Las preocupaciones de seguridad de la administración estadounidense actual en el istmo son, en orden ascendente, el tráfico de drogas, el tránsito de migrantes y la presencia China.
Como bien se sabe desde hace muchos años, el combate al tráfico de drogas es un paripé que le permite a los norteamericanos imponer estrategias de seguridad que mantienen en buena medida militarizada y, por ende, controlada a la región. En el pasado se han encadenado planes de seguridad como el Plan Colombia, el Proyecto Mesoamérica y la Iniciativa Mérida -para mencionar solo tres relativamente recientes- que implican control de fronteras, presencia militar por aire, mar y tierra de la armada norteamericana en la región, donación de armamento y capacitación a los ejércitos o fuerza pública. Lo efectivo de esta colaboración está en entredicho porque el tráfico de drogas no solo no disminuye, sino que aumenta año con año.
En relación con los migrantes, no hacía falta una reunión para tales efectos. El paso de migrantes por Centroamérica se ha reducido significativamente desde la llegada de Donald Trump a la presidencia. En Panamá, por ejemplo, el ahora célebre paso por el Tapón del Darién se redujo en este año 2025 en más de un 90%, y las famosas caravanas que antes marchaban desde algún país de la región han cesado o disminuido considerablemente.
Así que, a buen entendedor pocas palabras: el tema central era China, que ha convocado la furia del gobierno de Trump desde antes que asumiera el cargo, y que fue objeto de la primera y casi inmediata gira después de su nombramiento del secretario de Estado Marco Rubio, quien llegó a regañar a los panameños acusándolos de aprovecharse de la bonhomía de Estados Unidos entregándole el control del canal a China.
El interés norteamericano es tal que ha amenazado con usar la fuerza bruta para dar marcha atrás a este proceso que consideran una traición a los tratados Torrijos-Carter firmados en 1977 y que entraron a regir en 1999.
Que el reclamo de Estados Unidos es una falacia y está basado en mentiras es algo que ya se conoce de sobra, por lo que no abundaremos más en ese punto. Lo que Estados Unidos quieren en el canal -aunque no solo ahí, sino en cualquier lugar del mundo y de América Latina y Centroamérica (especialmente de esta última por considerarla su espacio “natural” de influencia)- es desalojar a los chinos para que no puedan competir comercialmente con ellos, y de eso fue la mayoría de declaraciones del secretario de defensa estadounidense. Hegseth dijo el 9 de abril pasado en el marco de la conferencia: “Estamos asegurando el Canal de Panamá y contrarrestando la maligna influencia de China. El Canal de Panamá es un terreno clave que debe ser asegurado por Panamá con Estados Unidos y no con China.” Para ese fin Estados Unidos y Panamá firmaron un Memorándum de Entendimiento sobre Actividades de Seguridad Cooperativas que, en la práctica, subordina a las disposiciones norteamericanas el paso fluvial, aumenta su presencia militar, le da un trato económico privilegiado al paso de sus naves militares, repudia la asociación que Panamá tenía en el proyecto de la Ruta de la Seda y reactiva la tristemente Escuela de las Américas, en donde los militares de toda América Latina se entrenaron como torturadores, represores y autócratas.
Las autoridades panameñas, encabezadas por su presidente, no pusieron objeciones, aunque se han pasado los últimos dos meses refunfuñando sin ningún resultado en concreto, porque al momento de poner el huevo firmaron este ignominioso “acuerdo”. Eso sí, el secretario de Defensa norteamericano no llegó desprovisto de respaldo, por si en último momento alguien se ponía brincón. Como declaró públicamente mientras la conferencia y la firma del acuerdo se llevaban a cabo, había dos cruceros de guerra, dos barcos de la Guardia Costera, aviones caza F-18, una compañía de la infantería de la marina estadounidense y más de mil tropas realizando operaciones de apoyo en Panamá (de apoyo a él y su mensaje intervencionista, claro está).
No está de más recordar que este tipo de “colaboraciones” con sus “socios” panameños y centroamericanos no es nueva. Todo el siglo XX estuvo signado por ellas: recuérdese, por ejemplo, la ocupación de Nicaragua prácticamente desde 1912 hasta 1934, cuando Sandino logró echarlos, aunque el socio de los gringos que dejaron a cargo (“un hijo de puta, pero nuestro hijo de puta”, según Roosevelt), Anastasio Somoza, lo asesinó a sangre fría después de invitarlo a cenar en su casa y fotografiarse con él.
Ya empoderados como potencia dominante en la zona, en 1954 llevaron a cabo el golpe de Estado contra Jacobo Árbenz Guzmán en Guatemala, aduciendo que estaba tratando de implantar el comunismo. El modus operandi de este golpe inauguró la era de los golpes de Estado patrocinados por la CIA de ahí en adelante en toda América Latina. Piénsese, además, en la creación y financiamiento de la Contra, en Nicaragua, que después de una década de hostigamiento y desangramiento al pueblo nicaragüense provocó la llegada de Violeta Chamorro a la presidencia de la república en 1990.
Mientras tanto, en El Salvador y Guatemala entrenaban, armaban y financiaban a los ejércitos que llegaron a perpetrar un genocidio que dejó más de 400,000 muertos y desaparecidos y más de un millón de desplazados en un país como Guatemala que, en ese tiempo, no tenía más de siete millones de habitantes. Y luego, ya más cerca del teatro de los acontecimientos de la conferencia de seguridad de esta semana que termina, la invasión a Panamá en 1989.
Así que, a ojo de buen cubero, uno podría decir que la “maligna influencia” de la que habla el presentador de televisión devenido secretario de Defensa de Estados Unidos no parece provenir de China. China es un peligro para el papel de gran potencia de los Estados Unidos. Para nosotros, los centroamericanos, no, pero eso no entra en los cálculos del representante imperial que llegó a Panamá en estos días.
De los Estados Unidos nos libre dios, que de los chinos nos libraremos nosotros.
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