“Detener lo que anda parece intento humano. -En el movimiento político ¡cuán viejo es esto como todo lo nuevo! – es necesario que haya quienes empujen y quienes refrenen. Todo partido conservador ha de ser liberal. Todo partido liberal ha de ser conservador. Todo partido ha de ser generoso. Lo que no es generoso es odioso.”
José Martí, 1879[1]
White prestaba especial atención a la dimensión cultural de la crisis ambiental que emergía, sobre todo en lo relativo a los vínculos existentes entre los valores éticos de raíz cristiana y el papel de la ciencia y la tecnología en nuestras relaciones con el mundo natural. Hacia mediados del siglo XIX, dijo, tomó cuerpo la idea de que “el conocimiento científico significa anteponer el poder tecnológico a la naturaleza”, y haber aceptado eso “como un patrón de conducta normal” marcaría quizás “el mayor acontecimiento de la historia humana desde la invención de la agricultura, y también posiblemente de la historia terrestre no humana.” En ese marco cristalizó además el concepto de ecología a partir de 1873, que para la década de 1960 facilitaba percibir que “el impacto de nuestra raza en el medioambiente ha ganado fuerza en tal grado [que hoy] se puede afirmar que ninguna otra criatura aparte del hombre ha logrado emporcar así su nido en tan corto tiempo.”
Si bien ya había para entonces múltiples propuestas específicas con respecto a la crisis que emergía, por valiosas que fueran como elementos individuales parecían “demasiado parciales, paliativas, negativas.” Así, dice por ejemplo, la mentalidad subyacente a las “áreas de naturaleza silvestre” abogaba “por congelar una ecología […] tal y como era antes de que alguien dejara tirado el primer Kleenex. Pero ni el atavismo ni el embellecimiento podrán hacer frente a la crisis ecológica de nuestro tiempo.”
Ante esa situación, White proponía reflexionar sobre los fundamentos de nuestra cultura de la naturaleza, para evitar que esas y otras medidas produjeran “nuevas repercusiones más graves que las que están diseñadas para remediar.” Al respecto, decía, lo que las personas hacen con respecto a su ecología “depende de lo que piensan sobre sí mismas en relación con las cosas que las rodean. La ecología humana está profundamente condicionada por creencias sobre nuestra naturaleza y nuestro destino, es decir, por la religión.”
Desde esa perspectiva, White sostenía que la victoria del cristianismo sobre el paganismo había sido “la mayor revolución psíquica en la historia de nuestra cultura”, al punto de que aun si en gran medida “las formas de nuestro pensamiento y lenguaje han dejado de ser cristianas en gran medida,” la esencia aún resultaba “asombrosamente afín a la del pasado.” Así,
Especialmente en su forma occidental, el cristianismo es la religión más antropocéntrica que el mundo ha visto. […] El hombre comparte, en gran medida, la trascendencia de Dios sobre la naturaleza. El cristianismo, en absoluto contraste con el paganismo antiguo y las religiones de Asia […], no solo estableció un dualismo entre el hombre y la naturaleza, sino que también insistió en que es la voluntad de Dios que el hombre explote la naturaleza para sus propios fines.
Desde esa perspectiva, el estudio religioso de la naturaleza orientado a lograr una mejor comprensión de Dios había dado lugar a una teología natural, que en Occidente se desarrolló “en el esfuerzo por comprender la mente de Dios mediante el descubrimiento de cómo funcionaba su creación.” En este sentido, añadía,
Para el historiador suele ser difícil juzgar si las personas están ofreciendo razones reales o simplemente razones culturalmente aceptables cuando explican por qué hacen lo que quieren hacer. La regularidad con la que los científicos, durante los largos siglos formativos de la ciencia occidental, decían que la tarea y la recompensa del científico era “pensar los pensamientos de Dios después de él” lo lleva a uno a creer que esta era su verdadera motivación. Si esto es así, entonces la ciencia occidental moderna fue fundida en el molde de la teología cristiana. El dinamismo de la devoción religiosa, forjada por el dogma judeocristiano de la creación, le dio impulso.
