sábado, 12 de diciembre de 2020

Argentina: Balance, ¿un año o un siglo?

 El planeta ha dado gritos y sus efectos se padecen por doquier, sin embargo los sordos se entusiasman con que el agua cotice en la bolsa de Nueva York; extremos grotescos en la parodia humana como si no importaran miles de millones de seres condenados a muerte. Imposible creer que ha sido un año, han sido décadas. Un siglo tal vez, como en esas divisiones que suelen proponer los historiadores marcando hitos trascendentes.

Roberto Utrero Guerra / Especial para Con Nuestra América

Desde Mendoza, Argentina


Aquella multitud esperanzada llegada desde todos los rincones del país para celebrar la asunción del presidente Fernández, luego de cuatro años de caída libre en el neoliberalismo, estábamos eufóricos. Pensábamos que nada peor nos podía pasar. ¡Que equivocados estábamos! Nos aguardaba un año atroz. Justamente, aquellos días de diciembre de 2019 había comenzado a circular el coronavirus, cobrando sus primeras víctimas en un lejano y desconocido pueblo de China que en pocos meses se extendería al mundo. 2020 cortó en dos la historia reciente de la humanidad. Hay un antes y un después.
  

Pero entonces no lo sabíamos, entusiasmados con dejar atrás las penurias pasadas por el grupo empresario que hizo a su antojo en la gestión pública, hicimos lo posible para viajar y estar presentes frente a la Casa Rosada, donde los artistas se convocaron para realizar un espectáculo previo a las palabras de los nuevos representantes elegidos por el pueblo.

 

Hacía un calor húmedo, por momentos asfixiante, mezclado con humo de los puestos de los clásicos choripanes, junto con vendedores de banderitas argentinas. Eran miles de personas que desembocaban desde todas las arterias que llegan a la Plaza. Cánticos y abrazos. Había un clima de fiesta como en las celebraciones del Bicentenario.

 

Sabíamos de la abultada deuda, del desguace del aparato estatal, de la corrupción instalada en el ministerio público, de las persecuciones y prisiones arbitrarias. De la instalación de la mentira y la falacia en la gestión pública, del recorte de los fondos asignados a los sectores más desprotegidos. La lista era extensa como extenso el daño ocasionado a la sociedad en su conjunto. 

 

Todos los avances logrados en la integración regional como bloque independiente, se habían derrumbado. La docilidad al imperio recordaba a las relaciones carnales de los noventa. 

 

Era previsible el esfuerzo a realizar, dado que era parte de la experiencia acumulada y Alberto Fernández no se cansaba de decir, con Néstor ya lo vivimos, sacamos del país de la peor de las crisis; tenemos experiencia.

 

Con un equipo de sólidos profesionales e investigadores que hacían su debut en la gestión pública, encaró la ardua tarea de tener un diagnóstico aproximado de la devastación ocurrida, anticipándose a rechazar la parte faltante del préstamo otorgado por el FMI al gobierno saliente, cuya amortización debía frenarse para intentar el crecimiento de la economía. Allí se incorporaron Martín Guzmán y Matías Kulfas para encarar el primero, las negociaciones con el Fondo por la deuda y el segundo articular la producción, en un oscuro panorama de pymes cerradas y un desempleo histórico. Los niveles de pobreza y gente en la calle exigían medidas urgentes, al menos brindar ayuda en las tradicionales fiestas de diciembre. En semanas se hizo lo que en cuatro años arrasó el mentado y mentido mejor equipo de los últimos cincuenta años. 

 

El compromiso de dar vuelta de página se asumió con total responsabilidad y, sobre todo, sensibilidad social.

 

Pero aquel lejano martes de festejo no sabíamos nada ni menos podíamos llegar a imaginar lo que viviríamos a partir del 20 marzo, en que todos quedamos encerrados en el lugar donde nos sorprendió el anuncio del confinamiento obligado. 

 

El miedo nos paralizó a medida que las noticias de España e Italia dominaban los noticieros, la gente se moría en las calles sin atención médica y las autoridades se debatían asombradas e impotentes. Los medios tan perplejos no medían sus efectos ni consecuencias. Algunos no dudaron en introducir la palabra guerra en sus descripciones. Dada su magnitud, comenzó a ser una cuestión de Estado; menos mal que al menos comenzó a extenderse esa tendencia y se pudo centralizar las decisiones y los recursos disponibles y potenciales.

