La cloaca mediática dueña de una porción importante de la opinión pública, sabe cómo instalar nuevamente los sofismas jurídicos y volver a la carga con las agendas políticas establecidas por los mandamás entre bambalinas. Entre fomentar la indignación y el odio contra las falsas acusaciones de la justicia cómplice, no hay mejor ingrediente que destacar la inflación galopante, siendo que el conglomerado de empresarios que concentran los alimentos, el verdadero poder real, hay que mantenerlo contento para que no se desboque la economía.
Situaciones de tire y afloje constante, marcadas por una tibieza gubernamental, una complacencia de las autoridades y una permanente vocación dialoguista con quienes jamás estuvieron ni están dispuestos al debate.
En ese clima marcado por inseguridades, idas y vueltas, se discute en el Congreso la aprobación del presupuesto 2023, intentando que la porción racional de la oposición dé su visto bueno y pueda prosperar esa ley fundamental que asegure cierta gobernabilidad en un año electoral.
Para que ello sea posible han tenido que desfilar los diversos ministros del Ejecutivo con el objeto de detallar las partidas asignadas para cada gasto.
Pero no nos engañemos, siempre se insistió que la alianza frentista respondió a una necesidad de agrupar el peronismo disperso, el campo nacional y popular aporreado por el neoliberalismo macrista y que la misma obedeció a la estrategia e inteligencia de Cristina Fernández de Kirchner, luego de dar a conocer su libro “Sinceramente”; asfixiada y proscripta por una justicia corrupta, previamente cooptada por el poder económico que llevó a la presidencia al ingeniero empresario, devenido consejero consultor de la derecha internacional, beneficiado por la última dictadura.
En su momento – enmarcado por la fecha del 18 de mayo de 2019 –, insistimos, la decisión de la dos veces presidenta, despistó a propios y ajenos, dejando desconcertada a una oposición que, ante el resultado de las PASO dejó que el valor del dólar se fuera a las nubes, como venganza personal del ingeniero presidente, quien desquiciado esgrimía “que podía volverse loco”, aunque previo a esto nos endeudó con el Fondo Monetario a sabiendas que nadie podría escapar de su control bendecido por el imperio comandado en aquel momento por su amigo Donald Trump.
Cuando asumió el presidente Alberto Fernández en diciembre de 2019, todas las esperanzas se concentraban en poder dejar atrás los devastadores cuatro años negros, donde los CEOs desguazaron el Estado, desarticulando organismos de gestión imprescindibles en favor de los grandes conglomerados que seguían concentrando la actividad económica. Recuperar el Estado era una tarea inmediata, como inmediato era salir a apagar los incendios ante el FMI ante un previsible default.
No hubo tiempo para festejos, no bien fue electo, Alberto Fernández tuvo que intervenir en resguardo de la vida de Evo Morales, tras el golpe de Estado ocurrido en el país hermano, con comprobados cómplices locales. No le tembló el pulso, mucho menos tibio, su decidida acción salvó a Evo.
Antes de cumplir los cien días de gobierno se produjo la pandemia que paralizó el mundo. Un hecho inédito que movilizó todos los recursos disponibles ante un virus mutante que se expandía a través de olas y para el que no se tenía vacuna.
La emergencia impuso esfuerzos de gestión extraordinarios tanto públicos como privados. Priorizar la salud fue la consigna adoptada por las nuevas autoridades, ante la crítica de aquellos que reclamaban la reactivación económica, reactivación que pudo lograrse a pasos agigantados al año siguiente, en 2021. Alberto Fernández fue preciso, decidido y drástico. Nadie dudaría de su firmeza, para nada tibia.
Allí comenzaron las dificultades, si bien durante la pandemia se estableció el ingreso familiar de emergencia IFE, la pobreza creció a más del 40% y toda ayuda fue poca porque el valor de los alimentos nunca dejó de crecer. Porque nadie dice, que en un país donde se produce alimentos para más de 400 millones de personas, los señores dueños y señores de la producción, distribución y comercialización, no quieren dejar de enriquecerse. Esa situación vergonzante, escondida y negada por los medios cómplices, no ha dejado de ser criticada por una oposición artera.
