sábado, 12 de julio de 2025

Cultivos transgénicos: de tecnologías imprecisas a falsas promesas (I)

Lo que está ocurriendo hoy con las supuestas promesas de las semillas y cultivos transgénicos, ya había ocurrido antes cuando se promocionaba a la llamada Revolución Verde, como la solución del hambre y la pobreza en todo el mundo, a través de la introducción de semillas mejoradas, mecanización agrícola, uso de plaguicidas químicos y riego mecanizado.

Pedro Rivera Ramos / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá

Hace miles de años que el ser humano comenzó a domesticar las plantas y animales que conocemos, seleccionando solamente para la siembra y reproducción, las que presentaban las características que mejor se ajustaban a sus necesidades. Es decir que, desde los inicios mismos de la agricultura, el ser humano puso en práctica de forma empírica métodos de selección y mejoramiento en los vegetales y animales. Fue precisamente en esa rica experiencia milenaria que se basó, en el caso de las plantas, el desarrollo del mejoramiento vegetal tradicional que conocemos, para cruzar plantas relacionadas o emparentadas y así consolidar caracteres deseados. Algo muy distinto a lo que ocurre hoy con la ingeniería genética o las tecnologías transgénicas, donde el rasgo que se quiere introducir o insertar en el genoma de un organismo vivo, se identifica y se toma de cualquier otro, ya sea vegetal, animal o de algún microorganismo.
 
Los cultivos o plantas transgénicas, también conocidos como Organismos Genéticamente Modificados (GMO), comenzaron a comercializarse en la década de los años 90 y según la definición que de ellos hace la FAO, son vegetales modificados genéticamente para reducir o eliminar su vulnerabilidad a las plagas, aumentar su calidad nutricional, su resistencia a la sequía y a las inundaciones. De modo que los transgénicos son organismos que resultan de la manipulación genética, a los que se les ha incorporado material hereditario de un organismo vivo o de uno creado en un laboratorio. Al estar presente este material en sus células germinales, se transmite a sus descendientes por herencia. No obstante, la manipulación de los códigos genéticos de una especie determinada, más allá de las consecuencias para la salud humana que esto puede significar, es lógico considerar al hacer este tipo de intervención, las posibles implicaciones de carácter ecológico y hasta ético. 
 
Uno de los mitos más difundidos y que más tiempo lleva acompañando a los organismos genéticamente modificados, es el que sostiene que los mismos no son nocivos para la salud, no dañan el ambiente y no tienen diferencias nutricionales ni de tecnología con los alimentos y semillas convencionales. Asimismo, sus principales defensores insisten en que la biotecnología en el sector agropecuario, redunda en mayor productividad e incremento de la producción de alimentos, reduce el uso de suelos y de la huella ecológica, aumenta la resistencia a plagas y a la tolerancia a factores climáticos adversos.
 
Más concretamente, el principal argumento en defensa de los cultivos transgénicos, ha consistido en presentarlos como una solución a la necesidad de aumentar la producción de alimentos, usando para ello semillas más productivas, más resistentes a las plagas, a las malezas, a la sequía y a otros factores climáticos. Sin embargo, después de casi cuatro décadas de liberación y comercialización de semillas transgénicas, las principales promesas están muy lejos de cumplirse y las empresas biotecnológicas que están detrás de ellas, han desarrollado cultivos que sobresalen en solo dos rasgos: tolerantes a herbicidas y resistencia a algunos insectos. 
 
Un ejemplo elocuente del incumplimiento de las promesas biotecnológicas, se produjo en la India donde el rendimiento del cultivo del algodón Bt de Monsanto (Bollgard y Bollgard II), no han superado los 500 kg/ha y el gusano para el que fueron creadas esas semillas, ha adquirido una resistencia muy alta.  Por otro lado, los dos rasgos más desarrollados por la industria de los transgénicos han provocado en países como los Estados Unidos, malezas resistentes a su herbicida estrella, que han tenido que ser erradicadas o controladas con sustancias similares al Agente Naranja de la guerra de Vietnam. Igual ha sucedido con insectos que en muy poco tiempo, se han hecho altamente resistentes a plantas que contienen la toxina de la bacteria Bacillus Thuringiensis. 
 
