sábado, 7 de enero de 2023

¿El fin de la historia o el fin del capitalismo?

La humanidad ha de encontrar cuanto antes otra forma de organización política y económica, que ofrezca realmente soluciones a los problemas principales de los seres humanos. Debemos comenzar a definir con claridad qué mundo queremos construir y qué estrategia vamos a usar para ello.

Pedro Rivera Ramos / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá

Hace treinta años salía publicado el polémico libro “The End of History and the Last Man”, escrito por el ensayista y politólogo estadounidense de origen japonés Francis Fukuyama. Esta obra vendría a ser una ampliación de las tesis triunfalistas que este autor adelantara en su ensayo ¿El Fin de la Historia?, donde aseguraba que con el desplome del comunismo en los países de la Europa del Este y el fin de la Guerra Fría, comenzaba en todo el mundo una etapa final de la historia, que se iba a caracterizar por un lado, por la ausencia de batallas ideológicas y revoluciones violentas que amenazaran al capitalismo con ideologías alternativas, y por la otra, por el triunfo definitivo del sistema capitalista y las democracias liberales occidentales sobre el socialismo. Para Fukuyama, el capitalismo es el sistema político más perfecto que ha podido concebir el género humano y el único capaz de satisfacer las necesidades de los hombres a través de la actividad económica.
 
Todo el pensamiento de Fukuyama en las obras citadas, está basado fundamentalmente en su interpretación personal de los hechos ocurridos en el mundo a partir de 1989, con la caída del Muro de Berlín, la desintegración de la antigua Unión Soviética y en un concepto hegeliano de la historia como proceso dialéctico, muy utilizado en su tiempo por Carlos Marx. Es desde aquí que se construye entonces, las controversiales ideas del “fin de las ideologías” y del “fin de la historia”; está última ya anunciada por el filósofo Hegel en 1806, durante la victoria de Napoleón en la batalla de Jena sobre la monarquía prusiana.  Profecía tan vieja como la historia del cristianismo. Pero ésta, la de Fukuyama, es la del intelectual a sueldo del Departamento de Estado de los Estados Unidos. 
 
Sin embargo, más allá de ocuparnos desde la semántica o desde el campo filosófico, de si la historia ha llegado a su fin, lo cierto es que a finales de la década del 80 se producen una serie de acontecimientos en el mundo, que van a significar para toda la humanidad un cambio histórico trascendental, marcado sobre todo, con la “culminación de un período específico en la historia de la posguerra”. Pero ese mundo desideologizado que se cree alcanzar con la imposición a escala universal de la democracia liberal y la economía de mercado, al cabo de tres décadas después de ese tan ingenuo triunfalismo soñador, parece no existir y parece que no existirá jamás. Con ello también y para desventura de Fukuyama, el “siglo americano” está llegando a su fin. Ya que aunque los seres humanos no contemos hoy, con una clara alternativa de modelo que supere al capitalismo y sus contradicciones, es evidente que el sistema capitalista contemporáneo se encuentra sumido en una profunda crisis general y en un estado de avanzada decadencia y descomposición, tanto en sus ámbitos políticos, económicos, sociales y ambientales, del que no tiene salvación alguna. 
 
No hay un solo resquicio de la vida en este planeta, que el actual modelo de desarrollo no lo tenga amenazado con el agotamiento o la muerte. No solo está en crisis su sistema de democracia representativa y sus partidos políticos que vienen arrastrando desde hace años una baja credibilidad, sino también su orden económico basado en un crecimiento continuo, que resulta insostenible en el tiempo al desafiar los límites biofísicos de los ecosistemas, dilapidando de manera irracional los recursos naturales y energéticos y promoviendo entre los seres humanos un consumismo patológico exponencial. 
 
