Detrás del giro del presidente colombiano Juan Manuel Santos, en la crisis diplomática con Venezuela, se perfila el creciente poder de un nuevo regionalismo sudamericano y el debilitamiento del tradicional espacio interamericano privilegiado por Washington.
La nueva diplomacia del presidente Santos es reveladora del creciente hastío de las élites colombianas con la política exterior de su predecesor. Uribe logró sacar cierto provecho político de su satanización de Chávez, pero a costa del cansancio de muchos colombianos que empezaron a anhelar mayor altura y pragmatismo diplomático. Al descontento de los empresarios expulsados del jugoso mercado venezolano, se sumó la inconformidad de las élites “ilustradas” de Bogotá, conscientes de que apostarle todo al bilateralismo con EE.UU., en un mundo cada vez menos unipolar, no vaticinaba una estrategia inteligente de largo plazo. Las críticas de los liberales en particular, pero también de algunos conservadores, a los sucesivos shows mediáticos antichavistas del gobierno de Uribe, fueron muy sintomáticas del deseo de retomar la senda de un conservadurismo diplomático desideologizado.
Las recientes declaraciones de María Ángela Holguín, nueva canciller de Colombia, en alabanza al estilo diplomático de Sebastián Piñera, en particular en el manejo de sus relaciones con Venezuela, nos brindan una buena idea del nuevo horizonte colombiano: bajar la retórica, sin perder de vista cuáles deben ser las alianzas estratégicas. México, Perú y Chile, admite Holguín, son los socios regionales prioritarios y la región Asia-Pacífico la panacea comercial a la que se debe apuntar. Pero para conseguir el apoyo incondicional de los otros gobiernos de derecha de la región, Santos parece haber entendido que es necesario no alienar a los brasileños, que todos, incluyendo García y Piñera, parecen tratar con un respeto que raya en lo reverencial. El mayor error de Uribe fue sin duda su aislamiento dentro de Unasur, lo que hizo que hasta los peruanos, inicialmente dispuestos a jugársela por Colombia, tomaran ciertas distancias al palpar el notorio fastidio que Uribe le empezó a causar a Lula.
Ciertamente, no ayuda a la causa colombiana el hecho de que, en las últimas semanas, la estrategia electoral de la derecha brasileña haya sido el tratar de vincular al PT y al gobierno de Lula con las FARC, para tratar de restarle apoyo a la candidatura de Dilma Rousseff. Lula nunca salió a protestar las constantes acusaciones de la derecha hemisférica de que Correa, Chávez, los mapuches y hasta el escurridizo Ejército del Pueblo Paraguayo, eran todos títeres de las FARC. ¡Pero que lo impliquen a él, no parece causarle mucha gracia! Desde la perspectiva colombiana, entonces, la estrategia de la derecha brasileña resulta contraproducente. La meta colombiana era tratar de convencerle a Lula de que Chávez y sus aliados eran narcoterroristas, y no de acusarle a él de estar encabezando el “eje del mal”.
Misión cumplida, entonces, para Santos, que logró acercarse a la Unasur, en presencia del secretario general Kirchner, y hasta se presó a lo que, para él, debió ser un remedo de hermandad y amor bolivariano junto a la insoportable figura de Hugo Chávez.
Detrás del giro de Santos, no obstante, se perfila el creciente poder de un nuevo regionalismo sudamericano y el debilitamiento del tradicional espacio interamericano privilegiado por Washington. Ni Santos ni la derecha hemisférica más recalcitrante pueden hoy poner todos sus huevos en la canasta del exclusivo bilateralismo con EE.UU.
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