sábado, 7 de abril de 2018

La democracia amenazada

En clave latinoamericana, el proceso electoral en Costa Rica, que inicialmente parecía solo una formalidad en la rutina de la alternancia, acabó por expresar con fuerza otra de las tendencias de la restauración  neoliberal conservadora, y que constituye hoy una de las principales amenazas para la democracia en la región: el oscuro maridaje entre religión y política.

Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica

La segunda ronda de las elecciones presidenciales celebradas en Costa Rica el pasado 1 de abril, dejó como vencedor a Carlos Alvarado (obtuvo un 60,8% de los votos), el candidato del gobernante Partido Acción Ciudadana (PAC) –una escisión de la vieja socialdemocracia del Partido Liberación Nacional, hegemónica desde mediados del siglo XX-, que revalida así su mandato por cuatro años más. Este desenlace marca un punto de inflexión en la historia reciente del país por los peligros que, para la institucionalidad y la convivencia social bajo normas mínimas de civilidad y respeto de los derechos humanos, supuso la otra opción electoral de la contienda y que, hasta los últimos días, mantuvo intactas sus opciones de victoria: una inédita entente entre el neopentecostalismo triburario de la teología de la prosperidad, homofóbico y ultraconservador, y sectores radicales y oportunistas de la derecha más rancia (un cuadro variopinto que incluyó desde asesores de seguridad vinculados a la CIA y las políticas de mano dura, hasta exnegociadores del tratado de libre comercio con los Estados Unidos y cabilderos del capital extranjero), que vieron en la candidatura del pastor, cantante y periodista Fabricio Alvarado, un testaferro político para dar otra vuelta de tuerca en el proyecto de modernización neoliberal que experimenta el país desde mediados de la década de 1980.

En esta delicada coyuntura, un amplio sector de costarricenses de todos los estratos sociales, organizados en movimientos ciudadanos, universitarios, profesionales, ambientalistas y religiosos críticos, por mencionar algunos ejemplos, tomó conciencia de los desafíos del momento histórico y asumió el compromiso de revertir los ya de por sí desastrosos resultados de la primera ronda, que dejaron un congreso dominado por las facciones de la derecha modernizadora y una sólida representación del partido neopentecostal (14 de 57 diputados), contra solo 10 diputados del PAC y 1 del Frente Amplio (izquierda).

La bocanada de oxígeno que insufló esta movilización de la sociedad civil fue decisiva para el triunfo del candidato del oficialismo, quien también hizo lectura de la precariedad legislativa de su eventual mandato y pactó una alianza con el excandidato del Partido Unidad Social Cristiana (PUSC, derecha), Rodolfo Piza, desde la que construyó el mensaje político y mediático de un gobierno de unidad nacional (ahora ampliado con la oferta hecha a los partidos políticos de asumir cuotas de representación en el gabinete que asumirá funciones el próximo 8 de mayo). Pero el acuerdo Alvarado-Piza, compuesto por más de 80 puntos y con un marcado acento de austeridad y ortodoxia neoliberal en el campo fiscal, económico, laboral y de pensiones, parece encorsetar a la nueva administración en la ruta de la modernización neoliberal, y allí podrían estallar las primeras contradicciones con el amplio y diverso movimiento ciudadano que apoyó a Alvarado y que, una vez más, como ya lo hizo en 2014, deposita en la figura presidencial esperanzas de cambio quizás desmesuradas, especialmente en una sociedad atravesada por severos y complejos problemas no resueltos.

En clave latinoamericana, el proceso electoral en Costa Rica, que inicialmente parecía solo una formalidad en la rutina de la alternancia, acabó por expresar con fuerza otra de las tendencias de la restauración  neoliberal conservadora, y que constituye hoy una de las principales amenazas para la democracia en la región: el oscuro maridaje entre religión y política,  que instrumentaliza un factor determinante de la cultura latinoamericana en beneficio de los intereses de la derecha criolla, y por supuesto, de los intereses de sus aliados extranjeros (especialmente en la potencia del Norte). 

En algunos países el protagonismo de esta alianza lo asumen figuras de la Iglesia Católica, como ha ocurrido en Honduras con el Cardenal Oscar Rodríguez Maradiaga y su apoyo al golpe de Estado de 2009 y a sus actuales continuadores; en Venezuela, ese papel lo desempeña el Arzobispo de Caracas, Jorge Urosa Savino, recordado por apoyar con su firma el golpe de Estado contra Hugo Chávez en 2002, y por hacer todo lo posible para descarrillar el diálogo entre oposición y gobierno por el que clama el Papa Francisco. En otros lugares, como Guatemala, Costa Rica, Colombia, Perú, la propia Venezuela y Brasil, son figuras que emergen del movimiento neopentecostal las que levantan las banderas del fundamentalismo religioso, y detrás de ellas, se deslizan también los discursos del odio, de la homofobia, del racismo, del anticomunismo. Y ahora también del militarismo, como lo evidencia el ascenso del exmilitar y congresista brasileño del Partido Social Cristiano, Jair Bolsonaro,  segundo en las encuestas de intención de voto de cara a las elecciones presidenciales de este año, acérrimo defensor de la dictadura que se impuso en 1964, homofóbico, racista y quien ha venido ganando influencia entre los miembros de las iglesias neopentecostales del Brasil.

Aunque Costa Rica supo evitar –por ahora- el duro trance de un triunfo del partido neopentecostal, su presencia como factor real de poder, con proyección en el tiempo, es ya innegable en toda la región. Es otro rasgo de estos tiempos oscuros que vive la democracia en nuestra América.

No hay comentarios: