Cuando dos pueblos empiezan a interactuar, es más difícil estereotipar y demonizar al otro. Por eso da la sensación de que se ha echado a rodar un proceso irreversible que culminará, más tarde o más temprano, con la normalización de las relaciones bilaterales entre Cuba y Estados Unidos.
A juzgar por la reacción en Cuba y Estados Unidos al acercamiento de esta semana, queda la sensación de que se ha derrumbado un muro, uno de los últimos que quedaban de la Guerra Fría.
Puede sonar demasiado optimista, pero no quiere decir que dos países enfrentados desde hace un siglo se han reconciliado. Falta el regreso de Cuba a la OEA, un acuerdo migratorio, el intercambio de embajadores y sobre todo el levantamiento del bloqueo comercial que Estados Unidos busca canjear por la libertad de los presos políticos en Cuba. Pero esta semana una gran barrera que los separaba ha sido derribada.
Claro, no se trata de un muro de concreto como el muro de Berlín, sino de un muro imaginario, un muro simbólico construido a partir de relatos antagónicos, con el fin de dividir a dos sociedades enfrentadas por muchas razones, pero sobre todo por ideología.
A un lado Estados Unidos, un pueblo libertario y religiosamente capitalista, que cree que su “destino manifiesto” es liderar el mundo, y que sabe usar ese liderazgo en beneficio de sus intereses globales, necesarios para sostener su hábito de consumo y su promesa de oportunidad.
Al otro lado Cuba, un pueblo orgullosamente solidario, gobernado por un sistema de partido-Estado único, que defiende a ultranza su modelo, su historia, su independencia y su verdad.
Cuando caen los muros, los extraños se ven las caras.
De un lado Barack Obama extiende la mano en su intento por recuperar el componente moral del liderazgo de Estados Unidos en el mundo. Con el mismo discurso que usa para dirigirse a Rusia, a China o a Irán, admite que Estados Unidos se equivocó y mucho durante el gobierno de Bush en su enfoque para encarar sus problemas con esos países. Después menciona casi al pasar, sin entrar en detalles, que esos países también hicieron algunas cositas que en su momento podrían haber molestado a Estados Unidos, o herido la sensibilidad de su gente. Remata ofreciendo empezar de nuevo y resolver los problemas por medio de la negociación.
Del otro lado Fidel Castro, más vivo que nunca, intuye que la oferta es sincera pero toma resguardos. Celebra sin estridencias la caída del muro pero al mismo tiempo advierte que no está dispuesto a rifar la Revolución en una mesa de casino. La Revolución es su legado. No lo va a entregar justo ahora, que se acerca el final. Como líder del pueblo cubano no puede olvidarse de los complots, de los boicots, de Playa Girón. “¿Y qué pasa después de Obama?”, se pregunta. Puede venir otro Bush, se contesta. Y lo publica en CubaDebate.
Detrás de Obama hay murmullos, algo de sorpresa y sobre todo indiferencia. Hace mucho tiempo que Cuba dejó de importarle al norteamericano medio. Hasta los cubanos anticastristas de Miami, a partir del recambio generacional, perdieron interés en el enfrentamiento. Eso no quiere decir que Cuba les sea indiferente. Después de todo, Estados Unidos es el país que en la década del ’50 expulsó al comunismo de su sistema político a través de la represión ilegal. Después hizo un mea culpa por haber perseguido comunistas, pero nunca dio muestras de arrepentirse, de haber aniquilado la estructura política y cultural del partido. Es más, se pasó los siguientes treinta años demonizando al comunismo con la maquinaria de Hollywood funcionando a pleno. A partir de semejante relato, en Estados Unidos “socialista” es mala palabra. Se podría decir que el noventa por ciento de la población aborrece y teme al comunismo, y Cuba es un régimen orgullosamente comunista, para colmo vecino.