Lo que está ocurriendo hoy con las supuestas promesas de las semillas y cultivos transgénicos, ya había ocurrido antes cuando se promocionaba a la llamada Revolución Verde, como la solución del hambre y la pobreza en todo el mundo, a través de la introducción de semillas mejoradas, mecanización agrícola, uso de plaguicidas químicos y riego mecanizado. En rigor, el desarrollo e introducción de las semillas transgénicas constituye una extensión de ese proceso de la década del 60, que vino a afianzar aún más el modelo de producción agroindustrial, donde los dueños de las semillas y los insumos, son grandes empresas transnacionales de los agroquímicos y semilleras, que siguen aspirando a reducir al mínimo la agricultura campesina o hacerla desaparecer por completo, consiguiendo con ello que el campesino pierda su identidad.
 
La Revolución Verde fue un programa que impulsaba la industrialización y mecanización de la agricultura, financiado e impulsado por el Banco Mundial y fundaciones como la de Rockefeller y Ford, que jamás ha podido resolver los dos grandes problemas que se propuso: el hambre y la pobreza con solo aumentar la productividad agrícola, sin considerar todos los otros factores sociales, políticos y económicos que los condicionan. 
 
Así que la biotecnología agrícola moderna con sus semillas transgénicas, vienen a profundizar la erosión genética de los vegetales que apareció con la Revolución Verde, con la destrucción de la gran diversidad y variedad agrícola de semillas que existió, imponiendo un grado mayor de uniformización de los cultivos y de los alimentos; algo sumamente peligroso para la salud humana, cuando toda la cadena alimentaria y agroindustrial se está concentrando en unas cuantas empresas transnacionales, a las que muy poco le importan la erosión genética vegetal, la deforestación o la pérdida de la fertilidad natural de los suelos.
 
Por eso es que desde hace algún tiempo se hace énfasis en una agricultura basada en monocultivos y muy dependiente de insumos externos y semillas patentadas, contraria a la agricultura sustentable y diversificada que practican los campesinos, indígenas y pequeños productores, quienes son responsables todavía, de producir más del 70% de lo que consumimos, basada en la conservación de los recursos necesarios para ello y en el bienestar de salud de la población. 
 
En el mundo de hoy se produce más alimentos que en ningún otro período de la humanidad. De allí que para resolver el problema del hambre mundial hay que hacer cambios en el terreno del acaparamiento y las desigualdades, en el acceso a los recursos de la tierra, agua y semillas; es decir, se necesita una mayor equidad y justicia social en todo el mundo. Enfatizando una Revolución Verde fracasada o una ahora transgénica que sigue sus pasos, estaremos cada vez más lejos de la solución que se busca. 
 
Todo esto a contrapelo, que sus defensores sigan insistiendo en que la tecnología transgénica es vital para garantizar en el futuro, el abastecimiento mundial de alimentos y materias primas y que el paradigma de desarrollo rural que se impulsa en la mayoría de nuestros países, está basado en el desarrollo y fortalecimiento de la agricultura industrial con sus elementos característicos como semillas y animales mejorados o transgénicos, mecanización, monocultivos, riego mecanizado, fertilizantes y plaguicidas químicos. En este modelo impuesto se encuentran apuntalándolo, universidades e instituciones públicas de investigación nacionales, que suelen ser seducidas por la fascinación que despiertan las innovaciones desarrolladas por los grandes capitales, que están detrás de las poderosas corporaciones biotecnológicas en el mundo, lo que hace que no surja en ellas ningún interés en identificar las graves implicaciones que las mismas tienen para la salud humana, el ambiente o la economía.
 
