“Tras las épocas de fe vienen las de crítica. Tras las de síntesis caprichosa, las de análisis escrupuloso. Mientras más confiada fue la fe, más desconfiado es el análisis. Mientras mayor fue el abandono de la razón, con más atrevimiento y energía luego se emplea. De nada nos vengamos nunca tan completamente como de nosotros mismos.”
José Martí[1]
Esa indagación estuvo dedicada, además, a lo que Hobsbawm consideraba como el sentido fundamental de la labor del historiador, que no era describir ni juzgar, sino comprender desde el análisis del pasado las posibilidades de futuro que se abrían con el transcurrir de la acción humana a lo largo del tiempo. De allí que iniciara el capítulo final de su obra señalando que
El siglo XX corto acabó con problemas para los cuales nadie tenía, ni pretendía tener, una solución. Cuando los ciudadanos de fin de siglo emprendieron su camino hacia el tercer milenio a través de la niebla que les rodeaba, lo único que sabían con certeza era que una era de la historia llegaba a su fin. No sabían mucho más. (2012:552)
Quienes presenciamos a distancia como adultos maduros el atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001 podemos dar cuenta de ello.
Esto tiene una importancia mayor a la luz de la advertencia que hace al iniciar su libro. Allí nos dice que la destrucción del pasado, “o más bien de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con la de generaciones anteriores, es uno de los fenómenos más característicos y extraños de las postrimerías del siglo XX.” (2012:13) Este rasgo cultural que se prolonga en nuestro tiempo dificulta el camino hacia el tercer milenio, cuando comprender el pasado resulta cada vez más importante si de construir opciones de desarrollo humano se trata.
Al respecto, Hobsbawm presenta el punto de partida de esta transición del siglo XX corto – tras su momento de mayor esplendor entre las décadas de 1950 y 1970 -, al tercer milenio aún indeterminado, señalando que a partir de la desintegración de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría
por primera vez en dos siglos, el mundo de los años noventa carecía de cualquier sistema o estructura internacional. El hecho de que después de 1989 apareciesen decenas de nuevos estados territoriales, sin ningún mecanismo para determinar sus fronteras, y sin ni siquiera una tercera parte que pudiese considerarse imparcial para actuar como mediadora, habla por sí mismo. […] ¿Dónde estaban las potencias internacionales, nuevas o viejas, al fin del milenio? El único estado que se podía calificar de gran potencia, en el sentido en que el término se empleaba en 1914, era los Estados Unidos. No está claro lo que esto significaba en la práctica. Rusia había quedado reducida a las dimensiones que tenía a mediados del siglo XVII. Nunca, desde Pedro el Grande, había sido tan insignificante. (2012:552)
El resquebrajamiento de la organización internacional del sistema mundial, a su vez, se expresaba entonces en que si la naturaleza de los actores de la escena internacional “no estaba clara, tampoco lo estaba la naturaleza de los peligros a que se enfrentaba el mundo”. Ese marco favoreció además lo que Hobsbawm llamó “la democratización de los medios de destrucción, que transformó las perspectivas de conflicto y violencia en cualquier parte del mundo”, tanto en lo relativo a guerras civiles, intervenciones militares y expansión del recurso al terrorismo, que a su vez fueron dando lugar a escenarios – y costos – nuevos en el plano de la seguridad y la defensa, con lo cual, en suma, “el siglo finalizó con un desorden global de naturaleza poco clara, y sin ningún mecanismo para poner fin al desorden o mantenerlo controlado.” (2012:555)
En ese plano, Hobsbawm examina con detalle el panorama de aquella fase inicial de la transición en la que aún nos encontramos. Presta especial atención, por ejemplo, a las crecientes tensiones entre los países de mayor y menor desarrollo económico, que se tornaban más complejas debido a la formación de economías de gran dinamismo en países de anterior situación colonial, como la India y Sudáfrica, o estrechamente vinculados a la periferia del mercado mundial, como China y Brasil. Dentro de ese panorama general, destacó que los dos problemas centrales, “y a largo plazo decisivos” de la transición al tercer milenio eran ya “de tipo demográfico y ecológico”.
