sábado, 9 de enero de 2021

Salud sin negocio

Cuba ha priorizado a lo largo de su historia reciente el desarrollo de su sistema médico y de su industria biofarmacéutica, con resultados reconocidos a nivel internacional. 

Amaury Valdivia / Brecha

Desde La Habana 

 

El Instituto Finlay de Vacunas, en Cuba, anunció la semana pasada el comienzo de la segunda fase de pruebas para Soberana-02, una de las vacunas que prepara contra el covid-19. Soberana-01, la otra propuesta en la que trabajan los investigadores del Finlay, puede pasar a la etapa de estudios avanzados a principios de enero. Al oeste de La Habana, en otra de las instituciones del polo científico que 40 años atrás fundó Fidel Castro, el Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología, se llevan adelante los proyectos de Abdala y Mambisa, que, junto con los del Instituto Finlay, pretenden asegurar para la isla una vacuna propia contra el nuevo coronavirus.

 

«Nuestro objetivo es no depender de las grandes farmacéuticas», acotó recientemente el vice primer ministro y exministro de Salud Pública Roberto Morales, al saludar los avances de los estudios, certificados por la Organización Mundial de la Salud (OMS). En la misma cuerda, la directora de Investigaciones del Instituto Finlay, Dagmar García, resaltó que esos esfuerzos, «para los que trabajamos sin descanso desde hace meses», tienen por meta que «nuestro pueblo no sufra las limitaciones de acceso a las vacunas que se verán en el mundo durante 2021».

 

AUTARQUÍA NECESARIA

 

Lo que en cualquier otro sitio pudiera considerarse paranoia, en Cuba no es más que sentido común. Sin ir muy lejos, en el comienzo de la pandemia, la isla consiguió aplanar la primera ola de contagios, echando mano a sus reservas de medicinas y a las materias primas genéricas que había acopiado para mantener funcionando su industria biofarmacéutica (véase «Nadie abandonado», Brecha, 20-III-20). En cuestión de días, las líneas de producción fueron reconvertidas para elaborar una veintena de los cerca de 30 medicamentos que la experiencia asiática recomendaba como fundamentales para combatir la infección. De no haber existido esa posibilidad, cientos o tal vez miles de personas hubieran muerto además de las 137 que fallecieron a causa de la enfermedad desde el inicio de la pandemia.

 

A la escasez de insumos que por entonces enfrentaron la mayoría de los gobiernos, el de Cuba debió sumar la persecución reforzada de la administración de Donald Trump, incluso contra donaciones enviadas desde terceros países. El caso más mediático fue el del multimillonario chino Jack Ma, propietario de la compañía Alibaba, quien a finales de marzo pretendió hacer llegar a la isla un cargamento de mascarillas y pruebas PCR, como parte de un programa de asistencia coordinado por la OMS, que ya había beneficiado a Estados Unidos y a varios Estados miembros de la Unión Europea. Ninguna aerolínea se atrevió a transportar aquella carga hasta La Habana, luego de que funcionarios de la Casa Blanca iniciaran una campaña de amenazas que, en las semanas siguientes, se extendió a empresas proveedoras de equipamiento sanitario y materias primas.

 

Para el 19 de agosto, cuando el Instituto Finlay notificó a la OMS sobre el comienzo de los ensayos clínicos de Soberana-01, ya la industria electromédica local trabajaba en la fabricación de dos modelos de respiradores artificiales con los que renovar la envejecida planta tecnológica de muchos hospitales de provincia. Lo hacía, además, con la urgencia de reemplazar a proveedores históricos, como las suizas IMT Medical y Acutronic Medical Systems, que, en el momento más grave de la pandemia y tras ser compradas por Vyaire Medical Inc., una empresa estadounidense, habían recibido la orden de «suspender toda relación comercial con Medicuba», la corporación estatal cubana encargada de importar equipamientos médicos.