La comercialización de las plantas o cultivos transgénicos comenzó a mediados de la década del 90 y desde entonces hasta ahora, las compañías biotecnológicas se han limitado a insertarles solo dos rasgos en tres de los cultivos principales que se siembran en el mundo (soya, maíz y algodón). Una vez que estas semillas aparecen en el mercado, vienen protegidas por lucrativas patentes y derechos de propiedad intelectual, lo que representa para las empresas biotecnológicas grandes ganancias por ese concepto, pero para los agricultores representan grandes deudas, que solo en el caso de la India, han causado que más de un cuarto de millón de ellos hayan optado por el suicidio y otros muchos estén completamente arruinados. Drama éste que es inducido enteramente por la perversidad y lo cuestionable, de atribuirse el privilegio de reclamar patentes o derechos de propiedad intelectual sobre un material genético, que heredamos de una historia de siglos de manipulación de nuestros ancestros, solo porque recientemente se le hicieron cambios en algunos de sus genes.
 
En este contexto de patentes y transgénicos junto con monocultivos, es decir, de agricultura industrial lisa y llanamente, los campesinos, indígenas y productores agrícolas están perdiendo la capacidad de guardar, reproducir, intercambiar y cultivar sus propias semillas locales para producir alimentos, ante el impulso de nuevas leyes sobre semillas que apuntan a fortalecer el ingreso y expansión de las transgénicas, la penalización de las semillas campesinas y nativas y aumentar el control corporativo sobre toda la agricultura mundial. Asimismo, por las estrechas relaciones que los gobiernos mantienen con las corporaciones biotecnológicas, los ciudadanos estamos perdiendo también, la libertad de decidir sobre el consumo de alimentos libres de ingredientes transgénicos.
 
Toda vez que solo un puñado de cuatro empresas transnacionales, tienen el control de casi el 100% de las semillas transgénicas que existen en el mercado mundial. Ellas son la alemana Bayer, la estadounidense Corteva Agriscience, la china ChemChina/Syngenta, la Groupe Limagrain/Vilmorin & Cie de Francia. Con esa particularidad, estas empresas concentran un gran poder sobre la agricultura y un control monopólico sobre semillas, plaguicidas y suministro de alimentos. En el caso de las semillas estas gigantescas empresas de agrobiotecnología, no solo tienen el control sobre ellas, sino sobre todo el paquete agronómico que venden asociado.
 
Más del 95% de los cultivos transgénicos que se cultivan a escala comercial en el mundo, están representados por la soya, el maíz, el algodón y la canola (colza), donde sobresalen solo dos rasgos principales: tolerantes a herbicidas (más del 80% de ellos) y plantas Bt que actúan como insecticidas y que, protegidos por patentes y derechos de propiedad intelectual, pertenecen a las compañías ya mencionadas. Para el año 2024 únicamente 32 países en el mundo, sembraron semillas transgénicas, con una superficie global de 209.08 millones de hectáreas (13% aproximadamente de la superficie agrícola mundial), donde solo la soya, usada fundamentalmente para pienso animal, llegó a cubrir 105.1 millones de hectáreas de ese total. Desde hace décadas los principales países productores de transgénicos siguen siendo los mismos: Estados Unidos con 75.4 millones, Brasil con 67 millones y Argentina con 24 millones de hectáreas. Muy por debajo de esas cantidades aparecen Canadá, China, Paraguay e India.
 
Por otro lado, desde el 2015 en los territorios que conforman la Unión Europea, se prohibió o restringió la siembra de cultivos transgénicos, sin embargo, algunos países como Grecia, Hungría y Luxemburgo, solo lo hacen para variedades específicas y de manera provisional, mientras otros como España y Portugal, son los que más cultivan transgénicos en esa parte del mundo, con una estimación para el 2025 de casi 90,000 y 5,000 hectáreas respectivamente. A este panorama hay que sumarle que en marzo de este año los países integrantes de ese bloque, acordaron flexibilizar normas para permitir la comercialización de cultivos editados genéticamente que, según ellos, no son GMO.
 
