La traición a los principios ha sido evidente; sin embargo, al lado del desastre social, económico y moral de nuestras instituciones, está presente un pueblo generoso, con deseos profundos de cambio y dispuesto a levantar nuevamente banderas de igualdad, justicia y libertad.
Bernardo Bátiz V. / LA JORNADA.
(En la imagen, el mural de David Alfaro Siqueiros: Del porfirismo a la Revolución. Los revolucionarios).
(En la imagen, el mural de David Alfaro Siqueiros: Del porfirismo a la Revolución. Los revolucionarios).
Hace cien años se gestaba en México la Revolución, bajo cuyo ideales, símbolos, iconografía y lemas vivimos durante el siglo XX. Hoy sus ideales y éxitos, que los hubo, pretenden ser disminuidos, borrados y extirpados de la pauta conceptual de los mexicanos actuales por algunos que temen a la exigencia de cuentas y usan campañas bien organizadas y bien pagadas en medios de comunicación.
Como enseñó Jacques Maritain, la historia se desenvuelve en un doble progreso contrario, avanza el bien y avanza el mal simultáneamente, a veces con ventaja para una de las inclinaciones y otras para la contraria.
Así pasa actualmente, así sucedió durante el proceso revolucionario y así fue en el transcurso de los 30 años de la paz porfiriana. Durante el gobierno del general Díaz hubo sin duda progreso material, una paz que fue un largo respiro entre el agitado siglo XIX, pleno de conflictos armados, y el prolongado proceso revolucionario del siglo XX, que costó, según dicen, un millón de muertos. A cambio, está el avance del mal: se vivieron injusticias, abusos de los poderosos, corrupción, insensibilidad y desigualdad. Faltó democracia en sus dos sentidos: política, como práctica de gobierno, y social como forma equitativa de distribuir la riqueza.
Madero, hay que recordarlo, emprendió su movimiento armado a raíz de un fraude electoral, y el levantamiento, iniciado con apenas un puñado de seguidores, parecía inviable; sin embargo, con el lema de sufragio efectivo triunfó porque, con independencia de la aparente debilidad del grupo inicial, en el subsuelo de la sociedad mexicana, se había acumulado ya una gran fuerza de presión motivada por el resentimiento social, la rebelión en contra de la injusticia y el rechazo a la discriminación y el abuso.
Madero triunfó, pero fue traicionado y asesinado; para sucederle subió al poder un soldado sin sentido social, pero cuidadoso de las formas externas y del respeto a la “legalidad”. Huerta sin duda cometió lo que se llama un fraude a la ley con su acceso al poder; cumpliendo formalidades legales escamoteó el fondo, su rebelión contra el Ejecutivo y su asesinato. Su llegada a la presidencia, dirían hoy, fue dentro del marco de las instituciones y apegada a derecho. Valientes instituciones que cuidan el punto y la coma, pero que toleraron las muertes arteras de Madero y Pino Suárez.
Luego, Carranza encabezó la rebelión, con la fuerza moral que le dio el oponerse al atropello legaloide. Luego vino la etapa más claramente popular de la revolución: Villa, Zapata, las soldaderas, los batallones obreros, el pueblo armado, los trenes repletos de antiguos peones de las haciendas, las cabalgatas, las carabinas, fueron símbolos populares de hondo arraigo colectivo, que aterraron a las clases altas, pero simultáneamente dejaron circular el aire fresco de la esperanza de cambios a favor de los pobres, los campesinos, los obreros y los indios.
Carranza consolidó un triunfo efímero, pero suficiente para dar lugar al inicio de un nuevo orden; a los jóvenes generales del ejército constitucionalista se incorporaron los jóvenes intelectuales, los universitarios, los constructores de las nuevas instituciones. Primero que nada, una Constitución, que una vez aprobada tuvo como logro fundamental ser la primera que consagró derechos sociales, de los que estuvimos orgullosos por décadas hasta el advenimiento del neoliberalismo impuesto desde fuera. Al lado de las garantías individuales, las garantías sociales. Educación gratuita para todos, tierra para los campesinos, garantías para los obreros y libertad a los municipios. Con esto, un proyecto de sistema democrático y reformas a la administración de justicia.
A pesar del obregonismo matón, hay un impulso creativo; obras públicas, reforma educativa, bancos populares, crédito al campo, resurgimiento del orgullo nacional, pintura mural, literatura propia, música y un acercamiento a la igualdad entre los mexicanos. Un poco tardía, pero, dentro de ese impulso, la expropiación petrolera.
Mi generación y varias más crecimos al amparo de ese vuelco de la historia; la inercia de los cambios duró hasta los años 60, en que aún había movilidad social, oportunidades y tendencia a la igualdad, que pude palpar personalmente en el servicio militar al que, salvo algunos evasores, teníamos el orgullo de incorporarnos, y la secundaria pública, escuela con buenos maestros a la que asistíamos adolescentes de todas las categorías sociales. Pero el mal también caminó: la codicia de los políticos –los alemanistas, hoy superados, fueron los campeones de entonces– torció el rumbo; la corrupción y la falta, nuevamente, de procesos democráticos dignos de confianza. Los lemas revolucionarios quedaron olvidados o repetidos sin sentido: “Sufragio efectivo”, “Tierra y libertad”, “Municipio libre”, “Justicia social”, y tomaron su lugar los apotegmas del cinismo: “Me hizo justicia la revolución” (o aún no), “Un político pobre es un pobre político” o “En política lo que se vende es más barato”.