En el primer caso, estimaba que de no cumplirse la previsión planteada por organismos especializados de que la población mundial se estabilizaría en torno a los 10 mil millones de personas hacia 2030, “deberíamos abandonar toda apuesta por el futuro”, pues quedaría planteado el problema “hasta ahora no afrontado a escala global – de cómo mantener a una población mundial […] que fluctuará en torno a una tendencia estable o con un pequeño crecimiento (o descenso)”. Ante ese panorama, decía, “los movimientos predecibles de la población mundial […] aumentarán con toda certeza los desequilibrios entre las diferentes zonas del mundo.” (2012:560,561)
De los problemas ecológicos decía que, “aunque son cruciales a largo plazo, no resultan explosivos de inmediato.” Así, “aun cuando desde la época en que entraron en la conciencia y el debate públicos […] hayan tendido a discutirse erróneamente en términos de un inminente apocalipsis,” le parecía evidente que mantener indefinidamente un índice de crecimiento económico “similar al de la segunda mitad del siglo XX, […] tendría consecuencias irreversibles y catastróficas para el entorno natural de este planeta, incluyendo a la especie humana que forma parte de él. Aquí, añadía, era esencial vincular el crecimiento económico a un desarrollo sostenible “(un término convenientemente impreciso).” Pero incluso si ese terreno “los científicos pueden establecer lo que se necesita para evitar una crisis irreversible,[…] no hay que olvidar que establecer ese equilibrio no es un problema científico y tecnológico, sino político y social.” (2012:562, c: gch)
Al concluir su recorrido por los azares y lecciones de la transición al tercer milenio, Hobsbawm nos ofrece una reflexión que busca vincular el pasado al futuro. “Vivimos”, dice,
En un mundo cautivo, desarraigado y transformado por el colosal proceso económico y técnico-científico del desarrollo del capitalismo que ha dominado los dos o tres siglos precedentes. Sabemos, o cuando menos resulta razonable suponer, que este proceso no se prolongará ad infinitum. El futuro no sólo no puede ser una prolongación del pasado, sino que hay síntomas externos e internos de que hemos alcanzado un punto de crisis histórica. Las fuerzas generadas por la economía técnico-científica son lo bastante poderosas como para destruir el medio ambiente, esto es, el fundamento material de la vida humana. Las propias estructuras de las sociedades humanas, incluyendo algunos de los fundamentos de la economía capitalista, está en situación de ser destruidas por la erosión de nuestra herencia del pasado. Nuestro mundo corre riesgo a la vez de explosión y de implosión, y debe cambiar.
“No sabemos a dónde vamos”, añadió, “sino tan sólo que la historia nos ha llevado hasta este punto y […] por qué.” Sin embargo, “una cosa está clara:”
si la humanidad ha de tener un futuro, no será prolongando el pasado o el presente. Si intentamos construir el tercer milenio sobre estas bases, fracasaremos. Y el precio del fracaso, esto es, la alternativa a una sociedad transformada, es la oscuridad.” (2012: 576)
Ante un desafío tal, siempre será bueno recordar que no estamos solos ni en el tiempo ni en el espacio en la tarea de contribuir a la creación de las luces que el mundo demanda. Hobsbawm cumple con recordarnos que a lo real hay que estar, y crecer con ello. Y en esta tarea, con Martí, podremos encontrar ánimo y certeza en saber que
Todo es hermoso y constante,
Todo es música y razón,
Y todo, como el diamante,
Antes que luz es carbón.[3]
Alto Boquete, Panamá, 10 de octubre de 2025
NOTAS:
[1] “Fragmentos” [1885 – 1895]. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. XXII 199.
[2] Historia del Siglo XX, 1914-1991. Crítica, Barcelona, 2012:16
[3] “Versos Sencillos”. Poesía Completa. Edición Crítica. Editorial Letras Cubanas. Ciudad de La Habana, Cuba, 1985, p. 236.
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