sábado, 22 de agosto de 2020

El SARS-CoV-2 y el lenguaje de la guerra infinita

 La COVID-19 impuso al mundo el falso dilema entre decidir entre la salud de la economía o la salud de la población, aunque también consiguió que las preocupaciones sanitarias se concentraran más en garantizar que los sistemas de salud no mostraran las insuficiencias que tantos años de neoliberalismo habían producido, y no en la atención rápida, con calidad y oportuna,  que en esta emergencia la gente necesitaba.

Pedro Rivera Ramos / Especial para Con Nuestra América

Desde Ciudad Panamá


Los coronavirus. El SARS-CoV-2


En los últimos veinte años la humanidad ha sido víctima de varios brotes epidémicos causados por coronavirus, que amenazaron con convertirse en un gran problema de salud pública. Entre ellos en el 2002, apareció en China el síndrome respiratorio agudo severo (SARS-CoV) que mató en el mundo alrededor de 800 personas, casi el 10% de los contagiados (8,500 en más de 30 países). Este virus fue aislado de animales silvestres o salvajes. Diez años más tarde, con una letalidad del 35% y un número de muertos muy cercano a los 900, en Arabia Saudita hizo su debut el síndrome respiratorio de Oriente Medio (MERS-CoV), que esta vez sería aislado solo de camellos.  

 

Ninguno de estos brotes del género betacoronavirus y de origen zoonótico, pudo generar la emergencia sanitaria que con sus millones de muertos por neumonía vírica, fuese tantas veces advertida y largamente esperada (el big one) por la OMS y Bill Gates. Hasta que a finales de diciembre de 2019 en la ciudad china de Wuhan, irrumpe otro coronavirus de igual género y origen que los anteriores, el SARS-CoV-2, que se viene a diferenciar de ellos por su mortalidad más baja y una capacidad de transmisión entre personas mucho más eficaz (entre 5-10 veces mayor que otros virus). 

 

Los coronavirus son un grupo de virus descubiertos en los años 60, que poseen un enorme genoma compuesto por una compleja hebra de ARN, que en su gran mayoría no son considerados peligrosos, pero que algunos tipos pueden provocar enfermedades que van desde resfriados comunes, conjuntivitis, hasta síndromes respiratorios leves, moderados o graves. El nombre por el que se conocen a los coronavirus se debe a que están rodeados por una envoltura de proteínas, que por su aspecto exterior proyectan una corona o halo. Han sido aislados no solo en humanos, sino en murciélagos, gatos, cerdos, vacas, perros, roedores, animales silvestres y otros. 

 

La propagación del coronavirus SARS-CoV-2 y la enfermedad COVID-19 que provoca, al extenderse rápidamente desde China por todo el orbe, condujo a la OMS a declarar el 12 de marzo de 2020, el estado de pandemia en todo el mundo. Desde que apareció hasta hoy, este virus que afecta principalmente las vías respiratorias, ha causado ya más de ochocientos mil muertos y casi veinte millones de contagiados, con una preferencia muy marcada por personas de la tercera edad, con enfermedades crónicas o sistemas inmunológicos debilitados. 

 

El SARS-CoV-2 parece venir a satisfacer a medias, los grandes objetivos de los que desde la codicia empresarial, valoran a la salud y a la enfermedad solo como mera mercancías y para los que una reducción significativa de la población mundial no sería una colosal tragedia, sino que se justificaría como un gran alivio para el clima, los recursos naturales y el nivel de opulencia y consumo de sociedades despilfarradoras.

 

Fue, en la central provincia china de Hubei, específicamente en la ciudad de Wuhan, donde el 17 de noviembre del 2019 se diagnosticó la primera persona enferma de COVID-19, que se cree que la adquirió por el manejo inadecuado de animales domésticos, salvajes y hasta exóticos, que se hacían en un mercado de esta ciudad. Una vez que los casos comenzaron a crecer aquí de manera alarmante, el gobierno central chino tomó el control de la situación y decretó el confinamiento de los 11 millones de personas de Wuhan, adoptando medidas restrictivas enérgicas para frenar los contagios. 

