Es todo un hito la condena a 150 años de prisión que se dictó en Guatemala el 1 de septiembre pasado contra Felipe Cusanero Coj quien, en su calidad de Comisionado Militar, participó en la detención, desaparición y posterior asesinato de seis indígenas mayas de la aldea Choatalum, en el departamento de Chimaltenango en 1983.
¿Quién duda de la importancia y el protagonismo político que han tenido las Fuerzas Armadas en América Latina? Nuestras naciones latinoamericanas vieron la luz en el siglo XIX signadas por la presencia omnímoda del Ejército que, en muchas oportunidades, era la única institución con un mínimo de estructuración interna en medio del caos postindependetista. Pagamos caro tal protagonismo: la impronta autoritaria quedó indeleble hasta nuestros días.
Los ejércitos latinoamericanos han cumplido a cabalidad el papel que, estructuralmente, se les asigna como parte del aparato de Estado: el de respaldar la dominación de un grupo, o alianza de grupos, sobre el resto de la población. En este sentido, el ejército, ciertamente, es garante del orden establecido.
Los ejércitos son pluriclasistas en su interior. Generalmente, los altos mandos provienen de las “familias bien” de la sociedad, y los soldados rasos de los sectores populares de la ciudad y del campo, es decir, de la chusma. Los primeros pasan por academias en los que los muchachos visten vistosos uniformes. En los bailes de graduación y de quince años, son las estrellas rutilantes con las que quieren bailar las niñas casaderas de la high society. Los segundos son acorralados los días domingos en actividades festivas. Perseguidos como animales, son subidos a camiones desde donde se despiden, compungidos, de sus seres queridos que los ven partir a veces para siempre.
Las Fuerzas Armadas latinoamericanas cumplen con estos últimos un papel “civilizatorio”, sobre todo cuando los reclutados pertenecen a poblaciones indígenas. Una vez dentro del aparato, los jóvenes son ladinizados, es decir, transformados culturalmente en otra cosa, distinta a lo que eran. Una vez que terminan su servicio, muchos no quieren volver a sus pueblos de origen en donde ya son extranjeros.
Algunos ejércitos latinoamericanos han sido instrumentos de este proceso “civilizatorio” de forma más cruenta. El argentino, el guatemalteco, el boliviano, el peruano, el chileno, por ejemplo, han emprendido, en distintos momentos de la historia, verdaderas arremetidas genocidas contra las poblaciones indígenas de sus respectivos países. Algunas de las últimas de estas arremetidas fueron perpetradas por los ejércitos peruano y guatemalteco. Este último, comportándose como un verdadero ejército de ocupación, hizo desaparecer más de doscientas aldeas indígenas en el altiplano guatemalteco como parte de la contrainsurgente estrategia de tierra arrasada, en la cercana década de los ochenta del siglo XX.
Nuestras Fuerzas Armadas han estado prestas a defender el status quo burgués en muchísimas oportunidades. El último recordatorio nos lo hicieron hace escasos dos meses en la hermana república de Honduras. Micheletti, presidente espurio de ese país, propuso nombrar al jefe del Ejército, Romeo Vásquez, héroe nacional.
En las guerras que los ejércitos latinoamericanos han librado contra sus propios compatriotas, teniendo conciencia que lo que hacen es ilegal, inhumano, censurable, han ideado estrategias que pretenden ocultarlos a ellos como protagonistas centrales. Una ha sido la utilización de la figura del paramilitar. En muchas oportunidades, este es el mismo militar solo que sin uniforme. Otras veces, son civiles reclutados para cometer las mismas atrocidades que los militares, apoyados por ellos, pero fuera de la estructura del Ejército. O mejor dicho, organizados en una para-estructura: en una estructura que no es oficial pero que se integra como si lo fuera.
En Guatemala, el Ejército y las clases dominantes crearon grupos paramilitares desde la lejana década de los sesenta, cuando nacieron el Ojo por ojo, La mano blanca y otras organizaciones que, entonces, funcionaron principalmente en las ciudades. Años después, ya en la década de los ochenta y noventa, las organizaciones paramilitares se masificaron y trasladaron su accionar al área rural, en donde participaron en las masacres escalofriantes.
Fueron miles de miles los desaparecidos y los asesinados, pero los responsables no aparecen. Claro que esta situación no es exclusiva de Guatemala; ya hemos visto cómo en Chile, Argentina y Uruguay ha sido difícil identificar a los culpables y juzgarlos.
Por eso, es todo un hito la condena a 150 años de prisión que se dictó en Guatemala el 1 de septiembre pasado contra Felipe Cusanero Coj quien, en su calidad de Comisionado Militar, participó en la detención, desaparición y posterior asesinato de seis indígenas mayas de la aldea Choatalum, en el departamento de Chimaltenango en 1983.
Debemos celebrar, también, la orden de detención contra 120 ex miembros de la DINA chilena, más cinco oficiales en retiro del Ejército, 45 suboficiales, 14 ex miembros de la Fuerza Aérea, 11 de la Armada, seis ex detectives y 32 carabineros, dictada por el juez Víctor Montiglio en Santiago de Chile.
No se trata de venganza. Nuestras sociedades deben cerrar las heridas del pasado y reconciliarse consigo mismas. Esto solo se logra esclareciendo los hechos, deslindando y estableciendo responsabilidades. Es decir, haciendo justicia.
¡¡¡NUNCA MÁS!!!
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