró contento, satisfecho, orgulloso. Acababan de exonerar de la matanza de Tlatelolco a Luis Echeverría. El juicio más importante en la historia moderna de México, declaró sin recato; “es la primera vez que se acusa y se apresa a un ex presidente… y por genocidio”, añadió, como diciendo: admiren la magnitud de mi proeza. Se refirió con socarronería a Ignacio Carrillo Prieto como el fiscal del pasado, y le agradeció, entre bromas y veras, y por inverosímil que parezca, el favor de haber sometido a su cliente a juicio, porque así, en el marco de un proceso legal, Echeverría pudo finalmente probar su inocencia.
Estos litigantes son frecuentemente miopes, eternamente encorvados sobre la letra de la ley; una especie maniquea al servicio de seres de cualquier calaña. Jamás se detienen a analizar el delito ni su impacto social, su meta es exonerar al cliente. Para Velázquez, existen ahora dos verdades sobre Tlatelolco: una, con tinte despectivo, el dicho de la gente, y otra absolutamente distinta, el fallo del tribunal.
En boca del penalista la frase absolutamente distinta adquiere categoría de verdad inmutable. Un edicto papal. Sólo que todos sabemos cómo y dónde se obtienen algunos fallos de nuestros venerables tribunales; las complicidades, amistades e intereses que empujan las sentencias por las inmundas cañerías del sistema; las conversaciones sotto voce en los pasillos de tribunales; los cafetines donde se fraguan acuerdos que harían palidecer a la bolsa de valores. Todos sabemos de las interpretaciones tortuosas de leyes y reglamentos que parecen redactados ex profeso para interpretarse en beneficio del mejor postor.
Velázquez pretende burlarse de la historia y de los muertos de Tlatelolco: los encierra en un archivero al que denomina despectivamente el dicho de la gente. La historia oficial, en cambio, parece insinuar el jurisconsulto con un gesto napoleónico, es la que él contribuyó a plasmar en un fallo inverosímil; una sentencia ignominiosa que habrá de tener implicaciones catastróficas para la democracia mexicana.
Se equivoca Velázquez, lo que hace histórica su sentencia no fue la exoneración del ex presidente; fue la confirmación de que 40 años después continúa vigente el mismo sistema político que permitió la matanza de Tlatelolco. Tampoco es cierto que la única verdad sea la que aparece en la letra descarnada de un fallo judicial que contradice abiertamente el modus operandi del presidencialismo absolutista de Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría. ¿Dónde vivió Juan Velázquez del 64 al 76? ¿Soldados que disparan contra inermes estudiantes sin autorización presidencial o anuencia de Gobernación? Cada día surgen más indicios y testimonios que fortalecen la tesis de quienes afirman que Echeverría orquestó el conflicto, y lo resolvió con el operativo que conocemos, como parte de su estrategia para llegar a Los Pinos. (Como diría el niño verde, chamaqueó a GDO.)
No cante victoria aún, licenciado Velázquez, el dicho de la gente no es únicamente la palabra de politólogos de café; es también la opinión de prestigiados analistas e historiadores que continúan desentrañando un suceso que cambió la historia de México y que continúa siendo un obstáculo para el avance de nuestra democracia.
De acuerdo con Milenio (27/03/09), el magistrado José Guadalupe Luna Altamirano (cuya tesis de amparo fue ratificada por el quinto colegiado en materia penal) concluyó que “no existía prueba alguna, ni siquiera indiciaria, que demostrara que Echeverría preparó, concibió o ejecutó la matanza estudiantil… en la Plaza de las Tres Culturas” (o de las sepulturas, como la apodó Demetrio Vallejo, o de los sacrificios, como la llamó Octavio Paz después de la tragedia).
El magistrado (qué digo magistrado: ¡mago!) logró un milagro de proporciones bíblicas: hubo genocidio, sí, pero no hubo culpable. (Debe haber sido obra de Satán.) Pretende reivindicar a los muertos (“ocurrió, sí, ese delito de lesa humanidad, y no ha prescrito”), pero se burla de los vivos, porque mata por otros 40 años (quizá para siempre) la posibilidad de que, enfrentando el pasado, encontremos por fin la vía para establecer un sistema democrático. Después, curándose en salud, este melindroso purista del derecho declaró que “su resolución se encontraba completamente exenta de todo tipo de cuestiones sentimentales, humanitarias, ideológicas, sociales o políticas. (Debió reconocer que también estuvo exenta de sentido histórico, compasión, altura de miras y patriotismo.) Se basó en razones estrictamente jurídicas. Su fallo fue obra de un robot: ¡un Terminator con inteligencia artificial impartiendo justicia! Al final, un Velázquez compasivo declaró que en ese mismo instante iría por el ex presidente. Intentaría subirlo a su coche para darle una vuelta a la manzana como símbolo de que había logrado su libertad (La Jornada 27/03/09). Ya lo decían los romanos: cuán pasajera es la gloria.