 
Así las cosas, es entendible entonces, que la investigación agrícola formal se concentre principalmente en los problemas que aquejan a los grandes productores, a los cultivos extensivos exportables, donde casi no caben preocupaciones sobre los problemas de los campesinos o pequeños productores, mucho menos los asuntos ambientales, sociales y de salud, vinculados con las liberaciones de cultivos transgénicos.
 
Existen informes y estudios que recogen en más de una década de comercialización de transgénicos, que los mismos han aumentado el consumo de agrotóxicos nocivos, porque las malezas se han hecho resistentes en un plazo muy breve. Asimismo, en la medida que se incrementa el uso de estos tóxicos, crecen también la contaminación de las aguas subterráneas y superficiales, se daña la fertilidad de los suelos y los efectos nocivos sobre la salud de las personas crecen. Lógicamente en estas condiciones, los alimentos experimentan una presencia mayor de restos de plaguicidas, en comparación con los que no tienen ingredientes transgénicos. En los Estados Unidos en un período de un poco más de 20 años, se han reportado más de 40 especies de malezas resistentes al glifosato, herbicida estrella de muchos cultivos transgénicos. Eso condujo a las empresas a desarrollar herbicidas más tóxicos como el Dicamba, el 2-4 D y el glufosinato.
 
 
Por tanto, no es sostenible el argumento que los cultivos transgénicos pueden coexistir con los cultivos convencionales y mucho menos con la agricultura orgánica. Hace algún tiempo se prohibió en la Unión Europea la entrada de mieles provenientes de algunos países del sur de América, porque se le detectó contaminación con polen de maíz transgénico. Eso llevó a los europeos a establecer que solo podían comercializarse con una autorización especifica. Normativa esta, que pudo ser extensivo a otros alimentos y materias primas de origen animal o vegetal, cuya procedencia fuera de países donde se siembra comercialmente estas plantas modificadas.
 
De allí que la contaminación de las plantas transgénicas sobre las que no lo son, no puede de ningún modo desestimarse, debido a que el viento, así como algunos insectos pueden transportar tanto semillas como polen a grandes distancias. Esta contaminación ha sido reportada en Canadá, México, Argentina, Brasil, Paraguay, India y Sudáfrica, donde se han encontrado genes resistentes en variedades locales y en parientes de plantas silvestres; así como se han detectado insectos que se han hecho resistentes a la toxina Bt, junto al surgimiento de plagas secundarias que reclaman mayor uso de insecticidas. 
De igual forma, existe una gran posibilidad que en muchos países variedades comerciales de cultivos estén contaminadas, con semillas transgénicas ilegales o no aptas para el consumo humano. Esto se desprende de lo sucedido con la variedad transgénica de arroz LL601, advertida en contenedores comerciales en Arkansas en el 2006, y todavía años después, aparecían reportes de esa contaminación en otros estados de los Estados Unidos, en la Unión Europea, países africanos, de Centroamérica y en México. En este último país, se demostró que la contaminación transgénica podría afectar a las más de 62 razas y miles de variedades de maíz que todavía existen allí.
En efecto, la contaminación con organismos o cultivos transgénicos, puede ocurrir por intercambio o mezcla de polen o semillas con plantas silvestres, malezas relacionadas o plantas no transgénicas y hasta con semillas que quedan en el campo de la cosecha anterior. Eso puede suceder no solo durante la cosecha, sino en el almacenamiento, la transportación y el procesamiento, de modo que es casi imposible desde el punto de vista técnico, contener biológicamente la fuga de transgenes, es decir, garantizar una coexistencia entre estos dos tipos de cultivos (transgénicos y convencionales), a no ser que quieran después aducir los dueños verdaderos de las semillas patentadas, que sus interruptores o inductores genéticos harán ese trabajo.
 