El capitalismo globalizador y neoliberal predominante hace mucho tiempo, dejó (si alguna vez lo fue) de ser un modelo viable para la civilización humana. Ninguna prosperidad trajo (excepto para los más ricos), la ola de privatizaciones, el desmantelamiento del Estado, la reducción de los salarios reales de los trabajadores, la desregulación de actividades económicas o las reformas fiscales a favor de los más poderosos, que se impusieron en el mundo hace más de treinta años. Sobre esto manifestamos en el artículo “Política y Globalización Neoliberal” que escribimos en el año 2003:
 
“El proceso globalizador de tinte neoliberal, que arrancó a inicios de las décadas 70 y 80 como expresión objetiva del proceso histórico de desarrollo y expansión internacional de las relaciones de producción capitalista, no ha dejado ningún ámbito de la vida social, económica, ecológica, política, cultural y tecnológica del planeta, que no haya recibido sus efectos o sentido sus manifestaciones. La globalización, pese a la vehemente apología de sus defensores, viene acompañada con el incremento de la pobreza y el desempleo; niveles exagerados de corrupción pública y privada; aumento de la violencia, drogadicción y el crimen organizado; privatización acelerada de empresas y monopolios públicos; reformas injustas a los sistemas de pensiones; daños acelerados al ambiente y crisis evidente de todo el sistema político tradicional, en que se sustenta la democracia representativa.
 
Desde hace algún tiempo y en casi todo el orbe, se está produciendo un fuerte cuestionamiento al sistema político basado en la participación de partidos y agrupaciones políticas, cuyos programas y proyectos se encuentran, en la mayoría de los casos, alejados o divorciados de un sinnúmero de problemas actuales (ecológicos y juveniles por citar algunos), que preocupan a amplias e influyentes capas de la sociedad y que terminan, al sentirse ignoradas y marginadas,  por experimentar con nuevas formas de participación ciudadana y otorgarle el depósito de su confianza y esperanza a personalidades de la vida nacional (artistas, militares y prósperos millonarios), que no proceden de las fuerzas políticas tradicionales. 
 
En esencia, a lo que se asiste hoy, es a un indiscutible desgaste de la democracia representativa, donde el paso de las promesas electorales de campaña a la decepción de los electores, transcurre casi sin pausa; presidentes abandonan el cargo o terminan su período arrastrando una estela de corrupción; miembros de una colectividad política se pasean de una a otra, sin que esto represente absolutamente ningún trauma ideológico o político para ellos, mientras se consolida en extensas regiones del planeta una creciente tendencia del electorado al abstencionismo y al voto de castigo”. 
 
Por eso muy pocos en el mundo de hoy se atreven a negar que la democracia representativa y la cultura política en el capitalismo, se encuentran en una profunda crisis. Es una crisis principalmente de credibilidad y legitimidad, que está transformando los conceptos de democracia y representatividad, hasta el punto que empuja a los ciudadanos en casi todas partes del mundo, a la abstención electoral, al desinterés político, a la desafiliación de los partidos políticos tradicionales y a la búsqueda de alternativas entre partidos, organizaciones y candidatos, surgidos de sectores muy alejados de las formas convencionales de la política y que con frecuencia tienen un marcado talante populista, mesiánico y autocrático. A esto se suma la existencia mayoritaria dentro de la llamada clase política, de personas con una manifiesta pobreza tanto de valores morales como intelectuales.
 
El discurso político cada día más, carece casi por completo de contenido entre los candidatos y se concentra en explotar estrategias de mercadotecnia, imagen, internet y redes sociales. Cuando eso no basta para ganar elecciones, se recurre al uso y manipulación de los datos personales que todos cedemos por diversas razones, que luego son recopilados mediante sutiles métodos de tecnología digital y analizados con programas de inteligencia artificial, como hiciera la empresa británica Cambridge Analytica durante la campaña de Donald Trump. Una prueba más elocuente que la democracia liberal, en este caso la estadounidense, padece de un deterioro irreversible, ocurrió cuando en el 2010 la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos, justificó la legalidad del financiamiento privado de las elecciones por grandes empresas y personas adineradas. 
 
Pese a que vivimos en un planeta finito donde los recursos son limitados, el  modo de producción capitalista se viene comportando con un total desprecio de estos rasgos, al ejercer una fuerte presión y explotación sobre ellos, lo que pone en riesgo precisamente, los sistemas ecológicos de los que depende la humanidad y toda la vida sobre la Tierra.  El actual sistema productivo opera con una marcada tendencia destructiva de la Naturaleza, sin medir los costos y las consecuencias, solo el lucro desmedido. Está en su propia lógica interna, en su carácter depredador y en su desconfianza intrínseca a los cambios. 
 
