sábado, 9 de junio de 2018

Colombia en la OTAN. ¿Solo esa nación?

No es que la OTAN entra a Colombia, aunque en esa nación hay bases militares y destacamentos armados, amparados al apoyo logístico de Estados Unidos y otras potencias militares del Norte Atlántico. El asunto es que es Colombia la que entra a la OTAN lo que significa, ni más ni menos que Colombia abandona su tradicional guiño diplomático a los acuerdos de paz subregionales y regionales.

Jaime Delgado Rojas / AUNA-Costa Rica

La decisión del gobierno colombiano de integrarse a la OTAN rompe con una tradición, nada reciente en Nuestra América, de propiciar esfuerzos muy nuestros, hacia la creación de zonas de paz. Pero además esa acción pone en alerta, o debiera, a sus naciones vecinas, la mitad de la subregión, suscritores de tratados de entendimiento mutuo que, como el de proscripción de armas nucleares de 1968, crearon valiosa doctrina a nivel global.

Podríamos señalar que los esfuerzos hacia la construcción de la paz regional datan de los orígenes emancipatorios con los Tratados de Unión, Liga y Confederación Perpetua suscritos por Colombia y sus vecinos entre 1822 y 1826 donde se marcaba el ideal de autodeterminación y defensa común frente a la amenaza de las potencias europeas unidas en la Santa Alianza: para entonces, aquel acuerdo europeo contaba con expresiones muy sólidas en el Continente Americano: la Doctrina Monroe de 1823 y el Imperio Brasileño de los Braganza afincado en esa colonia suramericana desde 1807.

Esos esfuerzos en América Latina, durante el Siglo XX, tendrán el doble juego de amistad y confianza con los vecinos del Sur, pero de posiciones ambiguas o sometimiento a la potencia del Norte. En el panamericanismo, desde el Congreso de Washington de 1891-93, se evidenciará esa tensión constantemente, cuyo encuentro inicial fue analizado, en calidad de testimonio y denuncia, por José Martí.

En pleno ambiente bélico mundial, hubo valiosas definiciones sobre cultura de paz regional: el 26 de diciembre de 1933 en Montevideo, Uruguay, en la Convención sobre la Enseñanza de la Historia, se recomendó, entre otras, la eliminación de “los paralelos enojosos entre los personajes históricos nacionales y extranjeros, y los comentarios y conceptos ofensivos y deprimentes para otros países”. En coherencia se enseñaba no juzgar “con odio” o falsear “los hechos en el relato de guerras o batallas cuyo resultado haya sido adverso”; al contrario, se pedía que se destacara lo que “contribuya constructivamente a la inteligencia y cooperación de los países americanos.

Desde los años 50 del siglo anterior y acogiendo la herencia bolivariana del periodo emancipatorio, se generaron encuentros e instituciones regionales en las que fue común encontrar alusiones a la paz, construcciones de zonas de paz y referencias a una cultura de paz, en instrumentos de carácter internacional o regional.

Este fondo marcó las retóricas de los participantes en la Conferencia de Tlatelolco de 1968, donde se gestó una propuesta de contención y resistencia a la carrera armamentista internacional, se creó una zona libre de armas nucleares y se estableció un organismo de derecho internacional para la vigilancia de los acuerdos, la OPANAL. Es notorio como esta zona, al sur del Trópico de Cáncer, se traslapaba con la región del TIAR, el acuerdo de cooperación mutua en seguridad y asistencia militar suscrito a nivel continental en 1947 bajo la dirección de la política exterior norteamericana, el que, a su vez, coincide en contenido y geografía, con la zona militar de la OTAN en la parte de Norteamérica. Los latinoamericanos recordamos que el TIAR, aunque invocado por Argentina en el conflicto armado con el Reino Unido en la guerra de las Malvinas (1982), no fue atendido pues en aquella oportunidad prevaleció el interés geoestratégico de la OTAN y la relación estrecha entre Margaret Thatcher y Ronald Reagan.

Contenidos de cultura de paz los encontramos en instrumentos subregionales que cuentan con la firma colombiana en la Comunidad Andina (1989, 2002 y 2004) y en América del Sur (2002), que conciben la paz como resultado deseable de un conflicto existente o potencial en el que participa, al menos dos Estados.

Con la creación de la Unión de Naciones de Sudamérica, esa idea de una zona subcontinental de paz queda formulada en su acuerdo constitutivo en el 2008, con alusiones a contenidos de la cultura de paz más amplios: “(…) irrestricto respeto a la soberanía, integridad e inviolabilidad territorial de los Estados; autodeterminación de los pueblos; solidaridad; cooperación; paz; democracia; participación ciudadana y pluralismo; derechos humanos universales, indivisibles e interdependientes; reducción de las asimetrías y armonía con la naturaleza para un desarrollo sostenible.”

También en el 2012, en Lima se respalda la “promoción en la región de una cultura de paz basada, entre otros, en los propósitos del Tratado Constitutivo de UNASUR y en los principios de la Declaración y Programa de Acción sobre Cultura de Paz de las Naciones Unidas”. Dos años después, en la Cumbre de la CELAC celebrada en La Habana, los 34 mandatarios del subcontinente suscribieron una Declaración en la que definen esta región como Zona de Paz y donde reiteran los acuerdos y compromisos subregionales anteriores sobre desarme nuclear, paz y cooperación, solución pacífica de controversias, etc.

Claramente la paz, como lo enseñara Héctor Gros Espiell, “es una aspiración universal de entrañable raíz humana (…) fundada en una idea común a todos los miembros de la especie humana”: es un derecho humano, aunque no haya un instrumento de derecho internacional que lo legitime.

Es notable que, casi simultáneamente, en Colombia se legisló a favor de la cultura de paz en el 2014, en correspondencia con el art. 22 Constitucional, al igual que en Costa Rica con una ley que legitimaba el derecho a la paz, en correspondencia con su art. 12 Constitucional y la Declaración de Neutralidad de 1983.

El derecho a la paz es, entonces, parte integrante de la ética jurídica y política; en tanto solidaridad, justicia y fraternidad implica a los “otros” y supone no simplemente tolerancia, sino respeto a las diferencias y convivialidad, en un compromiso estatal y regional.

Sin embargo, la realidad es terca y arrogante. No es que la OTAN entra a Colombia, aunque en esa nación hay bases militares y destacamentos armados, amparados al apoyo logístico de Estados Unidos y otras potencias militares del Norte Atlántico. El asunto es que es Colombia la que entra a la OTAN lo que significa, ni más ni menos que Colombia abandona su tradicional guiño diplomático a los acuerdos de paz subregionales y regionales, como los de Armas Nucleares de 1968 y los más recientes en la Comunidad Andina, UNASUR y CELAC. Significa que ahora la OTAN tiene límites muy bien marcados con, al menos, 11 países de América Latina y se sobreponen a los límites geográficos que se habían establecido en los acuerdos de Tlatelolco.

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