 

Pese a ello y sin que esto suponga sorpresa alguna, en un mundo donde la economía mundial está tan interconectada, este coronavirus en solo días, ya era diagnosticado en otras ciudades chinas que estaban a miles de kilómetros de distancia de Wuhan. Tardándose dos semanas en salir de China y casi tres meses para extenderse por más de 70 naciones.

 

El SARS-CoV-2 que se transmite por contacto muy cercano, a través de los ojos, boca y nariz, ha sido exageradamente presentado como una plaga que está amenazando la existencia misma de la especie humana, más por la gran velocidad con la que se propaga, que por los muertos que deja a su paso. Sin embargo, esto es lo que ha permitido que más de un tercio de la población del mundo sucumbiera a la estrategia del pánico, del disciplinamiento social obligatorio y de una retórica belicista, que los líderes políticos de los diferentes países han cultivado muy cuidadosamente, con el fin de controlarla, vigilarla y confinarla durante largos meses para, supuestamente, evitar el colapso del sistema de salud pública y mitigar el impacto del coronavirus. Con esto consiguieron que la vida quedara en suspenso y las principales libertades democráticas como la de reunión, manifestación y circulación, pasaran a estar suspendidas o muy restringidas. 

 

La excesiva alarma o paranoia que este coronavirus ha desatado, viene a reforzar, no sin cierta ayuda de muchas autoridades, medios de comunicación y “expertos” científicos, nuestras inseguridades, incertidumbres, y sobre todo, nuestro temor hacia uno de los límites humanos que más nos estremece: el que representa a la muerte. Asimismo, nos ha arrastrado hacia un pánico generalizado que nos revela indefensos y vulnerables, que nos priva del sentido común y de la serenidad necesaria, que en situaciones críticas e inesperadas como la actual, debieran prevalecer.

 

El lenguaje de la guerra infinita. Modelos matemáticos 

 

En esta lucha contra el SARS-CoV-2, se ha apelado en casi todos los países y regiones a una retórica de carácter guerrerista, que no solo busca transmitir todo el miedo posible, sino que además sirve para amparar las restricciones a las libertades fundamentales y a las normas que le den sustento legal a estas y otras intervenciones. Se trata de enfrentar esta pandemia con un discurso de guerra, como si el coronavirus no fuera una plaga, sino un enemigo hostil con objetivos militares muy definidos que debe ser derrotado con acciones bélicas, donde la obediencia a las fuerzas de seguridad, el cumplimiento estricto de las órdenes, las detenciones, multas y cárceles de los infractores y la tolerancia cero, deben ser cumplidas y respetadas ciegamente. 

 

Ese enfoque de milicia y guerra para luchar contra plagas, se parece mucho al que desde la década del 50 se impuso hasta hoy, para combatir los organismos perjudiciales a la agricultura. Más de setenta años después y pese a los amenazantes  nombres bélicos que identifican a todos sus plaguicidas químicos, las plagas siguen quedándose con más de un tercio de la producción mundial de alimentos, mientras que la celeridad con la que desarrollan mecanismos de resistencia, ha provocado que crezca de manera exponencial la contaminación química de aguas, suelos, plantas y seres humanos.  

 

De modo que con esta pandemia es fácil encontrar una pléyade de gobernantes que con un inocultable lenguaje bélico, buscan que asumamos el combate al virus y a la enfermedad como un asunto de unidad nacional, como los ideales más sagrados que en esta cruzada, deben unir a toda la nación. Así también esperan convencernos de que todos los ciudadanos somos soldados, en un conflicto donde por supuesto debemos ver como normal que haya bajas, sacrificios, héroes y mártires. 