 

Alberto Fernández ni ningún gobernante de país emergente tampoco lo sabían. Se iban a enfrentar a una pandemia que paralizaría todas las actividades con las medidas de reclusión y aislamiento aconsejadas por la OMS. Que la economía se vendría a pique y que la gestión de la salud requeriría de esfuerzos jamás imaginados. Que la población de mayor riesgo serían los mayores de 65 años, jubilados o no, justamente uno de los sectores más castigados por las políticas excluyentes, las mismas que había elevado la pobreza a porcentajes vergonzantes. Porque en las villas, donde la gente vive hacinada sin los mínimos servicios, también sería la primera en contagiarse de ese virus desconocido que amenazaba extenderse por los rincones y arrasar con todos. 

 

El cuadro local era desolador, un ministerio relegado a Secretaría, hospitales y laboratorios desmantelados e investigadores en franca fuga. Se hicieron esfuerzos extraordinarios. Hubo que organizar y asegurar la provisión y distribución de alimentos, medicamentos, camas de terapia intensiva en todas y cada una de las provincias. Médicos, enfermeras, personal de apoyo, FFAA y de seguridad. Todo un ejército emergió desde las entrañas de la sociedad y se hizo cargo de protección y cuidado de la salud de todos los habitantes. Fue una prueba de complementariedad y eficiencia entre las organizaciones civiles, empresas privadas, organismos públicos y administraciones de los diversos niveles. Un ministerio de salud central tomó la posta de monitorear el avance diario de la enfermedad localizada geográficamente a los efectos de trazar estrategias preventivas. Hubo que asimilarse a protocolos comprobados impuestos por la OMS, los centros de investigación, las universidades, las asociaciones profesionales. Un consejo de científicos y epidemiólogos fueron organismos de consulta para las decisiones gubernamentales, de las que participaron autoridades nacionales, gobernadores e intendentes. Un estrecho diálogo democrático permanente en función del bienestar general como nunca se había dado. Todos estaban obligados a participar cualquiera fuera su ideología e interés particular.

 

Claro, esto duró mientras duró la sorpresa y el pánico de las primeras semanas. Luego, como en la noche de San Juan: se despertó el bien y el mal, la zorra pobre al portal, la zorra rica al rosal y el avaro a sus riquezas. La oposición recobró sus bríos, volvió la usina crítica de periodistas a sueldo y los cansados del encierro enarbolaron sus inalienables derechos y salieron a la calle desafiando al virus. Una pléyade de divulgadores de absurdos salió a profetizar mentiras, desde terraplanistas a antivacunas. El “no sé pero me opongo” cobró montones de adeptos.

 

Las grandes empresas formadoras de precios, los bancos y financieras, las grandes prestadoras de servicios relacionadas con el empresariado transnacional continuarán concentrando ganancias mientras la mayor parte de la población verá relegada sus expectativas, agradecida de haber sobrevivido a la enfermedad y a la espera de la vacuna salvadora a la que podrá acceder, tal vez antes de fin de año. Con ese horizonte se da por bien pagada.

 

En los nueve meses transcurridos se contagiaron más de un millón y medio de personas, se recuperaron un millón trescientos mil y fallecieron 40 mil. Partieron personas inolvidables, muy queridas por todos.

 

El detenimiento colectivo obligó a la reflexión. Científicos y pensadores se han expresado de diversa manera alertando y dando sus opiniones. El Papa Francisco dio a conocer su encíclica Fratelli tutti que se agrega a Laudato Si. Las religiones y las diversas corrientes espirituales también se han manifestado contra un materialismo exacerbado, el culto individualista y la avaricia y la soberbia descontroladas. Quienes tienen la sartén por el mango siguen como si nada. Si la tierra se agota se buscan alternativas… 

 

El planeta ha dado gritos y sus efectos se padecen por doquier, sin embargo los sordos se entusiasman con que el agua cotice en la bolsa de Nueva York; extremos grotescos en la parodia humana como si no importaran miles de millones de seres condenados a muerte. Imposible creer que ha sido un año, han sido décadas. Un siglo tal vez, como en esas divisiones que suelen proponer los historiadores marcando hitos trascendentes.

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