Hoy se extraen en este mundo para beneficio de los más ricos, un 50% más de recursos naturales que hace tres décadas y el 50% de todas las emisiones de dióxido de carbono producidas a nivel global, son responsabilidad únicamente del 7% de la población mundial. Solo en el 2010 se extrajeron de la Tierra más  de 70 mil millones de toneladas de materias primas y se espera que para el año 2050, esa cifra supere las 180 mil millones. Desde el 28 de julio de 2022, el planeta viene consumiendo más recursos naturales de los que es capaz de regenerar en un año. Del fin de la era de los combustibles fósiles solo nos separan 60 años. Cada día el mundo pierde para siempre más de 10 especies de organismos vivos y más de un millón se encuentran al borde de la extinción por culpa de actividades humanas. Asimismo, la mitad de las selvas existentes que existían en 1950 han desaparecido y según la FAO, este ritmo de deforestación se mantiene tan alarmante, que durante el período 2015-2020 se perdieron 10 millones de hectáreas por año. 
 
Lo anterior solo viene a constatar aún más, que el modelo de desarrollo predominante en el mundo se encuentra en franca decadencia y que en su etapa actual, se distingue por una concurrencia e integración entre sus constantes crisis económicas incurables, con las crisis ambientales y el cambio climático.  Esta situación y estos procesos parecen configurar un drama de desigualdades económicas y sociales, junto a una catástrofe medioambiental sin precedentes; todo esto sin mencionar siquiera la posibilidad del uso de armas nucleares y de destrucción masiva, tanto en la Tierra como en el espacio exterior, que al tornarse peligroso para el capitalismo y abocarlo a un posible desenlace fatal, amenaza seriamente nuestra civilización y toda la supervivencia del género humano. Aquí diría el escritor español Santiago Alba Rico: “no es la crisis del capitalismo, no, sino el capitalismo mismo”. Por eso tenemos toda la urgencia de imaginarnos no el fin de la historia al modo de Fukuyama, sino el fin del sistema capitalista, antes que nos quedemos completamente sin un planeta habitable.  Así ya dejaríamos de concederle alguna validez a la advertencia que alguna vez les fuese adjudicada tanto a Frederic Jameson y Slavoj Žižek, cuando expresaron que “parece más fácil imaginarnos el fin del mundo que el fin del capitalismo”. 
 
Es evidente que el sistema parece estar alcanzando sus límites, en cuanto a la explotación salvaje y despiadada que ejerce sobre los seres humanos y su hábitat natural. Ya ha demostrado ser totalmente incompatible con las preocupaciones ambientales y ecológicas. Ciertamente todavía cuenta con una gran capacidad reproductiva, reformista y regenerativa, pero cada día le resulta más difícil apuntalar las frágiles bases que lo hacen insostenible. Para nada esconde su afán de encontrarle soluciones a los problemas que lo persiguen, a través de inverosímiles soluciones tecnológicas o de control poblacional. Ni siquiera temen cargarse con los valores y principios democráticos, como propuso el famoso filósofo neoliberal Friedrich von Hayek, si de salvar el capitalismo se trata. 
 
Por eso, la humanidad ha de encontrar cuanto antes otra forma de organización política y económica, que ofrezca realmente soluciones a los problemas principales de los seres humanos. Debemos comenzar a definir con claridad qué mundo queremos construir y qué estrategia vamos a usar para ello. Es preciso dotarnos de una teoría del cambio y de la construcción de una alternativa viable, al insostenible modelo actual. Y es que nuestro proyecto de cambios profundos está muy lejos de incumbarse en redes sociales, hashtags y memes; ha de nacer (sino está ya naciendo), de luchas concretas y reales por la supervivencia del género humano y su civilización, por lucha culturales que apunten hacia una  verdadera emancipación humana.
 
A principios de la década del 70 el filósofo francés Roger Garaudy, escribiría en su libro “¿Se puede ser comunista hoy?”, que el capitalismo todavía puede vislumbrarnos con grandes avances en el campo de la ciencia y la tecnología, pero lo que ya no puede hacer es darle un sentido a la vida.  Medio siglo después de esa afirmación tan contundente, el sistema capitalista sigue por su esencia y sus contradicciones inherentes, garantizando riquezas y felicidad a un porcentaje ínfimo de la población mundial, a costa de hacer infeliz a cientos de millones personas alrededor de todo el planeta, para los que el hambre y las privaciones materiales son la realidad de todos los días. He allí el verdadero fracaso de un modelo político y socioeconómico que está llegando a su fin y para el cual la historia, pese a los denodados esfuerzos de Fukuyama, nunca dejó de estar en marcha.

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