La traición a los principios ha sido evidente; sin embargo, ahí están todavía como metas de grupos conscientes, de convicción, con ideas que corren por veneros insospechados y que brotarán a la superficie para la reivindicación. Se confirma el pensamiento de Maritain: al lado del desastre social, económico y moral de nuestras instituciones, está presente un pueblo generoso, con deseos profundos de cambio y dispuesto a levantar nuevamente banderas de igualdad, justicia y libertad.
Como enseñó Jacques Maritain, la historia se desenvuelve en un doble progreso contrario, avanza el bien y avanza el mal simultáneamente, a veces con ventaja para una de las inclinaciones y otras para la contraria.
Así pasa actualmente, así sucedió durante el proceso revolucionario y así fue en el transcurso de los 30 años de la paz porfiriana. Durante el gobierno del general Díaz hubo sin duda progreso material, una paz que fue un largo respiro entre el agitado siglo XIX, pleno de conflictos armados, y el prolongado proceso revolucionario del siglo XX, que costó, según dicen, un millón de muertos. A cambio, está el avance del mal: se vivieron injusticias, abusos de los poderosos, corrupción, insensibilidad y desigualdad. Faltó democracia en sus dos sentidos: política, como práctica de gobierno, y social como forma equitativa de distribuir la riqueza.
Madero, hay que recordarlo, emprendió su movimiento armado a raíz de un fraude electoral, y el levantamiento, iniciado con apenas un puñado de seguidores, parecía inviable; sin embargo, con el lema de sufragio efectivo triunfó porque, con independencia de la aparente debilidad del grupo inicial, en el subsuelo de la sociedad mexicana, se había acumulado ya una gran fuerza de presión motivada por el resentimiento social, la rebelión en contra de la injusticia y el rechazo a la discriminación y el abuso.
Madero triunfó, pero fue traicionado y asesinado; para sucederle subió al poder un soldado sin sentido social, pero cuidadoso de las formas externas y del respeto a la “legalidad”. Huerta sin duda cometió lo que se llama un fraude a la ley con su acceso al poder; cumpliendo formalidades legales escamoteó el fondo, su rebelión contra el Ejecutivo y su asesinato. Su llegada a la presidencia, dirían hoy, fue dentro del marco de las instituciones y apegada a derecho. Valientes instituciones que cuidan el punto y la coma, pero que toleraron las muertes arteras de Madero y Pino Suárez.
Luego, Carranza encabezó la rebelión, con la fuerza moral que le dio el oponerse al atropello legaloide. Luego vino la etapa más claramente popular de la revolución: Villa, Zapata, las soldaderas, los batallones obreros, el pueblo armado, los trenes repletos de antiguos peones de las haciendas, las cabalgatas, las carabinas, fueron símbolos populares de hondo arraigo colectivo, que aterraron a las clases altas, pero simultáneamente dejaron circular el aire fresco de la esperanza de cambios a favor de los pobres, los campesinos, los obreros y los indios.
Carranza consolidó un triunfo efímero, pero suficiente para dar lugar al inicio de un nuevo orden; a los jóvenes generales del ejército constitucionalista se incorporaron los jóvenes intelectuales, los universitarios, los constructores de las nuevas instituciones. Primero que nada, una Constitución, que una vez aprobada tuvo como logro fundamental ser la primera que consagró derechos sociales, de los que estuvimos orgullosos por décadas hasta el advenimiento del neoliberalismo impuesto desde fuera. Al lado de las garantías individuales, las garantías sociales. Educación gratuita para todos, tierra para los campesinos, garantías para los obreros y libertad a los municipios. Con esto, un proyecto de sistema democrático y reformas a la administración de justicia.
A pesar del obregonismo matón, hay un impulso creativo; obras públicas, reforma educativa, bancos populares, crédito al campo, resurgimiento del orgullo nacional, pintura mural, literatura propia, música y un acercamiento a la igualdad entre los mexicanos. Un poco tardía, pero, dentro de ese impulso, la expropiación petrolera.
Mi generación y varias más crecimos al amparo de ese vuelco de la historia; la inercia de los cambios duró hasta los años 60, en que aún había movilidad social, oportunidades y tendencia a la igualdad, que pude palpar personalmente en el servicio militar al que, salvo algunos evasores, teníamos el orgullo de incorporarnos, y la secundaria pública, escuela con buenos maestros a la que asistíamos adolescentes de todas las categorías sociales. Pero el mal también caminó: la codicia de los políticos –los alemanistas, hoy superados, fueron los campeones de entonces– torció el rumbo; la corrupción y la falta, nuevamente, de procesos democráticos dignos de confianza. Los lemas revolucionarios quedaron olvidados o repetidos sin sentido: “Sufragio efectivo”, “Tierra y libertad”, “Municipio libre”, “Justicia social”, y tomaron su lugar los apotegmas del cinismo: “Me hizo justicia la revolución” (o aún no), “Un político pobre es un pobre político” o “En política lo que se vende es más barato”.
La traición a los principios ha sido evidente; sin embargo, ahí están todavía como metas de grupos conscientes, de convicción, con ideas que corren por veneros insospechados y que brotarán a la superficie para la reivindicación. Se confirma el pensamiento de Maritain: al lado del desastre social, económico y moral de nuestras instituciones, está presente un pueblo generoso, con deseos profundos de cambio y dispuesto a levantar nuevamente banderas de igualdad, justicia y libertad.
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