sábado, 7 de mayo de 2022

La libertad vigilada de los libertarios

 El nuevo mote de “libertario” fue una estrategia conocida en los negocios: cuando una empresa está quebrada por las deudas, se la declara en bancarrota, se le cambia el nombre y se continúa con en el mismo negocio. Lo mismo ha ocurrido con el neoliberalismo.

Jorge Majfud / Página12


El gobernador Ron DeSantis de Florida ha prohibido 54 libros de matemáticas alegando que incluyen la Teoría crítica de la raza y nuevos métodos pedagógicos que, según él, “no son efectivos” como el Aprendizaje social y emocional (SEL). No explicó ni discutió qué párrafos de las matemáticas pueden ser antirracistas, pero dio una conferencia de prensa con el estilo propio de los políticos de la negación: con furiosa obviedad sobre cómo se creó el universo, la moral y el sexo de los caracoles.

 

Los medios y las plataformas crean una necesidad psicológica y los políticos de la negación venden a los consumidores la droga que los alivia, droga con todos los ingredientes reaccionarios que se puedan imaginar: seguridad, inmediatez, victimización. Algunas alucinaciones son tan viejas como la Teoría del genocidio blanco, inventada en el siglo XIX cuando los negros se convirtieron en ciudadanos, casi en seres humanos.

 

Esta política de la negación profundiza y limita la discusión de la política de identidad (como la negación del racismo; la negación de la existencia de gays y lesbianas) silenciando la matrices como la existencia de una lucha de clases y cualquier forma de imperialismo propio. Si de eso no se habla, eso no existe.

 

Este producto se vende tan bien que, como ha ocurrido desde hace siglos, se ha exportado manufacturado a las colonias del sur. Por ejemplo, solo el nombre “libertarismo”, ahora bandera de figuras ascendentes de la extrema derecha en América latina como el argentino Javier Milei, es una copia literal de los “libertarians” que surgieron en Estados Unidos como reacción a la humillante elección de un mulato como presidente de Estados Unidos en 2008. Como el Tea Party, estos grupos siempre se justifican en una tradición que toman de los llamados Padres Fundadores. Incluso en Argentina y Brasil se han usado la bandera amarilla con la serpiente que representaba la unión de las Trece Colonias y que enroscada sobre el lema “No pases sobre mí” más bien parece un emoji de excremento humano. También en Europa, en América latina y hasta en Hong Kong los grupos de derecha han ondeado la bandera racista y esclavista de la Confederación.

 

Muchos estadounidenses que flamean esta bandera en sus 4×4 se sorprenden cuando uno les recuerda que es la bandera del único grupo que estuvo cerca de destruir el país que dicen defender (Estados Unidos) con el objetivo de mantener la esclavitud y el privilegio de los blancos. Muchos ni siquiera lo saben porque en este país la historia cruda es uno de los tabúes más consolidados.

 

No sin paradoja, fue un conservador libertario, el representante por Texas y candidato a la presidencia Ron Paul, quien reconoció y condenó la tradición imperialista de Washington y la responsabilidad de los líderes latinoamericanos como Fidel Castro y Hugo Chávez. “Nosotros no recordamos nada y ellos no se olvidan de nada”, dijo en un debate. Por esta insistencia, fue silenciado por la gran prensa y muchos de sus seguidores (entre ellos algunos de mis ex estudiantes, quienes continúan militando en política) se convirtieron en votantes del socialista Bernie Sanders.

 

El nuevo mote de “libertario” fue una estrategia conocida en los negocios: cuando una empresa está quebrada por las deudas, se la declara en bancarrota, se le cambia el nombre y se continúa con en el mismo negocio. Lo mismo ha ocurrido con el neoliberalismo. Impuesto a la fuerza de las armas en Chile con Pinochet y por la fuerza de los bancos internacionales en decenas de otros países en los 80s y 90s y, más recientemente, con Mauricio Macri en Argentina y Luis Lacalle Pou en Uruguay, siempre ha terminado en un doloroso fracaso, no sólo económico sino social. Fracaso, naturalmente, no para sus intereses de clase.

