sábado, 13 de mayo de 2023

Colombia: gobernar

 Petro ha puesto al pueblo a esperar que el Congreso le haga la transformación del país, una transformación política hecha de cambios legales, de leyes. Pero el Congreso nunca la hará, porque la fortuna de los políticos depende de que nada cambie.

William Ospina / El Espectador

Petro, voluntarioso pero desesperado, intenta como un ajedrecista batirse a la vez en muchos tableros, pero eso solo se puede hacer en el ajedrez, porque allí se respetan las reglas. Al parecer, el presidente cree que una cosa es la paz, otra es la salud, otra es la economía, otra el tema de la tierra, otra la cuestión del trabajo, otra el problema de la droga, otra la educación: por eso, para cada cosa su reforma.
 
Hace acuerdos con enemigos que al día siguiente lo traicionan; pacta reformas con amigos que al día siguiente lo abandonan; acusa al capitalismo de todos los males del mundo, pero promete desarrollar el capitalismo; cree que se puede acabar el delito dejando de llamarlo delito; descubre que el mundo está lleno de trampas, pero camina tercamente hacia ellas.
 
El Establecimiento no está feliz con él, pero se está llenando de ilusiones, porque piensa que un fracaso de Petro tal vez le permitirá lo que ya parecía imposible: reencaucharse, tener una segunda oportunidad sobre la tierra.
 
Pero las elecciones que Petro ganó dejaron un mensaje aún más elocuente. Si marcaron el triunfo de unas esperanzas, midieron sobre todo el desengaño de un pueblo, el hastío de una sociedad traicionada por los políticos, extenuada por la corrupción y sacrificada por un Estado irresponsable.
 
Si Petro finalmente no encuentra el camino, extraviado por su vanidad, por sus contradicciones, por sus alianzas, por su fe en ese sistema al que siempre dijo combatir, el pueblo no va a caer otra vez en los brazos de sus verdugos.
 
En vano intentarán Gaviria y Pastrana, Uribe y Santos, volverlo a adormecer con sus oscuras fábulas. Destruyeron la economía y deslegitimaron al Estado, ahondaron la discordia social y dejaron al país en manos de las mafias, perpetuaron una política basada en la ignorancia del territorio y el desprecio por la gente, en la soberbia de una casta y su insensibilidad ante el sufrimiento, toleraron la corrupción y vivieron de la intriga y del legalismo tramposo, no tuvieron jamás ni orgullo patrio ni grandeza histórica.
 
Es una lástima que Petro les crea tanto, se alíe con ellos, condescienda con los métodos más turbios de la vieja política: hacerse elegir gastando fortunas, apoyarse en un Congreso que es un nido de corrupciones, tratar de ganarse a los ganaderos comprándoles la tierra, a los políticos transando con ellos.
 
Oírle decir a una exministra suya que el presidente Petro nunca le concedió una cita es lo más alarmante que he oído en los últimos tiempos, no solo porque el gobernante que no tiene tiempo para oír nunca tendrá tiempo para gobernar, sino porque cuándo podrá recibir al pueblo el que no recibe siquiera a sus propios ministros.
 
Como de costumbre, Petro terminará recurriendo al pueblo solo cuando necesite ser salvado por él, entonces lo llamará a las calles e intentará convertirlo en una fuerza indignada. Pero al pueblo había que convocarlo desde el comienzo, y no por el camino de sobornarlo con subsidios sino por el camino de invitarlo a un esfuerzo responsable y sereno de reconstrucción nacional.
 
Un país no se reconstruye sin la participación cualificada de todos sus ciudadanos y todas sus regiones, pero eso no lo saben los profesionales de la oposición ni los expertos de la discordia social; una sociedad solo logra transformaciones creadoras cuando no es una fuerza ciega llena de rostros anónimos sino cuando se permite que cada quien aporte lo suyo y encarne su propio sueño, cuando las energías reprimidas y los talentos guardados puedan liberarse y dar sus frutos.
 
Lo que Colombia lleva 80 años esperando no es que la lancen a la asonada, sino que se estimulen las vocaciones, se reconozcan los talentos, se oriente el aprendizaje, se apoye la capacidad, se recompense el esfuerzo, se respete la diversidad, se canalice la energía, se promueva la cooperación y se premie la excelencia. Por eso es tan nefasta la política de élites, de compadrazgos y de camarillas. Porque el objetivo central de la política no puede ser la turbulencia de los últimos días sino la gracia y el asombro de la vida cotidiana.
 
También hay que decir, contra los hábitos de los políticos, que la paz solo puede ser el punto de llegada si es el punto de partida, que para cosechar la paz hay que sembrar la paz, y que la paz se siembra en cada gesto, reconociendo vocaciones, estimulando talentos, apoyando pequeñas y grandes empresas, superando desamparos, corrigiendo injusticias, liberando energías creadoras, abriendo mercados, conectando territorios, mejorando caminos, curando soledades, devolviéndoles la dignidad a los oficios, incluido el degradado ejercicio de la política, reconociendo el tesoro de civilización que hay en el trabajo, en la amistad, en la autenticidad y en la alegría.
 
Los supersticiosos del poder negocian primero con los políticos y dejan al pueblo para el final; piensan que el pueblo es el último recurso, del que se echa mano cuando ya no se tiene nada más, y recurren a él solo como una fuerza de choque para conjurar conspiraciones. Así el pueblo termina convertido tristemente en una herramienta del poder, el instrumento de la vanidad de unos o de la ambición de otros.
 
Las cosas están conectadas: sin educación no hay trabajo, sin trabajo no hay economía, sin economía no hay salud, sin salud no hay convivencia, sin convivencia no hay paz. Gobernar no es pretender resolver cada problema sino crear las condiciones para que los problemas se resuelvan; no es reemplazar a la sociedad sino más bien dejarla actuar, dejarla manejar los recursos que ella misma aporta. Gobernar es menos administrar lo que existe que producir lo que no existe. Tal vez es menos una técnica que un arte.

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