Nada de esto resulta ajeno al Protocolo de Cartagena sobre Seguridad de la Biotecnología del Convenio sobre la Diversidad Biológica, vigente desde septiembre de 2003, que ha procurado en sus disposiciones el reconocimiento de la responsabilidad y la necesidad de reparación de daños, cuando por el uso de transgénicos eso ocurra. Sin embargo, las principales compañías multinacionales de la biotecnología realizan presiones de todo tipo para impedir su materialización o la exigencia de cumplir con esas normas. 
 
Desde la liberación, comercialización y expansión de los cultivos transgénicos, la crítica y los cuestionamientos hacia ellos no se ha detenido. Marchas, protestas y prohibiciones los han acompañado hasta ahora, producto de las numerosas preocupaciones sobres sus riesgos ambientales, económicos y para la salud de las personas. La población europea sigue siendo en el mundo, la que con más contundencia rechaza los alimentos y cultivos genéticamente modificados, con una proporción de 6 de cada 10 europeos.
 
Pese a ello, las compañías de transgénicos no se cansan en afirmar que sus cultivos son seguros, tanto para los seres humanos, animales y otros organismos vivos, siempre que no sean el objetivo de sus semillas modificadas. Sin embargo, en los cultivos transgénicos es cuestionable su productividad, su inocuidad y todas las bondades que se le señalan, cuando todo ello suele sustentarse en estudios financiados por las mismas compañías que los comercializan. De hecho, todavía se están necesitando estudios a largo plazo, para medir el probable impacto que los transgénicos pueden producir en el ambiente y la salud, a pesar de la intensa alharaca de haber sido sometidos a pruebas que demuestran su inocuidad.
 
En un número importante de países se autorizan siembras comerciales de variedades transgénicas de muchos cultivos, sin realizar todos los estudios integrales de bioseguridad que se requieren en aspectos ambientales y socioeconómicos y sin considerar en absoluto a los grupos y comunidades opuestos a esas liberaciones. Hasta ahora los alimentos y plantas transgénicas no han demostrado rotundamente, que no son dañinos para la salud humana, así como tampoco se han usado métodos y pruebas para descartar sus posibles efectos. No hay estudios sobre esos posibles daños a largo plazo, lo mismo que se carece de seguimiento de las pruebas o estudios que sí han encontrado algunos.
 
A los impactos de los cultivos transgénicos y los que ya producen los monocultivos forestales en el ambiente y los bosques del planeta, se añaden los que causan los árboles manipulados genéticamente, diseñados para crecer más rápido, resistir al frío y producir menos lignina, con el objetivo de  fabricar celulosa para etanol y papel más barato, a costa de agotar más rápidamente los nutrientes y el agua del suelo, liberando un polen que puede viajar muchos kilómetros y afectar la biodiversidad de regiones muy alejadas del área de plantación.
 
Con el uso de plantas transgénicas resistentes a herbicidas --tolerancia que le permite al productor aplicarlos durante todo el período de cultivo, sin que estas plantas se vean afectadas-- se suman los efectos que se desprenden del uso del principal herbicida a disposición, el Roundup, donde el principio activo es el glifosato o glufosinato, componentes asociados a alteraciones del sistema endocrino, carcinogenicidad y resistencia hasta a antibióticos. Este herbicida además del nombre de Roundup, se comercializa bajo los nombres de Basta, Ranger Pro, Eraser, Liberty, entre otros.
 
Ya en el 2016 se revelaba que después de dos décadas con transgénicos, el consumo de herbicidas en los Estados Unidos aumentó considerablemente. Tal vez al principio las plantas tolerantes a herbicidas permitieron una rebaja significativa en el consumo de este plaguicida, pero una vez que las malezas se volvieron resistentes, su incremento fue notable. En ese período activistas estadounidenses arrancaban plantas experimentales de papa, mientras en Europa crecía la oposición a los cultivos transgénicos.
 