 

Libertario y neoliberal son la misma cosa, pero los libertarios le agregaron la furia de Savonarola y Lutero. Es la misma diferencia que hay entre el sermón pausado de un sacerdote católico y la arenga sudorosa de un pastor protestante. ¿Recuerdan aquellos muchachos tan amables con acento inglés que predicaban barrio por barrio salvando almas (sobre todo las suyas) allá en los 70s y 80s? Bueno, la semilla ha dado frutos.

 

Contrario a las de los Padres Fundadores estadounidenses que insistían en separar la religión del Estado (herencia de los filósofos de la Ilustración), los libertarios han metido al misionero en los gobiernos. En Brasil organizaron rezos en un congreso; la misma esposa del presidente Bolsonaro es una influyente pastora; en Costa Rica la esposa de un candidato “hablaba en lenguas” para apoyar la campaña electoral; más recientemente el diputado Milei argumentó en la cámara contra los impuestos citando la Biblia: los judíos se fueron de Egipto para escapar de la esclavitud y de los impuestos, como ahora se van los empresarios de Argentina. La lista es larga y significativa.

 

La política de la negación es la política del exitismo frustrado: “la derecha sabe gobernar pero tiene mala suerte”, por eso fracasa siempre. El sentimiento de frustración fue una razón para que tantos millones de europeos civilizados apoyasen el fascismo y el nazismo hace cien años. Si ya no lo vemos venir, es porque estamos dentro de ese absurdo suicida.

Por si todo este fanatismo fuese poco, el gobernador DeSantis, como ahora sus remedos del Sur, también insiste en que los profesores y los activistas por los derechos civiles adoctrinan a los jóvenes, pero ¿qué adoctrinación es más radical que enseñar a negar la historia en nombre de Dios, la libertad, la patria y la familia?

 

¿Qué hay más adoctrinador que repetirle a los niños que somos los campeones de la libertad? Que nunca invadimos para defender intereses económicos sino, como decía Roosevelt y los esclavistas, por altruismo, para llevar la libertad a los países de negros que no saben gobernarse. ¿Qué hay más adoctrinador que negar los horrores de una historia de la que no somos responsables pero la adoptamos cuando decimos “nosotros” y acto seguido negamos haber hecho nada malo?

 

¿Qué más radical que presentar a los tradicionales opresores de clase, de género y de etnias ajenas como víctimas?

 

¿Qué más radical que el poema de Kipling, “La pesada carga del hombre blanco”, bandera del imperialista feliz que en una mano cargaba la Biblia y en la otra el látigo?

 

¿Qué más radical y qué peor adoctrinación que la política de la negación que permite que se comentan viejos crímenes colectivos como si fuesen nuevos derechos tribales?

 

¿Qué más radical, dogmático, doctrinario e hipócrita que llenar tribunas con discursos contra la “cancel culture” (cultura de la cancelación), furiosos discursos sobre la libertad y, apenas llegan al poder se dedican a aprobar una y otra vez leyes prohibiendo decir esto, discutir aquello, hacer lo otro? La misma hipocresía de los esclavistas de Estados Unidos que defendían la expansión de la esclavitud en nombre de la libertad, el orden y la civilización. Nada diferente a los dictadores latinoamericanos promovidos por las Transnacionales, herederas de los poderosos esclavistas sureños.

 

Esta derecha rancia y rejuvenecida a fuerza de cirugía es tan libertaria que solo prohíbe algo cuando los de abajo amenazan con obtener o conservar algún derecho. Siempre en nombre de la Ley y el Orden. Como decía Anatole France, “la Ley, en su magnífica ecuanimidad, prohíbe, tanto al rico como al pobre, dormir bajo los puentes, mendigar por las calles y robar pan”.

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