Las próximas elecciones del 1 de abril
no deberían ser más que un punto de inflexión en el que las fuerzas políticas
de Costa Rica se realinean, seguramente cada una con proyectos más claramente
definidos.
Rafael
Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica
La última encuesta del CIEP-UCR perfiló un escenario de empate técnico a pocos días de las elecciones presidenciales. |
Deteriorada la hegemonía construida en
el país durante la segunda mitad del siglo XX,
maltrecho el tejido social que aunó culturalmente a los costarricenses,
los partidos políticos tradicionales -aquellos que se turnaron en el poder
durante cincuenta años- tuvieron que dar paso a nueva fuerzas políticas que
expresaron la desazón en la que se
encuentra sumida la población.
Esa desazón es el embrión de algo nuevo,
distinto a lo establecido, a lo que hasta hace no mucho tiempo se entendía como
“natural” de lo costarricense. Es también producto de una acumulación
paulatina, de más de treinta años, en la que se combinó, por un lado, el lento
destramamiento de las bases materiales que sustentaban el consenso y, por otro,
la estructuración de un aparato ideológico que no solo justificaba ese accionar
sino, además, lo presentaba como “modernización” sin alternativa.
Por modernizar se entendió asumir el
modelo que apostaba por “subirse al tren de la globalización”, lo cual implicó
desmantelar el Estado Benefactor. Para ello, se satanizó todo lo que oliera a
estatal y se vinculara con él, que en dicho discurso fue entendido como
sinónimo de ineficiencia y corrupción.
La animosidad contra el Estado estuvo
acompañada de un deterioro creciente del nivel y la calidad de vida, lo que
creó malestar y encontró hacia qué dirigir las culpas poniendo su atención en
él. El nivel del descontento fue subiendo paulatinamente y buscó válvulas de
escape.
Han sido varias esas válvulas de
descomprensión, y la mayoría no han sido positivas para la cultura de
convivencia que ha caracterizado al país. Una de ellas fue el dejar de creer en
las fórmulas de ascenso social que ofrecía el sistema y optar por otras
aparentemente más rápidas y expeditas. La situación geográfica de Costa Rica en
el istmo centroamericano, que es lugar de paso para la droga que se dirige
hacia el mayor consumidor del mundo, los EEUU, ofreció opciones a una juventud
sin mayores horizontes y ávida de acceder a los bienes de consumo que la
propaganda le bombardea día y noche como sinónimo de felicidad. La disputa
entre bandas que buscan copar el mercado local de la droga incrementó
exponencialmente la violencia.
Otra válvula, a tono con las tendencias mundiales pero que en el país
tenía antecedentes propios, fue la de la cultura del hedonismo y la diversión,
que también encontró terreno fértil en la juventud desencantada de la política
y del rumbo del país que los dejaba al margen, o que les ofrecía como
oportunidad de trabajo la maquila en sus diferentes variantes, desde la textil
hasta la tecnológica y los call centers. Prolongando una adolescencia que,
según expertos, debe considerarse hoy hasta los 24 años, se quedaron en casa de
sus padres, tuvieron hijos sin compromisos de pareja y utilizaron sus ingresos
para consumo suntuario sin muchos horizontes para el futuro.
Paralelamente, la desigualdad social se
fue incrementando, hasta el punto que el país pasó a ser el de América Latina
en el que más rápidamente crecía, lo cual se evidenció en la aparición de
emporios y guetos de gente rica y amplias ciudadelas de desarrapados en donde
ni la policía puede entrar. No es un cuadro muy distinto al del resto de
América Latina, pero no era la tónica de Costa Rica.
El perfil del país idílico, de amplia
clase media, pacífico y de oportunidades se fue entonces desdibujando. No hizo
falta la guerra, como en otros países del istmo, para que el tejido social se
desgarrara, aunque hay que aceptar que el proceso no solo fue más lento sino
menos dramático. Debe entenderse en este sentido que la guerra tampoco ha sido
la única causante de estos males sino también la implementación del modelo
neoliberal.
