Martí no ha envejecido un ápice: como anunció, ha crecido bajo la hierba; su cabeza guiadora anuncia y manda sobre su sepultura. En vez de pretender encajarlo en creencias que no fueron las suyas, acostumbrémonos a serles fieles, a hacernos dignos de ser sus agradecidos continuadores. No se proponen otra cosa quienes lo estudian y aman, a lo ancho del planeta.
Palabras en la inauguración del VII Encuentro Internacional de Cátedras Martianas, leídas el 10 de noviembre de 2009 en el Aula Magna de la Universidad de La Habana.
Es imprescindible que comience estas palabras evocando la memoria del gran compañero Cintio Vitier, quien fuera hasta su muerte presidente de honor del Centro de Estudios Martianos y ejemplo vivo de lo que es, de lo que debe ser un martiano. Pues esta denominación no es dable aplicarla primordialmente a quien esté informado de la vida y la obra del Maestro, conocidas en plenitud por Cintio, sino, sobre todo, a aquel cuya conducta esté regida por sus lecciones. Y tal fue el caso del autor de Ese sol del mundo moral, quien nos dejó páginas imperecederas sobre Martí y, a la vez, fue fiel discípulo suyo.
Esto último se puso de manifiesto en su defensa lúcida y apasionada de las mejores realizaciones de la Revolución Cubana, cuya filiación martiana fue proclamada desde el 26 de julio de 1953 por el propio Fidel.
Este Encuentro se realiza en vísperas de conmemorarse el bicentenario de la fecha que se da como inicio de la emancipación de nuestra América, lo que Martí llamó en Caracas, en 1881, «el poema de 1810», al que él quiso, dijo, «añadir una estrofa». Pero Martí sabía bien que tal poema empezó mucho antes, pues se remonta a revueltas indígenas y alzamientos de esclavos contra los invasores europeos y sus sucesores, se hizo realidad en Haití entre 1791 y 1804, ocurrió en 1809 en Ecuador y Bolivia, y se retrasó en otros países, como Cuba, donde se dilató hasta 1868.
Sin embargo, los fuertes movimientos que de México y Venezuela hasta el Río de la Plata estremecieron al Continente en 1810 justifican que ese año se tome para sintetizar el múltiple acontecimiento. Se trata de las luchas por nuestra primera independencia, a la cual, comentando la conferencia panamericana que tenía lugar en Wáshington en 1889, Martí postuló que era necesario añadir una segunda independencia. La primera se obtuvo frente a viejas metrópolis europeas, y la segunda y definitiva lo haría frente a una nueva metrópoli, que Martí, quien la conoció desde dentro en sus virtudes y en sus defectos, llamó de diversas maneras: en 1884, «la América europea»; en 1894, «la Roma americana»; en 1895, «el monstruo».
Este último nombramiento, como se sabe, procede de su carta póstuma a su fraterno amigo mexicano Manuel Mercado, a quien confesó allí que cuanto había hecho y haría era «para impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América». Con razón se ha considerado que esa carta tiene carácter testamentario, junto a otros textos suyos en que dijo: «Con los pobres de la tierra/ Quiero yo mi suerte echar»; «Con los oprimidos había que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores». Los auténticos martianos lo han asumido así, trátese de Julio Antonio Mella, de Fidel Castro o de Ernesto Che Guevara.
Setenta años después de haber planteado Martí que era necesaria nuestra segunda independencia, ella dio sus pasos iniciales en la parte de humanidad donde le tocó nacer pobre y morir peleando. La Revolución Cubana, cuyo cincuentenario estamos conmemorando, es hija directa del pensamiento y la acción de Martí, a quien, por supuesto, no son atribuibles nuestras imperfecciones. Durante cierto tiempo, los contrarrevolucionarios pretendieron negar el vínculo entre Martí y la Revolución Cubana. Como ruinas de esa negación sobreviven las entidades llamadas desvergonzadamente Radio Martí y TV Martí. Pero desde hace años, escribas contrarrevolucionarios, incapaces de tapar el sol con un dedo, están empeñados en restarle valor a Martí. Ya no se lo opone a la Revolución Cubana, lo que tácitamente reconocen que es tarea imposible: ahora lo calumnian también a él. Como en el viejo proverbio castellano, ladran, luego galopamos.
