El movimiento opositor cayó en una trampa al aceptar los términos de un debate que se anunció acotado y restringido desde el principio. Perdió de vista que por la vía de la autonomía de Pemex, el gobierno entreguista podía lograr lo que también ambicionaba a través de la privatización.
Alejandro Nadal / LA JORNADA
En estos días a mucha gente se le hace difícil distinguir entre una victoria y una derrota. Así parece ser entre los opositores a la reforma del estatuto jurídico de Petróleos Mexicanos. Por eso hay muchos personajes en ese movimiento que ven en los dictámenes aprobados por el Congreso una victoria importante. Para ellos, lo fundamental es que se logró frenar el proyecto privatizador. Otros no están de acuerdo. La confusión cundió entre la oposición: ¿victoria o derrota?
El desconcierto proviene de la falta de claridad que afectó a la oposición desde el principio. No es extraño. Después de todo, el marco de referencia del debate político sobre la reforma fue delimitado por el gobierno. Las definiciones iniciales, el alcance y los límites de lo que estaba a discusión fueron establecidos por Felipe Calderón y sus asesores. El movimiento opositor aceptó estos linderos estrechos del debate. Ahí hubo un error de primera magnitud.
Es cierto que la privatización estaba escrita en cada página de la iniciativa del PAN. Así que el primer diagnóstico parecía evidente: había que impedir por todos los medios posibles la apropiación privada de la industria petrolera. La toma de las tribunas fue la respuesta. Pero el diagnóstico de las iniciativas no fue criticado a fondo y la oposición no supo distinguir entre la privatización y las implicaciones de una mayor “autonomía” para Pemex. Esa equivocación empobreció los términos del debate.
A grandes líneas, la narrativa de este diagnóstico está en los dictámenes aprobados y es como sigue. Primero, Petróleos Mexicanos cumple un papel clave en el desarrollo de México. Segundo, este organismo público descentralizado se ha debilitado porque su estatuto jurídico es anacrónico y demasiado rígido. Tercero, es necesario fortalecer a Pemex, dándole mayor autonomía y flexibilidad. Hay que “convertir a Pemex en una entidad productiva competitiva, moderna y de clase mundial”, en la terminología de los considerandos de la nueva Ley de Petróleos Mexicanos.
Ese diagnóstico es engañoso y por eso la medicina es equivocada. Si Pemex está debilitado y enfermo es porque sus recursos han sido confiscados durante tres décadas. En ese periodo se ha sucedido una larga lista de gobiernos corruptos. Por cierto, esos recursos no sirvieron para preparar al país para la época post hidrocarburos (cuando se acaben las reservas). Tampoco se asignaron a la educación, salud, vivienda, infraestructura o para crear una base tecnológica endógena. Fueron usados para pagar cargas financieras derivadas de la corrupción, la ineficiencia y los rescates para los amigos del régimen después de cada crisis. Eso no cambiará ni un ápice con las reformas aprobadas.
En síntesis, el debilitamiento de Pemex y su asfixia no sólo se deben a un “régimen legal anacrónico”, sino que provienen de un modelo económico confiscatorio. Fortalecer a la paraestatal no pasa por darle mayor “autonomía y flexibilidad” para hacerlo más competitivo y moderno. Insisto, no reconocer lo anterior implica un error de gran trascendencia para los alcances del debate.
Es cierto que en la reforma aprobada se eliminó lo más grosero del proyecto inicial. Quedaron atrás los textos que explícitamente abrían la puerta al capital privado en la exploración, almacenamiento, refinación y otras actividades de la industria petrolera. Pero subsistieron los artículos que dan “mayor autonomía” y “flexibilidad” a Pemex, además de numerosos resquicios legales en otros capítulos del paquete de reformas.
Un capítulo importante es el del régimen de inversiones, tema que tiene confundido a más de uno. En este capítulo destacan los famosos Pidiregas que constituyen un basurero de prácticas contractuales irregulares. Claro, como ya se logró la autonomía y flexibilidad, ya no es necesario mantenerlos en el traspatio de Pemex, y serán consolidados y trasladados a la rotonda de las deudas ilustres. Considerar que esto es un logro revela gran ignorancia o mala fe.
Hoy que la desregulación es reconocida como una de las principales causas de la crisis económica global, se acepta reducir los controles sobre Pemex. Por eso se diluye la acción de la Secretaría de la Función Pública y se fortalece al Consejo de Administración, “dándole un carácter de Estado” (sí, así dicen los considerandos). Todo está dispuesto para que continúe el contratismo y la corrupción, lejos de las débiles e ineficientes instancias regulatorias existentes.
