sábado, 20 de enero de 2018

El Papa Francisco en Chile

Sin pretenderlo un revolucionario social, ni siquiera un reformador a ultranza de la Iglesia  y  hasta admitiendo que la tensión entre ésta y la modernidad no cede del todo en su pontificado; es evidente que  el argentino Jorge Bergoglio demuestra con signos, gestos y palabras que algo ha cambiado en la institución “santa y pecadora” que dijera San Agustín.

Carlos María Romero Sosa / Especial para Con Nuestra América
Desde Buenos Aires, Argentina

Hoy es 17 de enero de 2018 y anteayer arribó  Francisco a la tierra de Lautaro, el jefe guerrero de Arauco tan  admirado por el general San Martín, al punto de participar con sus compañeros independentistas de una logia conocida con su  nombre; y los dominios de Caupolicán, el toqui al que cantó  Rubén Darío: “Es algo formidable que vio la vieja raza:/ robusto tronco de árbol al hombro de un campeón/ salvaje y aguerrido cuya fornida maza/ blandiera el brazo de Hércules, o el brazo de Sansón.”
 

El Papa conoce bien  la tensa situación existente entre el estado chileno  y el pueblo mapuche secularmente reprimido, despreciado  y despojado de su habitad: “Hagamos silencio ante tanto dolor”, acaba de decir en la multitudinaria misa que celebró en Temuco, donde subrayó asimismo que no hay culturas superiores y culturas inferiores; aunque justo es decirlo muchos esperábamos más pedidos de perdón y más condenas al genocidio perpetrado por los europeos y los blancos. Lo triste es que debe hacerse cargo en este viaje a la Araucanía de algo de lo que no es responsable personalmente, aunque sí lo fue en el pasado buena parte de la Iglesia de la que él es cabeza. Como que ya el conquistador  del actual territorio de  Chile, Pedro de Valdivia, el que gustaba mutilar a los indígenas vencidos, se proclamaba católico. Y de allí para adelante, la conquista y colonización del país vecino -como es de rigor en todas  las conquistas y colonizaciones- se caracterizó también, salvo alguna honrosa excepción que de haberla confirmaría  la regla, por la crueldad y la avaricia bajo la justificación de evangelizar a los naturales.  

Pero aparte de la irresuelta cuestión mapuche: del el robo de sus tierras y la forzada culturización sin fines de integrar a los pueblos originarios, sino de crear puentes tan imprescindibles como endebles para mejor dominarlos, el país todo se caracterizó por la sumisión de las clases populares a una oligarquía que dominó económica, política y culturalmente más de una centuria de su historia. Y así en pleno siglo XX fue visto con reticencia por los sectores de poder la  clara sensibilidad social y el compromiso con lo más avanzado de la Doctrina Social de la Iglesia del sacerdote jesuita Alberto Hurtado, el Patrono de la Trabajadores beatificado en 1994 por Juan Pablo II y canonizado por Benedicto XVI en 2005. Se comprende entonces en tal contexto precapitalista y de capitalismo periférico, las persecuciones al líder comunista  Luis Emilio Recabarren y su huida a la Argentina así como  la de Pablo Neruda en 1949 y, sobre todo,  porqué después un proyecto de socialismo en democracia como el de Salvador Allende tenía que terminar trágicamente.
                                                            
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En cuanto al Papa “populista”, adjetivo con el que pretenden injuriarlo los intelectuales Juan José Sebrelli  y Loris Zanatta, denigración que halla eco en los medios concentrados y para muestra basta leer la nota del periodista Jorge Fernández Díaz publicada en La Nación -de Buenos Aires- del domingo 7 de enero último, no se cansa de hacer gestos como que al fin y al cabo el Vaticano se viene así manejando desde antiguo, aunque antes los guiños eran para otros sectores. Y nada más que al llegar a Santiago, el lunes 15,  se dirigió a la tumba de Monseñor  Enrique Alvear, conocido como “El Obispo de los Pobres y esforzado defensor de los derechos humanos durante la dictadura de Pinochet, cuando hacerlo implicaba correr  riesgos de vida. Eran los tiempos en que muchos de quienes  aquí sufríamos en forma sucesiva a Videla, Viola, Galtieri y Bignone,  llegamos a sentir  una sana envidia por la  feligresía  de la máxima jerarquía de la Iglesia chilena, el Cardenal Raúl Silva Henríquez, contracara en su compromiso humanitario del comportamiento de la mayoría de los mitrados de este lado de la Cordillera durante los años de plomo.