La sociedad costarricense empezó a dar
signos de agotamiento y de búsqueda ansiosa de alternativas desde por lo menos
la elección presidencial pasada, en el 2014. La elección totalmente atípica de
Luis Guillermo Solís fue un campanazo en este sentido. En él y en su partido se
depositaron esperanzas que habrían superado a cualquiera que hubiera quedado electo,
tal es la magnitud de las frustraciones y las posibilidades reales de
resolverlas en corto o incluso mediano plazo.
Como se puede observar por esta sucinta
e incompleta lista de negatividades acumuladas, el país estaba listo para
aferrarse a cualquier esperanza. Quien primero pareció corporizar esta ambición
fue el candidato Juan Diego Castro, atípico político de la estirpe de los
émulos de Donald Trump; pero luego apareció, providencialmente para quienes
luego se vieron beneficiados, un elemento catalizador del descontento, que
dividió al país partiendo de premisas morales sobre la familia, la orientación
sexual y formas de reproducción humana.
Pudo haber sido ese u otro elemento
alrededor del cual cristalizara y se agrupara el descontento porque las
condiciones estaban dadas. Ha habido en el país una acumulación que lo tiene
preparado para pasar a otro estadio que, en esta oportunidad, está siendo
aprovechado por quienes apuestan por la profundización del modelo neoliberal.
Es decir, larvada como estaba, se está produciendo una revolución retrógrada
que, ahora, hasido aprovechada por una cúspide de derecha subida en la ola del
descontento, y que recoge los frutos que se han venido sembrando pacientemente
durante 30 años.
Teniendo esa base social de apoyo, esa
cúspide ve ahora la posibilidad de eliminar de forma rápida los obstáculos que
ha venido teniendo al frente para terminar de barrer con los restos del Estado
de Bienestar y los elementos del Estado de Derecho que le estorben.
Pero, así como las fuerzas neoliberales
se agrupan ahora sin tapujos y, en muy buena medida, más allá de los partidos
políticos, también en el otro extremo se producen realineamientos: los restos
socialdemócratas del Partido Liberación Nacional; lo que queda de socialcristianismo
en el Partido Unidad Socialcristiana; el Partido Acción Ciudadana actualmente
gobernante; el Partido Frente Amplio y organizaciones o grupos de mujeres,
profesionales y ambientalistas encuentran elementos que los acercan. Ahí están
los atisbos de un gran frente amplio que le haga frente a esa revolución pasiva
retrógrada que se ha manifestado con tanta fuerza en esta contienda electoral.
Así las cosas, las próximas elecciones
del 1 de abril no deberían ser más que un punto de inflexión en el que las
fuerzas políticas de Costa Rica se realinean, seguramente cada una con
proyectos más claramente definidos. Quienes hoy se encuentran en la cúspide de
la ola provocada por la revolución pasiva que se ha gestado en los últimos 30
años llevan por el momento las de ganar, porque tienen terreno adelantado en la
construcción de la base material de su proyecto y en el impulso de su aparato
ideológico.
Pero sus oponentes tampoco parten de
cero, sobre todo en un país en donde hay una tradición que, aunque mellada,
sigue estando presente y puede ser “rescatada”. Por lo pronto, dando un paso al
frente y dos atrás, posiblemente la propuesta de este gran frente amplio
debería ser devolverse para ir después hacia adelante, lo que en Costa Rica
quiere decir retomar logros del pasado para luego, profundizar lo que acentúe
aquello que durante años se ha conocido como “la especificidad costarricense”.
No sabemos si esta (casi única) opción
de salir del atolladero de manera progresista vaya a lograr concretarse; de los
políticos tradicionales se puede esperar cualquier cosa, pero tal vez el susto
que han pasado con esta revolución pasiva les haga entrar en el redil y se
animen, por fin, a construir un proyecto del que, en días previos a las
elecciones, se ven atisbos.
1 comentario:
Buena reflexión. Gracias
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