En 1990 aparecía por vez primera el movimiento indígena como actor colectivo, que era capaz de mover la agenda política e instalarse como interlocutor imprescindible para gobiernos, partidos políticos y organizaciones de la sociedad civil. Fueron años de optimismo y esperanzas, ya que la renovación de los sujetos político-sociales removió los vetustos modos de hacer política.
En poco tiempo, comenzó a hablarse de comunidades indígenas, de las diversas nacionalidades y pueblos que existen en el país, acuñándose el concepto de plurinacionalidad para definir tanto una realidad diversa como los objetivos políticos de los movimientos. Buena parte de las demandas de los pueblos se fueron incorporando a las constituciones de 1998, primero, y de 2008 después.
En tres décadas, las cosas han cambiado radicalmente. Caminar las calles del centro de Quito supone encontrarse con carteles redactados por los comerciantes que advierten a los ladrones que «los mataremos con nuestras manos». Una advertencia temeraria que refleja el sentimiento de buena parte de la población ante el aumento de la violencia urbana, que lleva a los quiteños a encerrarse en sus casas cuando cae la noche.
La violencia se ha desbordado en los dos últimos años, hasta niveles insoportables, mediante el crecimiento de homicidios, robos y acciones del narcotráfico. Esto llevó al presidente Guillermo Lasso a decretar el estado de excepción en varias ocasiones por «grave conmoción interna», en las provincias más pobladas del país. Sin embargo, la tasa de homicidios en franco crecimiento es la mitad del pico registrado en 2008. Lo que ha cambiado es la actitud de las autoridades.
Las muertes en las cárceles, que suman casi 400 detenidos desde 2021, se deben según Human Rights Watch al hacinamiento y la falta de control estatal: «Estos hechos violentos son un recordatorio alarmante de la incapacidad de las autoridades para controlar eficazmente las prisiones y proteger la vida y la seguridad de los ecuatorianos», señaló la directora interina para las Américas de HRW Tamara Taraciuk Broner.
Los sucesivos gobiernos ecuatorianos, desde la década progresista de Rafael Correa (2007-2017), se han empeñado en fortalecer el aparato represivo del Estado que fue desplegado con brutalidad y contundencia en las batallas callejeras de 2019 y 2022, provocando once y siete muertos, respectivamente, miles de heridos y detenidos.
Pero ese aparato armado no es utilizado para controlar a las pandillas del narco que campan a sus anchas en cárceles y calles de las ciudades, en particular en Guayaquil donde se producen el 70% de los hechos violentos. Suena curioso ver cómo los aparatos estatales se fortalecen pero abdican del monopolio de la violencia, que es una de las claves de un Estado legítimo.
El actual desastre ecuatoriano –incluyendo la posibilidad de que sea realmente un Estado fallido– es responsabilidad de los organismos internacionales como el Banco Mundial y el FMI, de los gobiernos de Estados Unidos y de las elites locales, que han impulsado políticas que destruyeron el tejido social y la capacidad de articulación de las instituciones.
El panorama es dramático: un movimiento indígena y popular cada vez más potente y enfrente un Estado militarizado, clases medias y altas cada más racistas y violentas que sólo piensan en la salvación individual. El proyecto de país ya no existe, fue devorado por las ambiciones de arriba y el temor a los sectores populares. Lo peor es que se trata de una tendencia que atraviesa a toda la región.
El choque de trenes sociales y políticos parece inevitable en una región que, recordemos, ostenta las mayores tasas de desigualdad del planeta. Este sería el primer elemento a considerar, especialmente en Ecuador: en la medida que ningún gobierno pudo debilitar a los movimientos populares, pueblos y nacionalidades originarias, el conflicto tiende a desplegarse cada cierto tiempo.
En ocasión del paro de 18 días en junio, las cosas se hubieran calmado luego de dos o tres días, ya que ninguna de las organizaciones tenía previsto una movilización tan extensa. Sin embargo, la torpeza del gobierno al detener al presidente de la Conaie, Leonidas Iza, encendió la pradera. Las comunidades desbordaron a sus dirigentes y se lanzaron a cortar carreteras, ocupar espacios públicos y marchar sobre Quito, como vienen haciendo desde hace tres décadas.
La tregua pactada para que sesionen diez comisiones que deben abordar otras tantas demandas del movimiento indígena, finaliza a principios de octubre. Pero es apenas eso, una tregua forzada por la potencia del movimiento y la fragilidad del gobierno, aunque ninguno de los dos actores estaban en condiciones de prolongar el conflicto.
Sobre el tema del título –Ecuador como Estado fallido– quisiera hacer una reflexión.
Cada vez que un movimiento social adquiere un nivel notable de fortaleza, aparecen las manadas de narcos, armadas y dispuestas a destripar el tejido social. Las modalidades cambian, pero esta película ya la vimos en Colombia, en México y en Guatemala. Ahora vemos un escenario similar desplegarse en Wall Mapu, territorio del pueblo mapuche en el sur de Chile. ¿Será casualidad?
* Periodista, escritor y pensador-activista uruguayo, dedicado al trabajo con movimientos sociales en América Latina.
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