sábado, 28 de abril de 2018

Carlos Marx contra "el cálculo egoísta"

Hombre de síntesis, Marx integró los momentos de un racionalismo dieciochesco en retirada y del positivismo en parte optimista y en parte escéptico y lleno de hastío, a influjo de la mentalidad de su centuria implícita en el movimiento romántico y epidémico del “Mal du siècle” que describió  Chateaubriand. 

Carlos Romero Sosa / Especial para Con Nuestra América
Desde Buenos Aires, Argentina

El 5 de mayo se cumple el bicentenario del nacimiento en  Tréveris -en el antiguo reino de Prusia- de Carlos Marx, un ineludible nombre entre los actores de  la era contemporánea. Devociones o rechazos aparte, en estos tiempos de deshumanizada especialización técnica y en el plano ético de compromisos líquidos con los principios y valores declamados por parte de la mayoría de la dirigencia a nivel planetario, asombra la fuerza  del pensador capaz de imaginar  un mundo distinto y mejor al que le tocó en suerte vivir, a tono con su espíritu dado a la febril actividad conspirativa desplegada para hacer posible su advenimiento.

Claro que en ese  Marx versátil, inquieto, múltiple en sus facetas de filósofo, sociólogo, economista, periodista, militante revolucionario, autor de poemas y hasta de una inconclusa novela en su juventud, cómo no encontrar contradicciones tanto en su vasta actividad de polígrafo cuanto también en ciertos rasgos de su personalidad traducidos en actitudes. Y advertir así que el severo filósofo de la economía política y revelador de las superestructuras culturales, jurídicas, religiosas e ideológicas sobrevivientes a las relaciones de producción,  llegó a definir su propia obra, en una carta dirigida a Engels, como una “totalidad estética”. También han contado  algunos de  sus biógrafos que al gran insurrecto social no le disgustaba y por el contrario le agradaba que su esposa, Jenny Berta Julie von Vestphalen con la que se casó en 1843, usara el título nobiliario de baronesa que le correspondía. Sin embargo, es difícil hablar con propiedad de contradicciones si a quien se las imputa había escrito en “La ideología alemana” –libro firmado junto con Engels- aquello de que “no es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia”; siendo que  particularmente la existencia suya no fue fácil –murió en 1883 a poco de enviudar- y debió afrontar  la pobreza, los numerosos exilios  y las persecuciones políticas y policiales.

Hombre de síntesis, integró los momentos de un racionalismo dieciochesco en retirada y del positivismo en parte optimista y en parte escéptico y lleno de hastío, a influjo de la mentalidad de su centuria implícita en el movimiento romántico y epidémico del “Mal du siècle” que describió  Chateaubriand.  Como genio que era, muchas veces apeló para fundamentar sus tesis a construcciones intelectuales ajenas haciéndolas ingresar en su propio sistema, a veces algo forzadamente y otras repensadas y expuestas a la medida de la homogeneidad -o no tanto para Althuser- de su propia construcción teórica con la mira puesta en la praxis, idea ésta en la que Giovanni Gentile –de tanta influencia en Gramsci- vio “la llave maestra” de su filosofía.  Y así supo integrar a su esquema  la dialéctica de Hegel, de la que sacó el mejor partido en su derivación materialista. Pero también el joven Marx de la caracterización de Althuser, había incorporado la crítica a la religión del hegeliano de izquierda Ludwig Feuerbach,  contra el que  publicó más tarde -en 1845- las “Tesis sobre Feuerbach”, obra donde en la tesis 11 figura la  famosa reconvención a los filósofos que “no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”.  Y podría seguirse con su aplicado estudio del economista clásico inglés  David Ricardo, que  intentó por primera vez vincular los conceptos de valor y de trabajo, relación de la que se infiere la plusvalía. Y asimismo cabe mencionar su interés por Darwin y su teoría de la selección natural que Marx buscó adaptar al plano social,  suerte de darwinismo social en una vuelta de tuerca quizá nunca imaginada  por el naturalista inglés.
                                                          
Se ha pretendido instalar a Marx en un europeísmo sin grieta. Al respecto constituye una lectura de especial utilidad por los datos que aporta  y lo aclaratorio de las conclusiones, el libro de José Aricó, uno de los introductores con Héctor P. Agosti del pensamiento de  Gramsci en la Argentina: “Marx y América Latina” (Segunda edición, 1982). En cuanto a algún posible apresuramiento del autor de “El Capital”, por ejemplo en su defensa de la anexión de California a los Estados Unidos, podría entenderse en una inconsciente o no tanto visión común con su tan objetado Hegel que consideraba fuera de la historia al Continente Americano, donde como lo afirma en sus “Lecciones sobre la historia universal” con un determinismo geográfico que luego fue punto central en las exámenes  históricos y de la Historia del Arte del teórico del naturalismo Hipólito Taine: “La violencia de los elementos es demasiado grande para que el hombre pueda vencerlos en la lucha y adquirir poderío para afirmar su libertad espiritual frente al poder de la naturaleza”.