 

Sin embargo, si nos detenemos en el carácter coercitivo de la cuarentena y en los sectores de la población que más sufren el encierro obligatorio a domicilio, el enemigo principal de esta supuesta y extraña guerra, no siempre parece que sea el virus, sino la gente más humilde y pobre, la que despojada abruptamente de sus formas de subsistencia, debe salir a desafiar las medidas represivas, en procura de lo esencial para poder vivir. Es precisamente sobre la población más pobre y más indefensa, donde diariamente la represión se ceba y la que es observada, vigilada y rastreada por las fuerzas policiales, tanto en redes sociales, como en las calles y en sus casas.

 

En esta crisis que no solo es sanitaria, sino también social, económica y política, se ha venido imponiendo peligrosamente una visión muy reduccionista, donde las estrategias que han prevalecido se han concentrado en aniquilar el virus, no necesariamente con medidas provenientes de la medicina moderna y basadas en la evidencia científica que tanto se invoca, sino con  disposiciones administrativas sin sustento alguno, de cuán eficaces resultan y normas punitivas que a la larga terminan siendo totalmente contraproducentes. 

Detrás de ellas se encuentra un cientificismo dogmático y autoritario, desbordado por las poses “doctorales” y de “expertos”, que con petulante discurso y un poder casi omnímodo cedido por los estados nacionales, están convencidos que se transita por el camino más seguro y correcto, donde el resto de los mortales solo tienen el derecho de ser desde sus casas y desde sus encierros, sumisos espectadores de las cifras y las acciones de cómo las autoridades les salvan sus vidas. Aquí, ante tanta soberbia, es imposible que se admitan o se escuchen recomendaciones de disciplinas diferentes, aunque en esta crisis la narrativa de la ciencia hegemónica se muestre tan desorientada, limitada e impotente.

 

Una de las herramientas que con más frecuencia aparece en los discursos de los llamados expertos científicos y desde las cuales se valen para aconsejar y tomar decisiones sobre esta pandemia, recae en sus modelos matemáticos del tipo “Imperial College de Londres” y la tasa reproductiva promedio. A ambos recursos, pese a todo lo impresionante que parezcan, se le han observado claras limitaciones, que generalmente son desatendidas por estos especialistas. Entre ellas se ha encontrado que escasa o ninguna importancia se le concede al hecho, de que el número de contagios varía mucho entre diferentes personas y contextos y que una epidemia, aunque muestre una tasa reproductiva por debajo de 1, puede seguir activa en lugares y entre personas muy definidas. Además, suelen hacer recaer en la responsabilidad y comportamiento individual de las personas, el peso principal en el control de los focos de una infección, desdeñando la gran influencia de otros factores, como los sociales. 

 

Precisamente muchos países sustentaron en modelos matemáticos y estadísticos la aplicación de sus medidas, entre ellas la del aislamiento total y obligatorio de la población. Algunos siguieron las desafortunadas recomendaciones del profesor británico Neil Ferguson y de sus seguidores en América Latina, pese a que este “experto” a fines de marzo del 2020, reconociera que sus cálculos para esta pandemia fueron extrapolados de una base de datos, que sobre epidemias de gripe se había levantado hace 13años. Con ellos hizo un pronóstico absolutamente exagerado, cuando esperaba para Francia y el Reino Unido durante esta pandemia, más de medio millón de muertos en cada país. Sus desatinos tan escandalosos no son nuevos, ya la agricultura inglesa había sufrido varios de ellos.

 

Esta pandemia, que revela con crudeza  las verdaderas condiciones en las que la vida, la salud y el trabajo de una parte considerable del mundo se viene desenvolvimiento, no es una crisis aislada más; es realmente una manifestación inequívoca de la crisis sistémica general, donde la crisis energética, la climática y otras, también forman parte. Es el neoliberalismo y su paradigma civilizatorio, mostrando cuánta obsolescencia han acumulado. 