Ningún momento mejor que este que tenemos el privilegio de vivir para exaltar la segunda independencia de nuestros países. Ya la Cuba revolucionaria no está sola. Ya hay en la América Latina y el Caribe no pocos gobiernos revolucionarios, reunidos en el ALBA, y otros que también mantienen conductas dignas. Ello se puso de manifiesto, entre muchos hechos, cuando la Organización de Estados Americanos derogó la decisión por la cual, en cumplimiento del dictado de Wáshington, Cuba fue expulsada de su seno en 1962. Nuestra América, como la llamó Martí, está siendo, cada vez más, digna de ser su patria.
Y es elocuente que varios gobiernos del área, como Cuba hace con Martí, reclamen las herencias de grandes visionarios del pasado. Las nuevas batallas se dan como continuación orgánica de las que en sus momentos respectivos encabezaron Túpac Katari, Simón Bolívar, Eloy Alfaro o Augusto C. Sandino. Y es que, así como Martí, en 1893, dijo de Bolívar, a quien llamó padre, que lo que él no había hecho estaba sin hacer todavía, no se han extinguido, todo lo contrario, los ejemplos de nuestros próceres: los nombrados y muchos más, que nos llenan de orgullo y esperanza. Es por tanto completamente justo que algunas de las Cátedras Martianas unan al de Martí los nombres de otros de nuestros grandes libertadores. Y es que ellos no están detenidos en el pasado: tienen mucho que hacer todavía. Cuando se nos invita a olvidar, se nos tiende una trampa mortal. También la memoria puede y debe ser un arma revolucionaria. No hemos nacido ayer. Llevamos siglos de padecer diversas formas de explotación, y es tiempo sobrado de terminar con ellas.
No se puede obviar que a mediados del siglo XIX, en una guerra inicua, se le arrancó la mitad de su territorio a México; que cuando en 1898 Cuba le tenía ganada a España la guerra de independencia que había organizado Martí, intervinieron en esa guerra con una excusa falaz los Estados Unidos e hicieron de la Isla primero tierra ocupada militarmente, y luego una neocolonia durante casi seis décadas; que la hermana Puerto Rico, para coadyuvar a cuya independencia Martí fundó también el Partido Revolucionario Cubano, con su Sección Puerto Rico, es hoy, con un nombre de papel, una colonia de tipo tradicional; que muchos países del Caribe han sido invadidos una y otra vez por tropas estadunidenses; que fue el embajador de los Estados Unidos en México quien decretó en 1913 el asesinato del presidente Madero, como en 1934 se valdrían de un Judas nicaragüense para asesinar a Sandino; que el autor de ese crimen fue considerado por el presidente de turno en los Estados Unidos un hijo de puta, pero, añadió, nuestro hijo de puta; que al ser ajusticiado ese hijo, vuelto un sanguinario dictador, otro presidente de los Estados Unidos envió un mensaje de condolencia por la muerte de un paladín de la democracia; que gobiernos nacidos de elecciones convencionales fueron brutalmente depuestos, siguiendo órdenes de gobernantes de los Estados Unidos, en Guatemala en 1954 y en Chile en 1973, con secuelas de múltiples asesinatos; que hace unas décadas, en complicidad con elementos locales, Wáshington auspició sangrientas dictaduras militares sobre todo en el Cono Sur, y organizó el Plan Cóndor para coordinar los crímenes de dichas dictaduras: todo lo cual no puede menos que tenerse presente ante los sucesos de Honduras. Y no se trata solo de recordar. Frente a nuestros ojos están ahora mismo la Cuarta Flota en el Caribe y siete nuevas bases militares estadunidenses en Colombia.
¿Olvidar? No: recordar, y mucho. Lo que no debe llevarnos a desconocer que en el pueblo de los Estados Unidos existen numerosas conciencias alertas que son nuestras aliadas naturales. Aquí, de nuevo, es fundamental la lección de Martí, quien en 1889 supo distinguir entre los Estados Unidos de Lincoln y los de Cutting. El primero fue el presidente que abolió la esclavitud en su país; el segundo, un vulgar aventurero que quiso provocar otra guerra de rapiña contra México, un Bush de su época.
