sábado, 17 de diciembre de 2022

El largo rastro del virus

Cuanto más pequeño es el viajero más fácilmente pasa las barreras, y el virus se filtró por todas partes con una eficiencia que les hace honor a todos nuestros avances: el de la velocidad, el de la comunicación, el de la igualdad, el de la globalidad. El virus mostró sus credenciales modernas: veloz, omnipresente, igualitario, “viral” y universal.

William Ospina / El Espectador

Metrópolis sin gente, cielos sin aviones, la lógica implacable de la realidad detenida bruscamente por una ansiosa alarma planetaria… no dejó de ser un alivio en medio de la angustia y aun del pánico descubrir que el mundo puede cambiar de la noche a la mañana, que hay cosas sorprendentes e imprevisibles que pueden ocurrirle de pronto, no a los individuos como es costumbre, sino a la humanidad.
 
Ese invento antiguo y creciente, la globalización, nunca se había hecho sentir de un modo tan vasto y unánime. Es verdad que vivimos ya una cultura mundial, unas costumbres harto homogéneas, pero la mezquindad de los poderes y la arbitrariedad de los Estados siguen manteniendo bien trazadas sus fronteras para los débiles y sus murallas para los desesperados. Esas fronteras por las que pasan con la misma libertad los pájaros y los capitales, siguen cerradas para los seres humanos cuando no los lleva la opulencia sino la necesidad.
 
Pero cuanto más pequeño es el viajero más fácilmente pasa las barreras, y el virus se filtró por todas partes con una eficiencia que les hace honor a todos nuestros avances: el de la velocidad, el de la comunicación, el de la igualdad, el de la globalidad. El virus mostró sus credenciales modernas: veloz, omnipresente, igualitario, “viral” y universal.
 
Nos recordó que esta civilización es un gigante de pies de barro, nos separó físicamente y nos unió de un modo fantasmal, nos recordó, como decía el poeta, que “la muerte a todos nos saluda sin cortesía”. Por unos días logró que el mundo dejara de ser la feria de vanidades de la especie humana, y hasta insinuó una edad en que volvían a ser libres y visibles los ciervos y los osos, todas esas criaturas que hace siglos viven a la defensiva, escondidas y sitiadas por eso que llamaba Álvaro Fernández Suárez “la terrible mirada del hombre”.

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