Detrás de Castro hay millones de cubanos eufóricos, porque intuyen que se vienen tiempos mejores, o que al menos se acaban las excusas. Y que entienden la dimensión de su victoria. Castro lo entiende mejor que nadie. Excitado, publica tres reflexiones en un día, el martes, para contestarle a Obama, que todavía ni siquiera había hablado, sino a través de los anuncios que habían hecho sus voceros. El triunfo consiste en que, a diferencia de Berlín, esta vez tuvieron que derribar el muro desde el otro lado. Al derribarlo, quien lo hizo quedó expuesto como el responsable de sostenerlo. Los peores estereotipos del imperialismo yanqui que sostienen el relato oficial cubano habían tomado forma durante el gobierno democráticamente electo, y dos veces, de George W. Bush. Ahora el país de la tortura, las cárceles secretas y el capitalismo salvaje reconoce su error. No son muchos los triunfos ideológicos de los que puede vanagloriarse el comunismo en las últimas décadas. Este puede ser el último, o no, pero no deja de ser un gran triunfo.
Es imposible dimensionar el impacto que tendrá, a partir de los anuncios de Obama, la llegada masiva a Cuba de personas, dinero y tecnología en comunicaciones provenientes de Estados Unidos. Pero no será insignificante.
Cuando dos pueblos empiezan a interactuar, es más difícil estereotipar y demonizar al otro. Por eso da la sensación de que se ha echado a rodar un proceso irreversible que culminará, más tarde o más temprano, con la normalización de las relaciones bilaterales.
Por eso y por el contexto internacional. A partir de la formación de un bloque latinoamericano, donde confluyen distintos procesos de integración regional, el bloque ha colocado la cuestión cubana al tope de su agenda de prioridades, casi como un acto fundacional de ejercicio de soberanía frente a los distintos bloques comerciales y políticos que se van consolidando alrededor del mundo. Se trata de los mismos países cuyos gobiernos apoyaban con entusiasmo el embargo estadounidense hace quince o veinte años.
Pero el tema les plantea un dilema a esos mismos países que hoy se reunieron en Trinidad y Tobago con la sola excepción de Cuba, el país cuyos derechos ahora reivindican.
Como les gusta recordar a los funcionarios estadounidenses, como no dejó de mencionar el propio Obama en su carta abierta a la región previa a la cumbre, existe un papel llamado Carta Democrática Interamericana. Ese papel fue firmado en el 2001 por todos los países que hoy le reclaman a Estados Unidos el regreso de Cuba a la OEA. La Carta ha resultado un instrumento muy útil para resolver algunos problemas graves de la región. Por ejemplo, sirvió en el 2001 para aislar y así derribar a la dictadura de Fujimori, que había violado la Carta al darse un autogolpe. También fue clave para apuntalar al gobierno de Evo Morales frente al intento de golpe de Estado cívico en las regiones autonómicas. La última vez que se usó fue para condenar el ataque colombiano a un campamento guerrillero en territorio ecuatoriano el año pasado.
La función de la Carta es facilitar la intervención regional en defensa del sistema de “democracia representativa” adoptado por los países firmantes. Pero resulta que el sistema político cubano no parece muy compatible con algunos de los requerimientos que aparecen en la Carta para que un país sea considerado “democracia representativa”.
Por lo menos da la impresión de que los redactores de la Carta no manejan los mismos criterios que el régimen cubano con respecto a qué significa “elecciones libres”, “régimen plural de partidos y organizaciones políticos” o “separación de poderes” y, sobre todo, “respeto por los derechos humanos”.
La Carta, a su vez, no impone a las “democracias representativas” la obligación de proveer salud y educación universal, ni la garantía de seguridad alimentaria, ni la existencia de desempleo cero. Esos son, precisamente, los pilares sobre los que se construye el modelo democrático cubano.