Podría haberse ensayado una reducción del impuesto al valor agregado de unos puntos por debajo del 21%, establecido hace más de cuarenta años, para ocho o diez productos imprescindibles de la canasta familiar. Imposible, como imposible ha sido el tratamiento del impuesto de emergencia a las grandes fortunas. La hipocresía coagulada no deja prosperar la medida.
La tibieza de muchos legisladores del palo, contrasta con la soberbia opositora, cuando no, díscola, dispuesta a los dislates de sus referentes, que se identifican con cualquier postura excluyente, xenófoba.
Porque convengamos, la atmósfera de mentiras y violencia que envuelve a la política argentina es compartida por los vecinos, sino cómo se explica que Lula superó por pocos puntos a Bolsonaro, cuando se esperaba que ganara en primera vuelta. La locura y el odio seducen mucho más que la racionalidad, de allí que el actual presidente brasileño amenace con golpes de Estado si no gana y lo respalden estrellas de fútbol como Neymar, beneficiados con la elusión impositiva. Al resto que los parta un rayo.
La locura y el odio manipulado por las derechas se fortalecieron con la pandemia y la guerra de Ucrania, mientras la respuesta del progresismo – como el nuestro que no es el anterior, el que desafió al imperio desde la Cumbre de Mar del Plata – es tibia, cuida las formas, está pendiente de no irritar a los poderosos, cuestión que divide ideológicamente al Frente.
Tibio es el presidente que no deja de admirar al radical Raúl Alfonsín y la socialdemocracia que predicaba y practicaba.
Tibio y acomodaticio es Sergio Massa, cuya asunción estuvo rodeada del empresariado garantista que con su presencia daba el visto bueno a su futura gestión.
Tibia es la conducción obrera cegetista que ni en los peores momentos del macrismo salió a defender sus bases, bases cuyos salarios mínimos están por debajo de la pobreza, rayando en la indigencia. Gordos tibios, aburguesados en el poder a los que les cuesta celebrar el día de la lealtad; viven tan bien que salir al encuentro de sus representados les parece un chiste de mal gusto.
La única que no es tibia es la vicepresidenta, eso lo saben todos, propios y ajenos. Los propios porque se saben en falta; en el fondo reconocen que un gobierno peronista siempre fue revolucionario, siempre bregó por los de abajo, no como una letanía sin respuesta recitada como cierre de discursos, sino porque tuvo a una figura legendaria como Eva Perón, abanderada de los humildes, de los descamisados, de los cabecita negra rescatados de la esclavitud sempiterna impuesta por oligarcas explotadores y eso está marcado a fuego en la consciencia popular, esa consciencia que cansada de promesas puede salir a las calles y hacer tronar el escarmiento.
Pero más lo sabe la oposición por eso la persiguieron y lograron proscribirla y no contentos con eso, atentaron contra su vida, única manera de librarse de ella.
Mujer, linda e inteligente – como gustaba describirla al filósofo José Pablo Feinmann –, sin pelos en la lengua, siempre despertó recelo entre su propio género y mucho más entre los hombres, educados en una cultura machista; machismo que sigue presente en la asignación de salarios para idénticas tareas, tanto en las organizaciones estatales como privadas, aunque las mujeres son mayoría en los números censales, en las universidades, en la educación y en muchas actividades y conformen colectivos que luchen por sus derechos, el prejuicio machista permea las conductas que silenciosamente siguen los mandatos tácitos tradicionales.
La peligrosa tibieza puede ser contagiosa, no para el pueblo que reconoce quien le quiere sobar el lomo con mentiras, sino en sectores jóvenes sedientos de cierto progresismo y que sienten truncadas sus expectativas de progreso o esas clases medias diletantes, dispuestas a escuchar el canto de sirenas para el recambio de autoridades el año próximo.
La tibieza siempre fue castigada desde la Biblia en adelante; siempre despertó sospecha porque fue la actitud adoptada por las multitudes sometidas por el tirano de turno. Tal vez por eso, la recuperada democracia exige actitudes claras, ejemplificadoras para épocas aciagas y oscuras.
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