Hemos sido nosotros mismos, los pueblos de América Latina, los que hemos construido y hecho avanzar estos procesos de cambio social que hoy se perfilan en la región. Y no ha sido porque no nos han puesto atención y, mientras tanto, nos escapamos del redil, vieja idea de origen colonialista que no nos cree capaces de impulsar procesos autónomamente, lejos de la tutela de alguna gran potencia. Ha sido porque, como decía la Segunda Declaración de La Habana hace ya más de 35 años, “esta gran humanidad ha dicho basta y ha echado a andar…”
Rafael Cuevas Molina / Presidente AUNA-Costa Rica
Producto de la creciente presencia en el panorama político latinoamericano de proyectos posneoliberales, algunos de los cuales se declaran abiertamente favorables a la construcción de una sociedad de carácter socialista, analistas, políticos del statu quo y medios de comunicación frecuentemente han hecho alusión, en los últimos años, a que esta situación ha sido posible gracias a la distracción del gobierno norteamericano que, durante la era Bush, se encuentra viendo hacia otros lugares del mundo, especialmente el Medio Oriente.
Efectivamente, los ocho años del gobierno de George W. Bush fueron los del empantanamiento de los Estados Unidos en Irak, guerra que le ha significado a esa nación colosales gastos materiales y humanos, en aras de asegurar para sí una de las regiones más ricas en petróleo del mundo. Han sido, también, los años en los que se ha hecho patente el avasallante posicionamiento mundial de China, que se erige, hoy por hoy, en un verdadero contrincante del poderío económico norteamericano.
A pesar de estos y otros hechos del acontecer mundial que podrían haber “distraído” a la gran potencia norteamericana, nos parece que los análisis que sustentan esta tesis no toman en cuenta que la hegemonía norteamericana sobre la región latinoamericana no se sustenta en acciones aisladas sino en una estructura de larga data, muy bien basada en instituciones y relaciones que no han dejado de funcionar en ningún momento, y que han seguido ejerciendo el papel para el cual fueron concebidas. Se trata, en primer lugar, de los organismos financieros internacionales que, por lo menos desde la década de los años 70 del siglo pasado, han ejercido una impronta determinante en el perfilamiento y reperfilamiento de los modelos económicos que prevalecen en el continente. Decir esto suena ya, a estas alturas, a perogrullada, pero debe repetirse en la medida en que existan grupos sociales, analistas y medios que parecieran ignorarla.
En segundo lugar, la impronta del dictum norteamericano en América Latina es evidente en varias propuestas estratégicas que han sido impulsadas en alianza con sus más conspicuos aliados en la región. Se trata del Plan Puebla Panamá y del Plan Colombia, verdaderas cabezas de playa de su política geoestratégica. Aunque con tropiezos, pero no debidos a la falta de atención del imperio, tales proyectos continúan vigentes y se renuevan constantemente en función de las circunstancias.
Podríamos enumerar otros aspectos que sustentan la red asociativa Estados Unidos-América Latina o, para decirlo más claramente, la red que sustenta la relación entre los intereses geopolíticos imperialistas norteamericanos y los grupos dominantes de América Latina, pero baste con los antes expuestos. Lo que sí debería deducirse con claridad de lo dicho es que los Estados Unidos no han estado ausentes de nuestras tierras, y que en estos años han llevado adelante políticas acordes con sus intereses igual a como lo han hecho en otros momentos de la historia.
Lo que sí es nuevo en América Latina es el surgimiento de una serie de procesos socio-políticos que cuestionan el dominio norteamericano. Estos se han venido gestando desde la década de los ochenta, para solo mencionar sus más inmediatos antecedentes, como reacción a los efectos que las políticas neoliberales han tenido. Ya en 1989, en Venezuela se producía una verdadera explosión social conocida como "El Caracazo", que puso en jaque al gobierno e hizo tambalear todo el andamiaje institucional del Estado. Es posible que éste pueda ser visto hoy, a 20 años de distancia, como el hecho político que inaugura un período de revueltas populares contra los poderes establecidos, y que abre paso a regímenes en los que el protagonismo popular crecerá ostensiblemente. Una década de agitación social se abría así con este estallido venezolano: Bolivia, Argentina, Ecuador se convertirán en verdaderos calderos bullentes de protestas.
Hacia finales de la década del 90, esas mismas fuerzas que habían explotado agresivamente en el Caracazo, eligen autoridades gubernamentales a tono con sus necesidades y aspiraciones. Como nunca antes en el continente, se inicia un período de diálogo continuo entre el pueblo y los gobiernos, en los que estos últimos, presionados por aquellos, van radicalizándose paulatinamente. Reivindicaciones mínimas, elementales, obvias, que habían sido postergadas durante, por lo menos, toda nuestra historia republicana, son atendidas por las autoridades gubernamentales que, así, se ganan el favor de las grandes mayorías: acceso a la educación, a la salud, a la vivienda, respeto a la diversidad cultural.