Ahora que cayó el muro, el desafío es compatibilizar las distintas ideologías dentro de un mismo sistema interamericano. Ese trabajo permitirá crear un nuevo marco legal, comercial, migratorio y de desarrollo para la región, uno que refleje el nuevo equilibrio alcanzado entre Estados Unidos y Latinoamérica, y que esté basado en el respeto por las diferencias, dejando atrás las doctrinas hegemónicas.
Puede sonar demasiado optimista, pero no quiere decir que dos países enfrentados desde hace un siglo se han reconciliado. Falta el regreso de Cuba a la OEA, un acuerdo migratorio, el intercambio de embajadores y sobre todo el levantamiento del bloqueo comercial que Estados Unidos busca canjear por la libertad de los presos políticos en Cuba. Pero esta semana una gran barrera que los separaba ha sido derribada.
Claro, no se trata de un muro de concreto como el muro de Berlín, sino de un muro imaginario, un muro simbólico construido a partir de relatos antagónicos, con el fin de dividir a dos sociedades enfrentadas por muchas razones, pero sobre todo por ideología.
A un lado Estados Unidos, un pueblo libertario y religiosamente capitalista, que cree que su “destino manifiesto” es liderar el mundo, y que sabe usar ese liderazgo en beneficio de sus intereses globales, necesarios para sostener su hábito de consumo y su promesa de oportunidad.
Al otro lado Cuba, un pueblo orgullosamente solidario, gobernado por un sistema de partido-Estado único, que defiende a ultranza su modelo, su historia, su independencia y su verdad.
Cuando caen los muros, los extraños se ven las caras.
De un lado Barack Obama extiende la mano en su intento por recuperar el componente moral del liderazgo de Estados Unidos en el mundo. Con el mismo discurso que usa para dirigirse a Rusia, a China o a Irán, admite que Estados Unidos se equivocó y mucho durante el gobierno de Bush en su enfoque para encarar sus problemas con esos países. Después menciona casi al pasar, sin entrar en detalles, que esos países también hicieron algunas cositas que en su momento podrían haber molestado a Estados Unidos, o herido la sensibilidad de su gente. Remata ofreciendo empezar de nuevo y resolver los problemas por medio de la negociación.
Del otro lado Fidel Castro, más vivo que nunca, intuye que la oferta es sincera pero toma resguardos. Celebra sin estridencias la caída del muro pero al mismo tiempo advierte que no está dispuesto a rifar la Revolución en una mesa de casino. La Revolución es su legado. No lo va a entregar justo ahora, que se acerca el final. Como líder del pueblo cubano no puede olvidarse de los complots, de los boicots, de Playa Girón. “¿Y qué pasa después de Obama?”, se pregunta. Puede venir otro Bush, se contesta. Y lo publica en CubaDebate.
Detrás de Obama hay murmullos, algo de sorpresa y sobre todo indiferencia. Hace mucho tiempo que Cuba dejó de importarle al norteamericano medio. Hasta los cubanos anticastristas de Miami, a partir del recambio generacional, perdieron interés en el enfrentamiento. Eso no quiere decir que Cuba les sea indiferente. Después de todo, Estados Unidos es el país que en la década del ’50 expulsó al comunismo de su sistema político a través de la represión ilegal. Después hizo un mea culpa por haber perseguido comunistas, pero nunca dio muestras de arrepentirse, de haber aniquilado la estructura política y cultural del partido. Es más, se pasó los siguientes treinta años demonizando al comunismo con la maquinaria de Hollywood funcionando a pleno. A partir de semejante relato, en Estados Unidos “socialista” es mala palabra. Se podría decir que el noventa por ciento de la población aborrece y teme al comunismo, y Cuba es un régimen orgullosamente comunista, para colmo vecino.