 

Es una guerra en muchos frentes, explicó ante la Asamblea Nacional, a mediados de este mes, Eduardo Martínez, presidente de Biocubafarma, el holding corporativo que agrupa a la industria científica cubana. «Al principio, se concentraban en cortarnos las cadenas de proveedores y en entorpecer los intercambios con investigadores de otros países, ni siquiera de Estados Unidos. En los últimos meses, también han apostado por impedir que podamos pagar las importaciones que necesitamos, con amenazas a los bancos y otras acciones por el estilo. Incluso los cuatro proyectos de vacunas se han visto afectados por esa persecución.»

 

MÁXIMA PRIORIDAD

 

A mediados de los años sesenta del siglo pasado, el Instituto Finlay abrió sus puertas bajo la premisa de defender un modelo de ciencia contrapuesto al de Estados Unidos; incluso desde su nombre. Carlos J. Finlay fue un prestigioso médico cubano de la segunda mitad del siglo XIX que por décadas luchó contra la fiebre amarilla y otras enfermedades tropicales que diezmaban a la población del Caribe. Luego de una vida de investigaciones, logró determinar la importancia de vectores como el mosquito Aedes aegypti y plantear el modelo de control epidemiológico en la materia que todavía se aplica en el mundo. La contracara de Finlay fue el estadounidense Walter Reed, un médico militar llegado a Cuba durante la llamada Primera Intervención (1899), que continuó los estudios del cubano, pero terminó llevándose el crédito por sus descubrimientos. Hoy, su nombre es el del hospital militar central de los Estados Unidos, precisamente donde Donald Trump fue internado para recibir tratamiento por su supuesto contagio de covid-19.

 

La quijotesca pretensión de Fidel Castro al fundar el Instituto Finlay sigue siendo la del discurso oficial cubano, a pesar de la difícil situación económica por la que atraviesa la isla, a la que no escapan siquiera sus científicos. En 2018, una serie de la televisión nacional que insistió en mostrarlos como personas de carne y hueso suscitó impresiones encontradas. Pero Adrián, un bioquímico, asegura a Brecha que la mayoría de aquellas historias eran ciertas. «Yo soy de una provincia, y, para poder quedarme a trabajar en la capital, tuve que pasar años viviendo en alquileres pagados con los quesos que traía para revender en La Habana. Hasta que a mi esposa y a mí nos dieron un apartamento, no pudimos pensar en tener hijos, y con los salarios tenemos que hacer los mismos malabares que todo el mundo. Pero como mismo te digo eso, también te aseguro que en mi laboratorio la gente está dejándose la vida para que la vacuna salga, sin pensar en beneficios materiales.»

 

Una vez por semana, el presidente Miguel Díaz-Canel suele reunirse con líderes de la comunidad científica o visitar la zona oeste de la capital, jalonada por centros biofarmacéuticos. Una fuente cercana al Palacio de la Revolución reveló a este reportero que las solicitudes que llegan de esos centros tienen prioridad a la hora de repartir los pocos recursos de que dispone el Estado. «Queremos y pensamos que podremos contar con nuestra propia vacuna antes de que termine el primer semestre de 2021», anticipó el vice primer ministro Morales en un recorrido reciente por policlínicas de la ciudad de La Habana.

 

«Y deberá ser asequible para todos los países que la necesiten y distribuida a través de mecanismos de cooperación como el que pretendemos establecer con la Organización Panamericana de la Salud», señaló Díaz-Canel durante su participación en la cumbre de la Unión Económica Euroasiática, a la que Cuba ingresó en calidad de observadora a mediados de este mes. Idealismo irresponsable ante la circunstancia de su país acosado por la escasez o espíritu solidario a toda prueba, la interpretación de tal postura queda a cargo de quien la analice. Lo cierto es que, desde la impensable estatura de su subdesarrollo, la isla pugna –codo a codo con las grandes potencias– en la batalla científica contra el coronavirus.

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