sábado, 30 de marzo de 2024

La naturalización de las nuevas derechas

 El neoliberalismo y los valores de la deshumanización crecieron juntos.

Telma Luzzani* / Tektónikos, Argentina


Nunca desapareció del todo, pero en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, la extrema derecha europea se encontraba en su mínima expresión. Se trataba de grupos marginales o, a lo sumo, de una minoría controlada. En la segunda mitad del siglo XX, llamar a alguien “fascista” era ofenderlo y ser de extrema derecha estaba socialmente mal visto. El cambio comenzó en los años ‘70, cuando lentamente, algunos de esos grupos políticos empezaron a ganar escaños en los parlamentos, como sucedió en los Países Bajos y en Francia.


El caso del francés Jean Marie Le Pen (padre de la actual dirigente Marine Le Pen) es un buen ejemplo. En 1972, formó el Frente Nacional, una alianza de partidos ultras cuya cúpula estaba integrada por él y varios políticos fascistas y pronazis. Defendían la superioridad de la “raza blanca”, se oponían a la presencia de inmigrantes en Francia y eran conspicuos negacionistas de los crímenes cometidos por Adolf Hitler. Con la misma táctica del presidente argentino Javier Milei (pero sin redes sociales), Le Pen padre conseguía seguidores a través de exabruptos violentos, como decir que los hornos crematorios de los campos de concentración nazi eran “un detalle de la historia”.

 

Para la sociedad global de mediados del siglo XX, la condena al régimen nazi no estaba en discusión y el repudio a los grupos de extrema derecha, tampoco. Los discursos de odio estaban prohibidos y quienes desobedecían eran castigados. Le Pen —quien pronto cumplirá 96 años— fue sancionado y multado por sus dichos varias veces y condenado a tres meses de prisión condicional por negar los crímenes contra la humanidad. 

 

En los años 80, los electores del Frente Nacional sumaban 2% del padrón, pero con el avance del neoliberalismo thatcherista y la metamorfosis social que generó el entierro del Estado de Bienestar y el colapso de la Unión Soviética, los seguidores de la extrema derecha se multiplicaron, sobre todo entre los desempleados y la clase trabajadora, quienes dejaron de sentirse representados por la socialdemocracia o los referentes de izquierda. 

 

En palabras del historiador italiano Enzo Traverso, “los posfascismos surgieron en un contexto global caracterizado por la desaparición de un horizonte de expectativas, el ocaso de las utopías y su pérdida de credibilidad” y con la ideología del mercado como única fuente posible de libertad. El neoliberalismo y los valores de la deshumanización crecieron juntos.

 

En la década de los 90, el Frente Nacional de Le Pen padre ya contaba con el 5% de votos, pero en las elecciones presidenciales de 2002, saltó a 16%, desplazó al candidato socialista Leonel Jospin y disputó el balotaje con el conservador Jacques Chirac que había sacado tres puntos más, 19%. Fue un anticipo de lo que se venía.

 

En el nuevo siglo, la prédica de extrema derecha fue penetrando cada vez más en sectores más amplios de la sociedad. En la segunda década del siglo XXI, esa ideología se expandió hacia América y capturó el poder con las presidencias de Donald Trump en Estados Unidos y Jair Bolsonaro en Brasil. Estas nuevas fuerzas contaban ya con centros de estrategias comunicacionales, think tanks, acaudaladas fuentes de financiación, medios de difusión y una sólida red que trascendía las fronteras nacionales y continentales.

 

En su libro “Extrema derecha 2.0”, el historiador italiano Steven Forti explica que “la nueva ultraderecha no representa sencillamente unas viejas ideas cubiertas de nuevo ropajes”, si bien hay elementos de continuidad. Para el académico, una de las novedades centrales es “la capacidad para utilizar las nuevas tecnologías digitales que ha permitido a la extrema derecha salir de la guetización del neofascismo y difundir, o mejor dicho viralizar, su discurso y sus ideas convirtiéndolas en aceptables, o más aún, en sentido común para buena parte de la población. (…) Han desarrollado unas estrategias bien definidas para conquistar la hegemonía cultural y política en el mundo occidental”.

 

Por su parte, Traverso, en su libro “Las nuevas caras de la derecha”, desde otra perspectiva, traza también las diferencias. “En la década de 1930, Benito Mussolini, Adolf Hitler y Francisco Franco prometían un futuro y se mostraban como una respuesta eficaz a la depresión económica (…). El fascismo era un proyecto de ‘regeneración’ de la nación, vista como una comunidad étnica y racial homogénea.” En nuestros días la extrema derecha no mira al futuro, sino al pasado. Según Traverso, “designa una pureza supuestamente originaria que se debe defender o restaurar contra sus enemigos: la inmigración, la corrupción de los valores tradicionales por parte del feminismo y los grupos de activismo LGBTQI, el islamismo y sus agentes (el terrorismo y el ‘islamoizquierdismo’), etcétera”.