Estos litigantes son frecuentemente miopes, eternamente encorvados sobre la letra de la ley; una especie maniquea al servicio de seres de cualquier calaña. Jamás se detienen a analizar el delito ni su impacto social, su meta es exonerar al cliente. Para Velázquez, existen ahora dos verdades sobre Tlatelolco: una, con tinte despectivo, el dicho de la gente, y otra absolutamente distinta, el fallo del tribunal.
En boca del penalista la frase absolutamente distinta adquiere categoría de verdad inmutable. Un edicto papal. Sólo que todos sabemos cómo y dónde se obtienen algunos fallos de nuestros venerables tribunales; las complicidades, amistades e intereses que empujan las sentencias por las inmundas cañerías del sistema; las conversaciones sotto voce en los pasillos de tribunales; los cafetines donde se fraguan acuerdos que harían palidecer a la bolsa de valores. Todos sabemos de las interpretaciones tortuosas de leyes y reglamentos que parecen redactados ex profeso para interpretarse en beneficio del mejor postor.
Velázquez pretende burlarse de la historia y de los muertos de Tlatelolco: los encierra en un archivero al que denomina despectivamente el dicho de la gente. La historia oficial, en cambio, parece insinuar el jurisconsulto con un gesto napoleónico, es la que él contribuyó a plasmar en un fallo inverosímil; una sentencia ignominiosa que habrá de tener implicaciones catastróficas para la democracia mexicana.
Se equivoca Velázquez, lo que hace histórica su sentencia no fue la exoneración del ex presidente; fue la confirmación de que 40 años después continúa vigente el mismo sistema político que permitió la matanza de Tlatelolco. Tampoco es cierto que la única verdad sea la que aparece en la letra descarnada de un fallo judicial que contradice abiertamente el modus operandi del presidencialismo absolutista de Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría. ¿Dónde vivió Juan Velázquez del 64 al 76? ¿Soldados que disparan contra inermes estudiantes sin autorización presidencial o anuencia de Gobernación? Cada día surgen más indicios y testimonios que fortalecen la tesis de quienes afirman que Echeverría orquestó el conflicto, y lo resolvió con el operativo que conocemos, como parte de su estrategia para llegar a Los Pinos. (Como diría el niño verde, chamaqueó a GDO.)
No cante victoria aún, licenciado Velázquez, el dicho de la gente no es únicamente la palabra de politólogos de café; es también la opinión de prestigiados analistas e historiadores que continúan desentrañando un suceso que cambió la historia de México y que continúa siendo un obstáculo para el avance de nuestra democracia.
De acuerdo con Milenio (27/03/09), el magistrado José Guadalupe Luna Altamirano (cuya tesis de amparo fue ratificada por el quinto colegiado en materia penal) concluyó que “no existía prueba alguna, ni siquiera indiciaria, que demostrara que Echeverría preparó, concibió o ejecutó la matanza estudiantil… en la Plaza de las Tres Culturas” (o de las sepulturas, como la apodó Demetrio Vallejo, o de los sacrificios, como la llamó Octavio Paz después de la tragedia).
El magistrado (qué digo magistrado: ¡mago!) logró un milagro de proporciones bíblicas: hubo genocidio, sí, pero no hubo culpable. (Debe haber sido obra de Satán.) Pretende reivindicar a los muertos (“ocurrió, sí, ese delito de lesa humanidad, y no ha prescrito”), pero se burla de los vivos, porque mata por otros 40 años (quizá para siempre) la posibilidad de que, enfrentando el pasado, encontremos por fin la vía para establecer un sistema democrático. Después, curándose en salud, este melindroso purista del derecho declaró que “su resolución se encontraba completamente exenta de todo tipo de cuestiones sentimentales, humanitarias, ideológicas, sociales o políticas. (Debió reconocer que también estuvo exenta de sentido histórico, compasión, altura de miras y patriotismo.) Se basó en razones estrictamente jurídicas. Su fallo fue obra de un robot: ¡un Terminator con inteligencia artificial impartiendo justicia! Al final, un Velázquez compasivo declaró que en ese mismo instante iría por el ex presidente. Intentaría subirlo a su coche para darle una vuelta a la manzana como símbolo de que había logrado su libertad (La Jornada 27/03/09). Ya lo decían los romanos: cuán pasajera es la gloria.
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