 

De allí que cuando la pandemia se abalanza con rapidez sobre los países, tropieza con una protección de la salud como servicio social seriamente comprometida y con un proceso creciente de mercantilización de la salud y de privatización de los servicios sanitarios. Asimismo, encuentra a casi todos los sistemas de salud pública del planeta en franco deterioro, caracterizados por décadas de insuficiencias presupuestarias, de profesionales, equipos, insumos e instalaciones modernas y permeados de manera sensible por una corrupción galopante.

 

Un falso dilema y una enfermedad muy mediática

 

La COVID-19 impuso al mundo el falso dilema entre decidir entre la salud de la economía o la salud de la población, aunque también consiguió que las preocupaciones sanitarias se concentraran más en garantizar que los sistemas de salud no mostraran las insuficiencias que tantos años de neoliberalismo habían producido, y no en la atención rápida, con calidad y oportuna,  que en esta emergencia la gente necesitaba. Eso explica porque, en lugar de apelar a un balance entre los intereses de la salud y la economía y elegir una cuarentena selectiva que estuviera limitada sobre todo a las personas susceptibles, sin alterar en lo fundamental la vida habitual del resto de la población, como muchos países hicieron, lo que ha predominado ha sido el establecimiento de un generalizado aislamiento social obligatorio y una cuarentena total sin exclusiones.

 

Estas medidas sin dudas, están generando consecuencias perjudiciales en los sectores económicos, financieros y laborales de todo el planeta. Sus magnitudes y alcance son todavía difíciles de determinar. Sin embargo, ya la CEPAL para América Latina y el Caribe pronostica que esa región, padecerá la recesión más grande desde 1914 y 1930, mientras que la OIT estima que en el mundo se perderán 305 millones de empleo a tiempo completo y que las fuentes de subsistencia de 1,600 millones de trabajadores del sector informal, podrían desaparecer. Cuando este es el panorama desalentador que se le predice a la mayoría de la población mundial como resultado de la pandemia; en cambio solo 8 multimillonarios durante la actual crisis sanitaria, han visto aumentar su riqueza en más de 1000 millones de dólares cada uno.

 

Es evidente que las preocupaciones y las medidas que se han asumido en los países, ante la gran alarma que esta pandemia del COVID-19 han generado, distan mucho de las que se adoptan ante otras enfermedades o problemas de salud, que anualmente cobran la vida de millones de seres humanos. La humanidad debiera tener motivos suficientes para inquietarse también, por el uso descontrolado de antibióticos en la medicina moderna y la industria ganadera, por los más de 40 millones que mueren todos los años por diabetes, cáncer y enfermedades cardiacas, el millón que muere de VIH/SIDA, el 1.5 millones que lo hace de tuberculosis y el hecho de que de cada diez personas en este mundo, nueve respiran aire contaminado y 6.5 millones según la OMS, fallecen por año solo por esa causa. 

 

Por eso que el sobresalto excesivo que a muchos causan las cifras diarias de esta enfermedad vírica y la atención casi exclusiva que los líderes políticos, autoridades médicas y medios de comunicación le dedican, contrasta de manera notable con una casi indiferencia, cuando se trata de otros padecimientos, algunos hasta más letales, como los 750 niños (18,000/día) que cada hora mueren de hambre, en un planeta que en el 2018 según la ONU, murieron por esa misma causa 113 millones de personas, cuyos decesos no fueron --como sí ocurre con profusión con esta pandemia-- contabilizados en tiempo real y expuestos por países en mapas online.

 

Esto pone de manifiesto la marcada selectividad y énfasis informativos con la que en este mundo se reporta, no lo que realmente interesa a la sociedad y a las personas, sino lo que los dueños de los medios de comunicación deciden y los poderosos del planeta ordenan. De esa forma se vienen invisibilizando las causas reales de la actual pandemia, se le resta significación a las consecuencias en la salud mental, física, social y ambiental que está provocando y se facilitan espacios para dar amplia cobertura, a aquellas visiones  y a aquellas estrategias muy afines, a las que se sustentan desde la industria farmacéutica. 

 

Continuará…

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