Quizá lo más destacado del documental "Al sur de la frontera", de Oliver Stone, es que un consagrado cineasta, laureado por el establishment hollywoodense, se propusiera mirar a nuestra América ya no desde la perspectiva hegemónica, el ojo del poder imperial, sino desde el punto de vista de algunos de los líderes políticos que encabezan los procesos de cambio en nuestra región.
Por estos días, distintas agencias internacionales de noticias informaron de la presentación de un documental del director estadounidense Oliver Stone, en el Festival de Cine de Venecia. Con el título de “Al sur de la frontera” (“South of the border”), la obra propone un acercamiento a la complejidad y riqueza de los procesos de cambio político y social en América Latina, apoyado en los testimonios de entrevistas realizadas por el cineasta a los presidentes Raúl Castro, Rafael Correa, Evo Morales, Cristina Fernández, Fernando Lugo y Lula da Silva, y particularmente al presidente de Venezuela, Hugo Chávez.
En una nota periodística publicada por Los Angeles Times, Stone explicó los motivos profundos de esta incursión en la realidad latinoamericana: “Como un hombre joven me lavaron el cerebro para creer que teníamos enemigos por todos lados. Y ahora he viajado por todo el mundo, quiero decir que tienes que preguntarte ¿por qué? ¿Por qué constantemente hacemos esto? ¿Dónde nos nació esta paranoia?”
Para El Universal de Caracas, reconocido diario opositor a la Revolución Bolivariana, lo llamativo del asunto era que Chávez sería uno de los protagonistas del Festival junto a Rambo, fetiche del cine y la industria guerrerista norteamericana ("Chávez, Rambo y Hollywood se miden en Festival de Venecia", 31-08-2009)
Para nosotros, en cambio, lo más destacado es que un consagrado cineasta, laureado por el establishment hollywoodense, se propusiera mirar a nuestra América ya no desde la perspectiva hegemónica, el ojo del poder imperial, sino desde el punto de vista de algunos de los líderes políticos que encabezan diversos y disímiles procesos. ¿Por qué lo consideramos así? Intentaremos exponer las razones en estas líneas.
Para los ideólogos del imperialismo en Estados Unidos, el sur de la frontera ha sido concebido, tradicionalmente, como un territorio de expansión natural, cuyas riquezas –en apariencia inagotables- deben ser conquistadas para llevar allí la civilización. Las reiteradas incursiones en México, Centroamérica y el Caribe, desde mediados del siglo XIX y hasta el presente (ahora con los TLC y la doctrina de seguridad nacional, expresada en el Plan Mérida), dan prueba irrefutable de ello.
Simultáneamente a estos procesos, y en sintonía con el desarrollo del cinematógrafo, la radio y los nuevos sistemas de impresión, que a inicios del siglo XX impulsaron la mundialización de la cultura de masas en los países latinoamericanos (y con ello el ingreso a nuestra modernidad tardía), los medios de comunicación se convirtieron en un instrumento fundamental de la expansión de la frontera norteamericana hacia el sur, ahora en su dimensión cultural.
A través de los productos de consumo audiovisual, como las películas y programas televisivos, y desde una subjetividad excluyente, el ojo del poder imperial construyó una imagen devaluada de los pueblos de América Latina.
Frente a esto, los intelectuales latinoamericanos de las décadas de 1920 y 1930, inmersos como estaban en el debate de las ideas socialistas, marxistas y antiimperialistas, acuñaron las tesis del colonialismo cultural y la dependencia y dominación cultural para analizar este fenómeno. Además, establecieron tempranamente la relación entre los medios de comunicación y su uso con fines políticos e ideológicos específicos, ajenos a lo nacional y, en un sentido mayor, a lo latinoamericano.
Dos investigadores costarricenses, Manuel Solís y Alfonso González, interpretan esta situación, angustiosa en los escritos de la época, con una sugestiva idea: “la imagen y el sonido del cinematógrafo empezaban a funcionar como una prolongación material y tecnológica del ojo que (…) nos escrutaba y nos juzgaba, desde el lugar del poder político, militar y económico” (La identidad mutilada, 1998. San José: Editorial de la Universidad de Costa Rica. Pág. 191).
La desvalorización de los otros, ejercida a través de los modernos medios de comunicación, se constituía así en un instrumento para colonizar culturalmente a los pueblos que no condescendían con los intereses de quienes controlaban las tecnologías.
Esta ha sido una estrategia política de comunicación aplicada, indiscriminadamente, a lo largo de la historia latinoamericana. Entre sus víctimas se cuentan una amplia variedad de actores y sujetos sociales, o bandidos, como se les ha llamado: desde los movimientos campesinos de Emiliano Zapata y Pancho Villa, durante la Revolución Mexicana; pasando por Augusto César Sandino y la gesta antiimperialista del pequeño ejército loco en Nicaragua; hasta Fidel Castro, el Che Guevara y la Revolución Cubana. Más recientemente, idénticas maniobras se han dirigido contra el Subcomandante Marcos y los zapatistas en Chiapas; Evo Morales y el movimiento indígena andino, o Hugo Chávez y la Revolución Bolivariana, por citar algunos ejemplos.
Como puede apreciarse, la actual guerra mediática que acosa, sistemáticamente, a los gobiernos nacional-populares y progresistas, y también a los movimientos sociales de nuestra América, tiene raíces de larga data.
Para el ojo del poder que desde el Norte, de tanto en tanto, asoma su mirada al otro lado del muro fronterizo –el muro material y el simbólico-, hemos sido siempre la barbarie.
De ahí el mérito del documental de Stone que, aunque probablemente no llegará a las grandes salas del cine comercial, sí contribuirá por otras vías a combatir las campañas de desinformación masiva y, en especial, los prejuicios que impiden que los pueblos de los dos factores continentales de América -como los llamaba Martí-, el Norte y el Sur, se conozcan, respeten la diferencia de orígenes, métodos e intereses constitutivos de cada uno, y toleren los diversos rumbos que han decidido emprender, como respuesta a su historia particular, sus aspiraciones más legítimas y su propia cultura.
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