 

Otros ejemplos que basan su relato en una supuesta grandeza nacional del pasado son el del presidente argentino Javier Milei; el citado Trump, que quiere hacer a “América Grande Otra Vez”; el primer ministro húngaro, Viktor Orban, que propone el renacimiento de la Gran Hungría anterior a la Primera Guerra Mundial o la “Iberósfera” del partido extremista español Vox, que quiere hacer renacer el imperio español incluyendo sus colonias en América, entre otros.

 

¿Qué tiene que ver el actual proceso de transición hegemónica hacia el multipolarismo —lo que el genial italiano Antonio Gramsci ha llamado “interregno” — o la crisis estructural del neoliberalismo con el reverdecer de los ultras? 

 

En algunos casos, como el de Ucrania, el rebrote de la extrema derecha está íntimamente ligado a los planes geoestratégicos de Estados Unidos. Es muy conocida la intervención de Victoria Nuland –hoy tercera funcionaria en importancia del Departamento de Estado- en el golpe de Estado o “revolución de colores” que catapultó, en 2014, a los grupos neonazis ucranianos como Pravy Sektor al poder. Nuland —en aquel momento secretaria adjunta para Asuntos Europeos y Euroasiáticos— declaraba abiertamente que Washington financiaba con miles de millones de dólares esos grupos para “promover la democracia” en Ucrania.

 

En cuanto a una crisis sistémica mayor, esto opina Traverso: “Los precursores del surgimiento de esta oleada neofascista anidan en la crisis de hegemonía de las élites globales, cuyas herramientas de gobierno, heredadas de los viejos Estados-nación, parecen obsoletas y cada vez más ineficaces. (…) Tras varias décadas de políticas neoliberales, las clases dominantes han incrementado enormemente su riqueza y su poder, pero también han sufrido una significativa pérdida de legitimidad y de hegemonía cultural. Estas son las premisas para el ascenso del neo- o posfascismo: por un lado, la creciente ‘caída en el salvajismo’ de las clases dominantes y, por otro, las extendidas tendencias autoritarias que su dominación engendra”.

 

En esa misma línea, el ex vicepresidente de Bolivia y pensador, Álvaro García Linera, explica que, “cuando las cosas van bien —como hasta los años 2000—, las élites convergen en torno a un único modelo de acumulación y de legitimación y todos se vuelven centristas. (…) Cuando todo eso entra en su declive histórico inevitable, comienzan las divergencias y la extrema derecha comienza a comerse a la derecha moderada”.

 

¿Hay salida? Sí. Pero la advertencia de García Linera es rotunda. “Cuanto esas izquierdas o progresismos más se comporten de manera miedosa, timorata y ambigua en la resolución de los principales problemas de la sociedad, las derechas extremas más van a crecer y el progresismo quedará aislado en la impotencia de la decepción. En estos tiempos, a las extremas derechas se las derrota con más democracia y con mayor distribución de la riqueza; no con moderación ni conciliación.”

 

“La izquierda, debe resolver de manera estructural la pobreza de la sociedad, la desigualdad, la precariedad de los servicios, la educación, la salud y la vivienda. Porque, no hay que olvidar, que las extremas derechas son una respuesta, pervertida, a esas angustias. Y para poder realizar eso materialmente, la izquierda tiene que ser radical en sus reformas sobre la propiedad, los impuestos, la justicia social, la distribución de la riqueza, la recuperación de los recursos comunes en favor de la sociedad.”

 

García Linera entiende lo complejo de este escenario, pero al mismo tiempo advierte que ésa es la salida. “Cuanto más distribuyas la riqueza, ciertamente más afectas los privilegios de los poderosos, pero ellos van a ir quedando en minoría en torno a la defensa rabiosa de sus privilegios, en tanto que las izquierdas se consolidarán como las que se preocupan y resuelven las necesidades básicas del pueblo. Esa es la manera de derrotar a las extremas derechas, reduciéndolas a un nicho, que va a seguir existiendo, pero ya sin irradiación social.”

 

Es muy probable que, en las próximas elecciones de la Unión Europea en junio, la extrema derecha gane un lugar de importancia como nunca antes. Los monstruos de Gramsci ya están aquí. Es hora de comprometerse. La tarea en defensa de las mayorías y de la democracia es urgente.

 

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*Analista de política internacional. Varios libros y coberturas periodísticas de sucesos históricos, tales como la caída de la URRS, conflictos bélicos en Medio Oriente y elecciones presidenciales en América Latina. Licenciada en Letras en la Universidad de Buenos Aires.

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