sábado, 16 de marzo de 2024

¿Fin de la historia?

 Al casi ingresar al meridiano de la tercera década del siglo XXI, a la luz de este papel de guardianas o paladines de la democracia burguesa que han pasado a jugar las fuerzas progresistas y de izquierda, lo que las hace apartarse -y muchas veces perder de vista- de las utopías que las movilizaron en el pasado, cabría preguntarse si no se estará haciendo realidad la caracterización que hiciera Fukuyama recién derrumbada la URSS…

Rafael Cuevas Molina / Presidente AUNA-Costa Rica

Luego de que la Unión Soviética implosionó a principios de los noventa del siglo pasado, el politólogo estadounidense Francis Fukuyama se hizo famoso por haber escrito un ensayo titulado El fin de la historia y el último hombre, en el que defiende la teoría de que la historia humana como lucha entre ideologías ha concluido, y ha dado inicio a un mundo basado en la economía de libre mercado que se ha impuesto a lo que el autor denomina utopías tras el fin de la Guerra Fría. En otras palabras, que lo que seguía de ahí en adelante era perfeccionar la sociedad política liberal y de mercado.
 
Como era de esperarse, a las izquierdas -ya de por sí atribuladas y desnorteadas frente al cataclismo soviético- la caracterización de Fukuyama les cayó como un segundo balde agua fría, y durante toda la década de los noventa sus teóricos se dedicaron a desmentirlo a partir de las experiencias latinoamericanos que mostraban que el pueblo combativo estaba vivito y coleando. Los dos casos traídos y llevados fueron, primero, la sublevación zapatista en Chiapas, y el segundo la experiencia venezolana comandada por Hugo Chávez Frías en Venezuela, que enfervorizaron a quienes, de capa caída, necesitaban un aliciente para seguir en la lucha por un mundo más equitativo.
 
Aún más, dado el seguidismo del modelo soviético en el que algunas de las más importantes expresiones de la izquierda mundial habían caído, especialmente los partidos comunistas, este momento cataclísmico fue entendido como una oportunidad para encontrar un camino propio, enraizado en tradiciones vernáculas, que permitiera construir modelos sociales que no tributaran acríticamente de experiencias ajenas, algo que se atribuyó a estructuras mentales propias del pensamiento heredado del colonialismo que estructuró a nuestras naciones. 
 
Se trataba, entonces, de impulsar modelos sociales que estuvieran acordes con las novísimas circunstancias del milenio que se estrenaba, y de ahí que algunas de ellas incluyeran explícitamente ese aggiornamento en su denominación, como, por ejemplo, el socialismo del siglo XXI.
 
Durante la primera década del siglo XXI, estas experiencias marcaron la pauta de la dinámica política latinoamericana, y deslumbraron a propios y extraños con sus logros que llevaron a que en Brasil y Ecuador se elevara el nivel de vida de amplios sectores sociales, que en Venezuela se hicieran esfuerzos por una democracia más participativa, y que se impulsaran iniciativas, como nunca antes habían existido, orientadas a profundizar la integración latinoamericana.
 
En este contexto eufórico, que parecía ir a contramano del diagnóstico de Fukuyama, aunque existían voces que advertían que, a pesar que era la izquierda quien impulsaba estos cambios, no había transformaciones estructurales que realmente los profundizaran, y la única que permanecía incólume con su modelo revolucionario de verdadero trastocamiento de las estructuras era Cuba.
 
Los zapatistas, por ejemplo, explícitamente se desentendieron del tema del poder del Estado, y asumieron como su objetivo la autoorganización de las comunidades sublevadas, instituyendo un modelo que no aspira a ir más allá de los límites de su territorio.
 
El resto de experiencias latinoamericanas -se autocalificaran a sí mismas como propias de ese nuevo tipo de socialismo del siglo XXI o no- nunca pasaron de los límites que impone el liberalismo y la democracia burguesa de él derivada, transformándose con el tiempo en sus más fervientes defensoras frente a los esfuerzos de un conservadurismo cada vez más radical, que no tiene empacho en saltarse las reglas de esa democracia de la que se dijeron guardianes mientras les convino en el pasado. 
 
Así las cosas, al casi ingresar al meridiano de la tercera década del siglo XXI, a la luz de este papel de guardianas o paladines de la democracia burguesa que han pasado a jugar las fuerzas progresistas y de izquierda, lo que las hace apartarse -y muchas veces perder de vista- de las utopías que las movilizaron en el pasado, cabría preguntarse si no se estará haciendo realidad la caracterización que hiciera Fukuyama recién derrumbada la URSS, y la nueva izquierda no estará apuntando como objetivo solo al perfeccionamiento de lo hasta ahora existente, y que se suponía que la izquierda estaba llamada a transformar radicalmente.

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