sábado, 15 de noviembre de 2025

Germán Cáceres (1938-2025), in memoriam

Germán Cáceres ejercitó con similar pericia la novela, el teatro –había estudiado dramaturgia con Mauricio Kartun-, dejó también su impronta en la literatura infantil y juvenil y no desatendió la ciencia ficción o más bien las anticipaciones transhumanistas en su libro “Pesadilla galáctica”, uno de los últimos que dio a la imprenta.

Carlos María Romero Sosa / Para Con Nuestra América
Desde Buenos Aires, Argentina

Germán Cáceres era el seudónimo de Fernando Abel Penelas, apellido que remite a una estirpe de dignos oficiantes en las letras. Su hermano menor, Carlos, poeta y galleguista de ley, colaboró en La Prensa desde los tiempos en que José Edmundo Clemente era director de la sección Cultura del diario. En cuanto a Fernando Abel, nacido en Avellaneda en 1938, solía confidenciar que comenzó a firmar así en tiempos de la última dictadura. Aunque para ser exacto con la fecha de inicio de esa casi heteronimidad a lo Pessoa, habría que consultar los diccionarios de seudónimos del investigador Mario Tesler. 
 
Él adoptó el suyo precisamente con el propósito de ocultarse detrás de sus fantasmas literarios, más incorpóreos e inofensivos que los Falcones verdes,  imprescindible soporte represivo de la tablita de Martínez de Hoz y la plata dulce en beneficio de unos pocos afortunados. O informados. En extremo sensible, también le dolía  “como propia la cicatriz ajena”, por decirlo en los términos de Homero Manzi vertidos en el tango “Discepolín. Porque era un hombre solidario y comprometido con su pueblo, virtudes esas proclives a despertar el alerta de los servicios de inteligencia y el despegarse  general en el “por algo será” en los años de plomo.
 
Germán Cáceres tuvo alma y oficio de narrador. De profesión contador,  como el poeta santafecino José Pedroni o el actual presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, el erudito biógrafo de Borges, Alejandro Vaccaro, por parejo se llevaba apropiadamente con las letras y los números. Tal vez esa formación universitaria con rigor matemático, lo impulsó a entrever misterios ajenos a las evidencias de las cifras aritméticas. A indagar en zonas oscuras de la mente humana, como en el último conjunto de relatos que publicó: “Por amor al crimen” y en varios  anteriores del género policial del que Borges, Castellani, Walsh, Denevi y María Angélica Bosco son nombres imprescindibles. E igualmente lo habrá inducido a jugar con perspectivas novedosas y  no siempre altruistas de la sociedad de consumo disimuladas en los balances de los oligopolios, tales algunas de sus páginas en la mejor tradición de la novelística de yuppies con dosis de humor negro norteamericana.
 
Ejercitó con similar pericia la novela, el teatro –había estudiado dramaturgia con Mauricio Kartun-, dejó también su impronta en la literatura infantil y juvenil y no desatendió la ciencia ficción o más bien las anticipaciones transhumanistas en su libro “Pesadilla galáctica”, uno de los últimos que dio a la imprenta. Esa obra fue ganadora en 2022 con el premio Qilqana  de Novela Juvenil, en Lima (Perú) y es rica en  visiones de futuro que tan pronto sobresaltan al lector como trasmiten en sus entrelíneas la preocupación del autor, de seguro conciente, sin ser en particular religioso, de la validez de aquella pregunta formulada en el año 2000 por nuestro poeta católico José María Castiñeira de Dios en su “Cántico al Gran Jubileo”: “¿No habrá cruzado el hombre los límites del hombre que le diste al crearlo?.
 
Interesado por el cine, estudioso de la historieta en el país y atento a la irrupción del cómic, su ensayo: “Oesterheld: la aventura sin fin”, es un análisis ineludible sobre el creador de “El Eternauta”.  
                             
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No bien comencé a tratarlo advertí su amabilidad traducida en la disposición al diálogo franco y extendido. Tengo presente la primera llamada que le hice. Fue una tarde para agradecerle que en una nota bibliográfica aparecida en el periódico Desde Boedo referida a un poemario de la común amiga bonaerense Nidia Olivera, elogiara el prólogo escrito por mí. Pronto vino el intercambio de correos electrónicos y de libros.  Enseguida, ajenos por supuesto ambos al mercantil “do ut des”, puso su firma en comentarios a varios títulos míos en tanto yo publiqué, referidas a sus ficciones, sendas notas en Cultura de La Prensa el 20 de junio de 2021 y el 22 de mayo de 2022. Asimismo lejos Germán Cáceres de cualquier mezquindad, me vinculó con el amigable director de la lujosa revista mexicana Archipiélago, el arquitecto Carlos Véjar-Pérez Rubio quien a su instancia me invitó a sumarme al staff de sus colaboradores.      
 
Por años mantuvimos quincenales encuentros nada rutinarios y en cambio siempre inaugurales de noticias y proyectos en la confitería La Tolva, en la esquina de Billingurst y Güemes, situada  a un par de cuadras de su palermitano departamento de la calle Mansilla y avenida Coronel Díaz. En ocasiones se sumaba a nuestra mesa la novelista profesora Ana María Cabrera trayéndonos el obsequio de sus novelas históricas sobre Macacha  Güemes y el jurista del siglo XIX que reivindicó los derechos de las mujeres, Cristián Demaría.   
 
Continuó así la amistad, al calor de “las afinidades electivas” (Goethe dixit), con esa suerte de resquicio abierto a la felicidad que representan los amables rituales cumpliéndose; hasta que su salud comenzó a decaer y la mía me dio algún susto. Entonces tuvimos que resignarnos al lejano trato por WhatsApp entendiéndonos como podíamos entre palabras con letras disparatadamente cambiadas por el celular.
 
Por fortuna a finales de octubre hablé con él por el teléfono fijo. Nos despedimos prometiéndole una próxima visita. Como en un cuento policial suyo, el ladrón irrumpió de improviso el jueves 6 de noviembre último. Se llevó su vida llena de achaques, pero seguro no pudo ni podrá con la historia a contar hoy y a recontar mañana y después, del creador que fue Germán Cáceres. Ni con la de sus construcciones literarias en buen número antológicas.           

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