Por cierto la perspectiva debe orientar todo análisis retrospectivo y recién en el siglo XX, Antonio Gramsci instaló su reflexión –comenta Aricó- en una realidad que el autor italiano caracterizó como nacional y popular. No obstante será en verdad de lamentar que Marx, escribiendo a vuelapluma contra Simón Bolívar por ejemplo,  no haya enfocado su genio sobre América Latina  como sí lo hizo en 1881 con la situación de la Rusia zarista, en su famosa carta a la revolucionaria de Smolensk, fundadora del Grupo para la Emancipación del Trabajo,  Vera Zasulich.

Justamente por lo dicho merece reconocimiento la labor llevada a cabo para incorporar la realidad de  América  a su pensamiento, es decir reinterpretarlo a la luz de la historia de nuestro subdesarrollo estructural. Una tarea de la que Jorge Abelardo Ramos mucho antes de sus defecciones militaristas y menemistas, fue precursor con su obra “Marxismo para latinoamericanos” (1972). Allí trató de emancipar del mandarinato eurocéntrico, nuestras particularidades y expectativas de cambio:  La grande Europa nos envió entre los variados productos de su ingenio, su mayor proeza intelectual: nos envió el pensamiento marxista. Pero lo recibimos como un producto terminado y así lo adoptamos, sin adaptarlo a nuestras particulares condiciones históricas y sociales. De ahí que sea necesario, en consecuencia, reconquistar el marxismo para los latinoamericanos.”

Mientras tanto y a fuerza de fragmentar y desprestigiar al padre del socialismo científico, podrán  regodearse sus adversarios ante frases como las siguientes, ciertamente desafortunadas: “En América hemos presenciado la conquista de México, y nos hemos regocijado con ella. Se trata de un progreso el que un país que hasta ahora se ha visto envuelto exclusivamente en sus propios asuntos, perpetuamente escindido con guerras civiles y completamente entorpecido en su desarrollo, un país cuyo mejor prospecto había sido llegar a estar sujeto industrialmente a Gran Bretaña, sea puesto por la fuerza en el proceso histórico”.  

Sólo que,  vigente más allá de sus errores, tan machacados por los ideólogos reaccionarios, y de la caída de los mitos  erigidos en su nombre, hay otro Marx: el de la Utopía y su insignia arriada hoy por el consumismo, la banalidad en materia cultural, la prensa canalla  y el neoliberalismo  alienante. Sobre todo cabe invocarlo así a los que vivimos los setenta y fuimos, desde la confesionalidad católica y la óptica de la Teología de la Liberación, acercándonos desde la fe en Cristo -en la que muchos perseveramos- a su pensamiento. Lo sazonamos con el indigenismo de Mariátegui, los escritos de Rosa Luxemburgo, la mística del sacerdote colombiano Camilo Torres Restrepo y el Che Guevara, las reinterpretaciones de la Escuela de Frankfurt, el maoísmo agrarista y un indefinido socialismo nacional que promovía Perón desde Madrid endulzando los oídos de la “juventud maravillosa”, antes que la triple A iniciara su exterminio que profundizó y culminó en el Proceso. Varios éramos los que entendíamos entonces, no sin alguna  ingenua tentación epistemológica, el marxismo como ciencia social. Algunos recordábamos que ya uno de sus  más severos críticos, el filósofo idealista y más tarde ministro del fascismo Gentile, había reconocido en 1899 en el autor de “El Capital” “el mejor Hegel” y descubierto al creador “de un materialismo que por ser histórico ya no es materialismo”, lo cual  tranquilizaba las conciencias espiritualistas forjadas en el dualismo cristiano.

A ese otro Marx, filósofo “de finura especulativa” para el mismo Gentile e inocente de los totalitarismos con los Gulag incluidos, la brutal censura estalinista, la burocracia del social imperialismo soviético, la torpe estética del realismo socialista, el dogmatismo y en la Argentina, la alianza de la dirigencia del Partido Comunista con los sectores conservadores contra el peronismo primero y después la ambigüedad del PCA frente al genocida Jorge Rafael Videla, llegué yo a través de la lectura de Rodolfo Mondolfo, insigne maestro que desparramó a manos llenas su sabiduría en el país al que vino escapando de las leyes raciales de Mussolini y era discípulo de Antonio Labriola quien lo fuera de Engels. Y a ese inconformista de espesa barba según la iconografía corriente, endiosado y maldecido durante tantas generaciones,  dediqué el siguiente -y reciente- soneto titulado “Carlos Marx”  que lleva como epígrafe aquella frase  del Manifiesto Comunista arrojada contra  Las aguas heladas del cálculo egoísta”, expresión a un tiempo decisiva y poética.

Su texto es el siguiente: “La justicia era un árbol inclinado/ hacia un acuoso norte  decidido/ con indicante brújula en pecado/ y el cálculo egoísta en estampido./  Era árbol sin tutor, mal desplegado/ su ramaje estrujando cada nido;/ y sólo Aquel, tachado de bandido,/ lo intentó enderezar crucificado./ Hasta mediar el siglo diecinueve,/ cuando la realidad dictó otra lista/ de implacables tensiones y ardió en leña/ su tronco de atropellos en relieve,/ hachado con el filo en que se empeña,/ altivo el  Manifiesto Comunista.”

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