Aquí está el meollo del asunto: el movimiento opositor cayó en una trampa al aceptar los términos de un debate que se anunció acotado y restringido desde el principio. Perdió de vista que por la vía de la autonomía de Pemex, el gobierno entreguista podía lograr lo que también ambicionaba a través de la privatización.
Otra victoria como ésta, y estamos acabados, diría Pirro (como hizo en el año 270 antes de la era presente, si le creemos a Plutarco).
El desconcierto proviene de la falta de claridad que afectó a la oposición desde el principio. No es extraño. Después de todo, el marco de referencia del debate político sobre la reforma fue delimitado por el gobierno. Las definiciones iniciales, el alcance y los límites de lo que estaba a discusión fueron establecidos por Felipe Calderón y sus asesores. El movimiento opositor aceptó estos linderos estrechos del debate. Ahí hubo un error de primera magnitud.
Es cierto que la privatización estaba escrita en cada página de la iniciativa del PAN. Así que el primer diagnóstico parecía evidente: había que impedir por todos los medios posibles la apropiación privada de la industria petrolera. La toma de las tribunas fue la respuesta. Pero el diagnóstico de las iniciativas no fue criticado a fondo y la oposición no supo distinguir entre la privatización y las implicaciones de una mayor “autonomía” para Pemex. Esa equivocación empobreció los términos del debate.
A grandes líneas, la narrativa de este diagnóstico está en los dictámenes aprobados y es como sigue. Primero, Petróleos Mexicanos cumple un papel clave en el desarrollo de México. Segundo, este organismo público descentralizado se ha debilitado porque su estatuto jurídico es anacrónico y demasiado rígido. Tercero, es necesario fortalecer a Pemex, dándole mayor autonomía y flexibilidad. Hay que “convertir a Pemex en una entidad productiva competitiva, moderna y de clase mundial”, en la terminología de los considerandos de la nueva Ley de Petróleos Mexicanos.
Ese diagnóstico es engañoso y por eso la medicina es equivocada. Si Pemex está debilitado y enfermo es porque sus recursos han sido confiscados durante tres décadas. En ese periodo se ha sucedido una larga lista de gobiernos corruptos. Por cierto, esos recursos no sirvieron para preparar al país para la época post hidrocarburos (cuando se acaben las reservas). Tampoco se asignaron a la educación, salud, vivienda, infraestructura o para crear una base tecnológica endógena. Fueron usados para pagar cargas financieras derivadas de la corrupción, la ineficiencia y los rescates para los amigos del régimen después de cada crisis. Eso no cambiará ni un ápice con las reformas aprobadas.
En síntesis, el debilitamiento de Pemex y su asfixia no sólo se deben a un “régimen legal anacrónico”, sino que provienen de un modelo económico confiscatorio. Fortalecer a la paraestatal no pasa por darle mayor “autonomía y flexibilidad” para hacerlo más competitivo y moderno. Insisto, no reconocer lo anterior implica un error de gran trascendencia para los alcances del debate.
Es cierto que en la reforma aprobada se eliminó lo más grosero del proyecto inicial. Quedaron atrás los textos que explícitamente abrían la puerta al capital privado en la exploración, almacenamiento, refinación y otras actividades de la industria petrolera. Pero subsistieron los artículos que dan “mayor autonomía” y “flexibilidad” a Pemex, además de numerosos resquicios legales en otros capítulos del paquete de reformas.
Un capítulo importante es el del régimen de inversiones, tema que tiene confundido a más de uno. En este capítulo destacan los famosos Pidiregas que constituyen un basurero de prácticas contractuales irregulares. Claro, como ya se logró la autonomía y flexibilidad, ya no es necesario mantenerlos en el traspatio de Pemex, y serán consolidados y trasladados a la rotonda de las deudas ilustres. Considerar que esto es un logro revela gran ignorancia o mala fe.
Hoy que la desregulación es reconocida como una de las principales causas de la crisis económica global, se acepta reducir los controles sobre Pemex. Por eso se diluye la acción de la Secretaría de la Función Pública y se fortalece al Consejo de Administración, “dándole un carácter de Estado” (sí, así dicen los considerandos). Todo está dispuesto para que continúe el contratismo y la corrupción, lejos de las débiles e ineficientes instancias regulatorias existentes.
Aquí está el meollo del asunto: el movimiento opositor cayó en una trampa al aceptar los términos de un debate que se anunció acotado y restringido desde el principio. Perdió de vista que por la vía de la autonomía de Pemex, el gobierno entreguista podía lograr lo que también ambicionaba a través de la privatización.
Otra victoria como ésta, y estamos acabados, diría Pirro (como hizo en el año 270 antes de la era presente, si le creemos a Plutarco).
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