Se multiplican las denuncias contra la MINUSTAH por asesinato y exceso de violencia. Los males que padece el país no cesan. Miseria para los haitianos, narcodólares para los bancos estadounidenses.
Haití es un paraíso para delinquir. Al no regir las instituciones gubernamentales, todo se puede hacer: tráfico de drogas, de armas y contrabando son moneda diaria, y sus jefes son los funcionarios oficiales.
Así, en voz muy baja, los militares que regresan de la misión de Naciones Unidas para la Estabilización de Haití (MINUSTAH) confiesan que la situación del país es aberrante.
En sus medidas descripciones abundan relatos de miseria, corrupción, violencia generalizada, carencias básicas, agresiones con piedras contra los tanques blancos de patrullaje y narcotráfico.
Por otro lado, empiezan a sumarse las voces de denuncia de organizaciones sociales y de Derechos Humanos en contra de las fuerzas internacionales, a las que no vacilan en llamar de ocupación.
La MINUSTAH comenzó sus actividades en Haití el 1º de junio de 2004, coordinada por las Fuerzas Armadas de Brasil -por mandato del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas- e integrada por efectivos de Chile, Uruguay, Argentina, Ecuador y de España, Canadá, Francia y Estados Unidos.
Si bien en sus comienzos la fuerza multinacional consiguió restablecer la tranquilidad en Cité Soleil (barrio popular de Puerto Príncipe, considerado de alta peligrosidad), en la actualidad la conducta de los militares extranjeros roza la brutalidad y el pillaje.
En ese sentido, organizaciones sociales han denunciado que los cascos azules realizan violentas requisas -sin razón aparente- e incluso roban dinero de los pobladores y saquean comercios.
Las denuncias por homicidio tampoco están ausentes: miembros de MINUSTAH fueron acusados de haber asesinado, el 5 de agosto, a un joven de 26 años, durante una manifestación popular para reclamar por el restablecimiento de los servicios de electricidad en la ciudad de Las Cahobas.
Según la Red Fronteriza Jano Siksè, los cascos azules llegaron al lugar de la protesta y dispararon con armas de fuego contra manifestantes armados con piedras. En el choque resultó muerto el joven Ricardo Morette y otros diez manifestantes salieron heridos.
Posteriormente, miembros de la fuerza multinacional se apropiaron del cadáver depositado en la morgue de Las Cahobas y merced a una autopsia -cuyo resultado fue negado al letrado de la familia de la víctima- informaron que el deceso no se había producido por herida de bala. Esa información fue objetada por los médicos de Las Cahobas.
Este caso particular –que se suma a otras denuncias de abuso perpetradas por las fuerzas de paz- amerita un replanteo de la misión, tanto en la ONU como entre los gobiernos que forman parte de ella.
Dado que el problema de Haití es de carácter estructural, debería haberse anticipado que el uso de la fuerza sólo era admisible por un corto período y en conjunción con otro tipo de medidas que no se han adoptado o han sido equivocadas.
La crisis de Haití es de carácter medioambiental, productiva y política, y la solución no puede pasar exclusivamente por el factor militar.
En un país agrario, dónde no existen registros de propiedad de la tierra, el desinterés por su utilización y conservación es algo natural. En las pocas explotaciones agrícolas que funcionan el uso de tecnologías nocivas destruye la capacidad productiva de los suelos.
La carencia de combustibles ha intensificado el uso del carbón –se usa en el 70 por ciento de las cocinas del país- y propiciado la deforestación.
Haití ha perdido su soberanía alimentaria -en 1970 producía el 90 por ciento de lo que consumía, hoy importa el 55 por ciento- y si bien el país recibe ayuda internacional, ésta es distribuida a través del poco equitativo mercado negro.
El desgobierno conlleva al funcionamiento de instituciones financieras sin control, que se nutren con el lavado del dinero proveniente de un creciente tráfico de estupefacientes colombianos.
Una vez más, la imposibilidad de despegue que padece Haití parece estar ligada a los intereses de Estados Unidos. Y es que en la actual búsqueda de posiciones estratégicas por parte de Washington, el territorio haitiano representa un portaviones desde dónde proyectar su amenaza militar en territorio sudamericano y consolidar sus pretensiones hegemónicas sobre los recursos de la región.
Por otra parte, en épocas de crisis financiera, el dinero del narcotráfico contribuye como alivio a la economía estadounidense.
Es así que la conducta de Estados Unidos en Haití complementa los movimientos derivados de los planes Colombia y Mérida, del golpe de estado en Honduras, del patrullaje de la IV Flota y de la política de establecimiento de bases militares, con la complicidad del presidente colombiano Alvaro Uribe.
Por consiguiente, los velados argumentos de los países sudamericanos, en el sentido de que sus participaciones en MINUSTAH contrapesan a los intereses de Estados Unidos, aparecen casi como ingenuos. La comunidad internacional no toma en serio el problema haitiano. Es hora de hacerlo.
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