White provenía de una época en la que los académicos no temían parecer políticamente incorrectos ante sus audiencias. Como tal, expresó sus dudas acerca de la posibilidad de encarar “las repercusiones ecológicas desastrosas” de nuestras relaciones con la naturaleza “simplemente aplicando más ciencia y más tecnología a nuestros problemas.” Nuestra ciencia y nuestra tecnología, dijo,
han surgido de las actitudes cristianas ante la relación del hombre con la naturaleza, que son casi universalmente sostenidas no solo por cristianos y neocristianos, sino también por aquellos que cariñosamente se consideran a sí mismos como postcristianos. A pesar de Copérnico, todo el cosmos gira alrededor de nuestro pequeño planeta. A pesar de Darwin, no formamos parte, en nuestros corazones, del proceso natural. Somos superiores a la naturaleza, la despreciamos, estamos dispuestos a usarla para nuestro más mínimo capricho.
Así, atendiendo a que lo que se hiciera con respecto a la ecología dependía “de nuestras ideas sobre la relación hombre-naturaleza”, propuso “reflexionar sobre el más grande radical en la historia cristiana después de Cristo: san Francisco de Asís”, cuyo principal milagro fue “el hecho de que no terminó en la hoguera, como lo hicieron muchos de sus seguidores de izquierda.” Para White, la clave para entender a san Francisco estaba en “su creencia en la virtud de la humildad, y no solo para el individuo, sino para el ser humano como especie”, que lo llevó al intento (fracasado) de “destituir al hombre de su monarquía sobre la creación y establecer una democracia entre todas las criaturas de Dios.”
De este modo, para White “la creciente alteración actual del medioambiente global es producto de una tecnología y una ciencia dinámicas que se originaron en el mundo medieval occidental, contra el cual san Francisco se rebelaba de una manera muy original.” Atendiendo a esto, el proceso que conducía a ese deterioro debía ser comprendido históricamente a partir de “ciertas actitudes distintivas hacia la naturaleza que están profundamente arraigadas en el dogma cristiano.” Y eso incluía que el hecho de que la mayoría de la gente no considere estas actitudes como cristianas “es irrelevante”, pues
Ningún nuevo conjunto de valores fundamentales ha sido adoptado en nuestra sociedad en reemplazo de los del cristianismo. Por lo tanto, continuaremos en una crisis ecológica con tendencia a empeorar hasta que rechacemos el axioma cristiano de que la naturaleza no tiene ninguna otra razón de ser que servir al hombre.
De este modo, para White tanto “nuestra ciencia como nuestra tecnología están tan teñidas de la arrogancia cristiana ortodoxa hacia la naturaleza que no se puede esperar que la solución a nuestra crisis ecológica provenga únicamente de ellas.” Por ello, y dado que las raíces de nuestros problemas “son en gran medida religiosas, el remedio también debe de ser esencialmente religioso, llamémoslo así o no.” En breve, proponía entonces la necesidad de
volver a pensar y a sentir nuestra naturaleza y nuestro destino. La noción profundamente religiosa, pero herética, de los primeros franciscanos acerca de la autonomía espiritual de todas las partes de la naturaleza puede señalar una dirección. Propongo a Francisco como santo patrono de los ecologistas.
Laudato Si’, que en 2025 cumple su décimo aniversario mientras va pasando de su condición original de texto a la de movimiento socio-ambiental, coincide en ese patronazgo con Lynn White desde una perspectiva por demás franciscana. Ambos, en efecto, ven en el ambiente un espejo que la naturaleza pone ante nuestros ojos para permitirnos apreciar en qué medida lo que hemos llegado a ser como sociedad se expresa en lo que hemos creado como ambiente.
Ambos, también, se requieren entre sí, y cambiarán juntos para bien o para mal. A 60 años de su conferencia, lo dicho por White se suma al vasto cambio cultural de nuestro tiempo, que nos pide ir a una prosperidad equitativa, sostenible y democrática, capaz de conducirnos a la sustentabilidad del desarrollo humano, hoy amenazada por las desarmonías en nuestras sociedades y en nuestras relaciones con la naturaleza de la que somos parte y de la cual dependemos para existir. De eso trata la generosidad que el ambientalismo demanda, para no llegar a ser odioso, y ver afectada así su capacidad para participar del cambio histórico que la crisis demanda.
Alto Boquete, Panamá, 13 de abril de 2025
[1] “Apuntes varios”. [1879]. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. XIX, 445.
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