Hemos sido nosotros mismos, pues, los pueblos de América Latina, los que hemos construido y hecho avanzar estos procesos de cambio social que hoy se perfilan en nuestra región. Y no ha sido porque no nos han puesto atención y, mientras tanto, nos escapamos del redil, vieja idea de origen colonialista que no nos cree capaces de impulsar procesos autónomamente, lejos de la tutela de alguna gran potencia. Ha sido porque, como decía la Segunda Declaración de La Habana hace ya más de 35 años, “esta gran humanidad ha dicho basta y ha echado a andar…”
Efectivamente, los ocho años del gobierno de George W. Bush fueron los del empantanamiento de los Estados Unidos en Irak, guerra que le ha significado a esa nación colosales gastos materiales y humanos, en aras de asegurar para sí una de las regiones más ricas en petróleo del mundo. Han sido, también, los años en los que se ha hecho patente el avasallante posicionamiento mundial de China, que se erige, hoy por hoy, en un verdadero contrincante del poderío económico norteamericano.
A pesar de estos y otros hechos del acontecer mundial que podrían haber “distraído” a la gran potencia norteamericana, nos parece que los análisis que sustentan esta tesis no toman en cuenta que la hegemonía norteamericana sobre la región latinoamericana no se sustenta en acciones aisladas sino en una estructura de larga data, muy bien basada en instituciones y relaciones que no han dejado de funcionar en ningún momento, y que han seguido ejerciendo el papel para el cual fueron concebidas. Se trata, en primer lugar, de los organismos financieros internacionales que, por lo menos desde la década de los años 70 del siglo pasado, han ejercido una impronta determinante en el perfilamiento y reperfilamiento de los modelos económicos que prevalecen en el continente. Decir esto suena ya, a estas alturas, a perogrullada, pero debe repetirse en la medida en que existan grupos sociales, analistas y medios que parecieran ignorarla.
En segundo lugar, la impronta del dictum norteamericano en América Latina es evidente en varias propuestas estratégicas que han sido impulsadas en alianza con sus más conspicuos aliados en la región. Se trata del Plan Puebla Panamá y del Plan Colombia, verdaderas cabezas de playa de su política geoestratégica. Aunque con tropiezos, pero no debidos a la falta de atención del imperio, tales proyectos continúan vigentes y se renuevan constantemente en función de las circunstancias.
Podríamos enumerar otros aspectos que sustentan la red asociativa Estados Unidos-América Latina o, para decirlo más claramente, la red que sustenta la relación entre los intereses geopolíticos imperialistas norteamericanos y los grupos dominantes de América Latina, pero baste con los antes expuestos. Lo que sí debería deducirse con claridad de lo dicho es que los Estados Unidos no han estado ausentes de nuestras tierras, y que en estos años han llevado adelante políticas acordes con sus intereses igual a como lo han hecho en otros momentos de la historia.
Lo que sí es nuevo en América Latina es el surgimiento de una serie de procesos socio-políticos que cuestionan el dominio norteamericano. Estos se han venido gestando desde la década de los ochenta, para solo mencionar sus más inmediatos antecedentes, como reacción a los efectos que las políticas neoliberales han tenido. Ya en 1989, en Venezuela se producía una verdadera explosión social conocida como "El Caracazo", que puso en jaque al gobierno e hizo tambalear todo el andamiaje institucional del Estado. Es posible que éste pueda ser visto hoy, a 20 años de distancia, como el hecho político que inaugura un período de revueltas populares contra los poderes establecidos, y que abre paso a regímenes en los que el protagonismo popular crecerá ostensiblemente. Una década de agitación social se abría así con este estallido venezolano: Bolivia, Argentina, Ecuador se convertirán en verdaderos calderos bullentes de protestas.
Hacia finales de la década del 90, esas mismas fuerzas que habían explotado agresivamente en el Caracazo, eligen autoridades gubernamentales a tono con sus necesidades y aspiraciones. Como nunca antes en el continente, se inicia un período de diálogo continuo entre el pueblo y los gobiernos, en los que estos últimos, presionados por aquellos, van radicalizándose paulatinamente. Reivindicaciones mínimas, elementales, obvias, que habían sido postergadas durante, por lo menos, toda nuestra historia republicana, son atendidas por las autoridades gubernamentales que, así, se ganan el favor de las grandes mayorías: acceso a la educación, a la salud, a la vivienda, respeto a la diversidad cultural.
Hemos sido nosotros mismos, pues, los pueblos de América Latina, los que hemos construido y hecho avanzar estos procesos de cambio social que hoy se perfilan en nuestra región. Y no ha sido porque no nos han puesto atención y, mientras tanto, nos escapamos del redil, vieja idea de origen colonialista que no nos cree capaces de impulsar procesos autónomamente, lejos de la tutela de alguna gran potencia. Ha sido porque, como decía la Segunda Declaración de La Habana hace ya más de 35 años, “esta gran humanidad ha dicho basta y ha echado a andar…”
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