Así que estos organismos genéticamente manipulados, están relacionados con un aumento importante de plaguicidas químicos, sobre todo herbicidas, trayendo como consecuencia una mayor exposición de la población a sus efectos tóxicos, contaminación de los cursos de aguas y erosión de los suelos. Hoy día hay millones de acres en los Estados Unidos donde las malezas se han hecho resistentes al glifosato y, asimismo, existen abundantes pruebas que los insectos se están adaptando con rapidez a las nuevas condiciones y están resistiendo con mucho éxito, la tecnología basada en las proteínas Bt-Cry del Bacillus thuringensis.
 
Este grupo de bacterias conocidas como Bacillus thuringensis, se vienen usando desde el año 1938 como control biológico de algunas larvas de insectos. Son bacterias que viven libremente en el suelo y producen una toxina, que se degrada en estado natural cuando se expone a la luz del día, pero tiene la particularidad de afectar el intestino de larvas de insectos lepidópteros, matándolos de ese modo. Fue la empresa Monsanto-Bayer la que incorporó los genes Cry que expresan la endotoxina delta del Bt a plantas de maíz y creó el primer maíz Bt (MON810), donde toda la planta actúa como insecticida: tallos, polen, semillas, raíces, etc. Es decir, en estas plantas transgénicas las toxinas están diseñadas para que su actividad tenga un espectro más amplio, pudiendo persistir por casi un año en el suelo, donde tienden a unirse a las partículas que lo forman.
 
Para luchar contra la resistencia que van adquiriendo los insectos en plantas transgénicas, se han desarrollado plantas modificadas que expresan múltiples proteínas Cry (tecnología de genes apilados). Más recientemente, se han reportado ensayos con la esterilización de los propios insectos que causan daños a los cultivos. En todos estos casos, se presentan como si lo que está haciendo, no puede considerarse como modificaciones genéticas o transgénicas. De ese modo, creen haber encontrado el camino libre hacia la erradicación de una población de insectos, dizque para beneficio de toda la humanidad. 
 
Lo cierto es que el costo total de producción asociado con la tecnología Bt o la resistencia a herbicidas, suele ser mayor que cuando se usan semillas convencionales. Costos en semillas, plaguicidas, mayor dependencia a las empresas biotecnológicas y rendimientos menores o ligeramente mayores, que no compensan lo invertido o son comparativamente inferiores a los cultivos convencionales. Hasta el Departamento de Agricultura de Estados Unidos ha reconocido en algún momento que, en el caso de la tolerancia a la sequía, hay variedades obtenidas por técnicas convencionales que han demostrado ser más tolerantes que las modificadas.
 
Claro está que en la lógica reduccionista de una ciencia que no admite la duda y la cautela que debe existir frente a creaciones tecnológicas, los transgénicos responden perfectamente al argumento de ser la solución al hambre y pobreza del mundo. Al final, los principales beneficiarios de la llamada revolución transgénica, siguen siendo las grandes y poderosas empresas biotecnológicas vendiendo sus semillas y el paquete agronómico asociado; no los campesinos y productores agrícolas que muchas veces, terminan arruinados o perseguidos por supuesta violación de los derechos de patentes, como le ocurrió al agricultor canadiense Percy Schmeiser en 1998, cuando sus semillas de canola fueron contaminadas por las de Monsanto, misma empresa que en el 2005 en Argentina, reclamó derechos de propiedad intelectual sobre productos derivados, cuando presentó demandas judiciales contra cargamentos de torta de soja, considerando que habían sido elaborados con su semilla de soja que tenía el gen RR patentado.
 
En definitiva, es obvio que con relación a los transgénicos se requiere una evaluación de sus impactos en general y de los riesgos sobre la salud y sobre el medioambiente especifico de cada lugar o ecosistema. Aunque lo preferible sería promover el debate ciudadano y alertar sobre los riesgos y posibles daños que se desprenden de la siembra y consumo de plantas y alimentos transgénicos, así como invocar ante estos el Principio de Precaución, deteniendo la expansión de esos cultivos para no seguir sirviendo voluntariamente como Conejillo de Indias.

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