Detrás de Castro hay millones de cubanos eufóricos, porque intuyen que se vienen tiempos mejores, o que al menos se acaban las excusas. Y que entienden la dimensión de su victoria. Castro lo entiende mejor que nadie. Excitado, publica tres reflexiones en un día, el martes, para contestarle a Obama, que todavía ni siquiera había hablado, sino a través de los anuncios que habían hecho sus voceros. El triunfo consiste en que, a diferencia de Berlín, esta vez tuvieron que derribar el muro desde el otro lado. Al derribarlo, quien lo hizo quedó expuesto como el responsable de sostenerlo. Los peores estereotipos del imperialismo yanqui que sostienen el relato oficial cubano habían tomado forma durante el gobierno democráticamente electo, y dos veces, de George W. Bush. Ahora el país de la tortura, las cárceles secretas y el capitalismo salvaje reconoce su error. No son muchos los triunfos ideológicos de los que puede vanagloriarse el comunismo en las últimas décadas. Este puede ser el último, o no, pero no deja de ser un gran triunfo.
Es imposible dimensionar el impacto que tendrá, a partir de los anuncios de Obama, la llegada masiva a Cuba de personas, dinero y tecnología en comunicaciones provenientes de Estados Unidos. Pero no será insignificante.
Cuando dos pueblos empiezan a interactuar, es más difícil estereotipar y demonizar al otro. Por eso da la sensación de que se ha echado a rodar un proceso irreversible que culminará, más tarde o más temprano, con la normalización de las relaciones bilaterales.
Por eso y por el contexto internacional. A partir de la formación de un bloque latinoamericano, donde confluyen distintos procesos de integración regional, el bloque ha colocado la cuestión cubana al tope de su agenda de prioridades, casi como un acto fundacional de ejercicio de soberanía frente a los distintos bloques comerciales y políticos que se van consolidando alrededor del mundo. Se trata de los mismos países cuyos gobiernos apoyaban con entusiasmo el embargo estadounidense hace quince o veinte años.
Pero el tema les plantea un dilema a esos mismos países que hoy se reunieron en Trinidad y Tobago con la sola excepción de Cuba, el país cuyos derechos ahora reivindican.
Como les gusta recordar a los funcionarios estadounidenses, como no dejó de mencionar el propio Obama en su carta abierta a la región previa a la cumbre, existe un papel llamado Carta Democrática Interamericana. Ese papel fue firmado en el 2001 por todos los países que hoy le reclaman a Estados Unidos el regreso de Cuba a la OEA. La Carta ha resultado un instrumento muy útil para resolver algunos problemas graves de la región. Por ejemplo, sirvió en el 2001 para aislar y así derribar a la dictadura de Fujimori, que había violado la Carta al darse un autogolpe. También fue clave para apuntalar al gobierno de Evo Morales frente al intento de golpe de Estado cívico en las regiones autonómicas. La última vez que se usó fue para condenar el ataque colombiano a un campamento guerrillero en territorio ecuatoriano el año pasado.
La función de la Carta es facilitar la intervención regional en defensa del sistema de “democracia representativa” adoptado por los países firmantes. Pero resulta que el sistema político cubano no parece muy compatible con algunos de los requerimientos que aparecen en la Carta para que un país sea considerado “democracia representativa”.
Por lo menos da la impresión de que los redactores de la Carta no manejan los mismos criterios que el régimen cubano con respecto a qué significa “elecciones libres”, “régimen plural de partidos y organizaciones políticos” o “separación de poderes” y, sobre todo, “respeto por los derechos humanos”.
La Carta, a su vez, no impone a las “democracias representativas” la obligación de proveer salud y educación universal, ni la garantía de seguridad alimentaria, ni la existencia de desempleo cero. Esos son, precisamente, los pilares sobre los que se construye el modelo democrático cubano.
Ahora que cayó el muro, el desafío es compatibilizar las distintas ideologías dentro de un mismo sistema interamericano. Ese trabajo permitirá crear un nuevo marco legal, comercial, migratorio y de desarrollo para la región, uno que refleje el nuevo equilibrio alcanzado entre Estados Unidos y Latinoamérica, y que esté basado en el respeto por las diferencias, dejando atrás las doctrinas hegemónicas.
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