Sin embargo Francisco no encontró ya esa Iglesia prestigiada por  pastores de la talla de Silva Henríquez, Alvear o (Juan Francisco) Fresno Larraín, que tanto hizo por la salida democrática y por la paz entre Argentina y Chile.  En cambio escuchó quejas de los abusados por sacerdotes pedófilos y pidió perdón por sus crímenes. Sin duda una parte de su cruz es dar la cara frente a semejantes aberraciones del clero.  Mientras que otra  ha de ser  la permanente crítica que recibe de sus compatriotas argentinos atrincherados de un lado de la grieta. A ellos  les resultan intolerables  sus mensajes contra el neoliberalismo; la cara de pocos amigos con que recibió al ajustador presidente Macri en el Vaticano; su debilidad de siempre –desde que era cardenal y arzobispo de Buenos Aires- por los curas villeros; su cercanía  espiritual con Milagro Sala,  presa política desde hace dos años del feudo jujeño del gobernador Morales, aliado de Macri; su mirada solidaria para con los movimientos piqueteros  y de derechos humanos y su magisterio por el medio ambiente vertido en “Laudato si”, encíclica donde se debieran reconocer como pecadores públicos los sojeros que desmontan en forma criminal y los intereses petroleros que ocupan en la nuestra Patagonia territorios de los pueblos ancestrales.

Bien que les hubiera gustado a los poderosos de aquí, un Sucesor de Pedro ultraconservador en todos los aspectos y sobre todo en el orden temporal. Alguien previsible en sus tratos con la injusta organización del planeta según el dictado de las grandes potencias  y no el hombre de blanco y con sandalias del pescador que propone a los jóvenes “hacer lío” “contra la paz del mundo”, por decirlo con el título de un viejo poemario del franciscano argentino Fray Antonio Vallejo, un par generacional de Jorge Luis Borges, Leopoldo Marechal y Francisco Luis Bernárdez.

Cómo se habrán desengañado los reaccionarios católicos preconciliares que se rasgan las vestiduras porque homenajeó a Lutero en Suecia, al no hallar en Francisco al amigable viajero a su patria gobernada por prósperos  empresarios. Y  cuánta  solidaridad de clase  es la que demuestran por estos días con el plutócrata Sebastián Piñera –al que no concedió audiencia privada-, reciente ganador de la elección presidencial con la autorreconocida ayuda del Banco Mundial que fraguó en su favor datos económicos del gobierno de Bachelet.  

Sucede que Francisco no reivindica para sí boato eclesiástico a lo Julio II Della Rovere, ni una corte del tipo de la de Clemente VII Médici,  ni el título pagano de “pontífice” en vez del  de Siervo de los Siervos de Dios, que a todas luces debe preferir el pastor que desde el primer día de su elevación a la Cátedra de San Pedro  viene instruyendo a sus hermanos en el episcopado  que lo sean  “con olor a oveja”. Un mensaje, por lo que se advierte, mejor recibido por las reclusas de la santiaguina prisión de San Joaquín, a las que visitó ayer reclamando por su dignidad humana después de escuchar que en Chile la pobreza se castiga con la cárcel, que por muchos de los apoltronados obispos de los cinco continentes.        

Sin pretenderlo un revolucionario social, ni siquiera un reformador a ultranza de la Iglesia  y  hasta admitiendo que la tensión entre ésta y la modernidad no cede del todo en su pontificado; es evidente que  el argentino Jorge Bergoglio demuestra con signos, gestos y palabras que algo ha cambiado en la institución “santa y pecadora” que dijera San Agustín. Un cambio que con marchas y contramarchas viene anunciándose desde Juan XXIII y el Concilio Vaticano II.  Lenta transformación, es cierto, pero  que permite  que muchos católicos del presente, con renovada esperanza, podamos  sentir a nuestra Iglesia  más próxima a las divinas enseñanzas de Jesús, el  carpintero de Nazaret, que a los mezquinos intereses humanos que en tantas ocasiones gravitaron irrefrenablemente en su seno. 


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