Significativamente, los estadunidenses que fueron a defender en 1936 a la República Española agredida por el nazifascismo dieron a su noble Brigada el nombre de Lincoln.
Porque Martí, el más universal de los seres humanos nacidos en América, y uno de las mayores de todos los lugares y tiempos, sigue orientándonos. Si fue el primer antimperialista de nuestra América, y acaso del mundo todo, fue también aquel a quien los lectores de lengua española debemos en gran parte, según escribió Juan Ramón Jiménez, «la entrada poética de los Estados Unidos». Y además dio a conocer en nuestra lengua numerosos aspectos de la vida en el país del Norte, donde supo distinguir lo positivo y lo negativo, y escribió sobre lo uno y lo otro.
La vida de Martí, quien apenas sobrepasó los cuarenta años, parece hecha de muchas vidas. Ante los cuantiosos volúmenes de sus Obras completas es difícil concebir cómo encontró tiempo no ya para escribirlas, sino para leer lo que en ellas abordó. Y la diversidad de sus obras es enorme. La forman en primer lugar, desde el punto de vista cuantitativo, colaboraciones periodísticas, pero también versos, cartas, discursos en considerable medida improvisados y perdidos (así, los que pronunció en la manigua ante los mambises), testimonios, narraciones, obras de teatro, traducciones. Y en todo mostró una calidad superior. Esto lo han corroborado hasta hoy protagonistas de las literaturas en castellano.
Como se conoce bien, en Martí estuvieron fusionados la criatura moral, el genio político y el literario. Por cualquier costado que se le aborde, esto se hace evidente. Piénsese, por ejemplo, en esa excepcional revista para niños, La Edad de Oro, que cumple ahora ciento veinte años de aparecida. En ella están presentes el escritor de vuelo mayor, en prosa y verso, el pensador, el periodista, el traductor, el patriota americano, el defensor de los pueblos oprimidos, el historiador, el amante de la ciencia y la técnica, el maestro.
Más de una vez nos hemos preguntado cómo fueron los primeros lectores de la revista. Y gracias al estudioso de La Edad de Oro Salvador Arias conocemos al menos a uno de esos pequeños lectores iniciales. Se trató de un hijo de la notable poetisa y maestra dominicana Salomé Ureña, quien contó cómo suscribió al niño, Pedro Henríquez Ureña, a la revista, y cómo él la coleccionaba. Incluso, cuando cometía alguna falta, propia de sus pocos años, se le amenazaba como castigo con no poder leer la revista. La promoción de Henríquez Ureña fue la primera en recibir La Edad de Oro. Y si ella sigue siendo un deleite y una fuente de enseñanzas para niños y jóvenes, no lo es menos para los adultos, como han hecho observar varios comentaristas. Puede decirse que el conjunto de los cuatro números que la revista llegó a publicar constituye uno de los mejores libros de Martí. Lo cual nos lleva a recordar que Martí, quien escribió infatigablemente hasta el día de su muerte, no publicó libro alguno. Ismaelillo y Versos sencillos son cuadernos que sufragó él mismo y aparecieron fuera de comercio. Algunos otros cuadernos suyos contienen textos por lo general políticos.
De él puede decirse lo que él afirmó de José de la Luz y Caballero: que prefirió hacer hombres antes que hacer libros. La fama que conoció la debió a sus extraordinarios textos periodísticos, que le merecieron, durante su vida, vehementes elogios de Sarmiento y Darío. Y es que el escritor cuyos pariguales hay que buscarlos entre los trágicos griegos, en Shakespeare, en los creadores de los Siglos de Oro españoles, en los grandes novelistas rusos del siglo XIX, se acogió sobre todo al cauce democrático de la prensa de su época, muy superior, por cierto, a la de nuestros días.
Memorablemente escribió Henríquez Ureña que la obra literaria de Martí «es, pues, periodismo, pero periodismo elevado a un nivel artístico que no ha sido igualado en español, ni probablemente en ninguna otra lengua». Imaginemos un Esquilo, un Shakespeare, un Cervantes, un Dostoievski, que en vez del teatro, en unos casos, o de la novela, en otros, hubieran volcado su genio literario en el periódico. La comparación no es en absoluto desmesurada. Alguien tan profundo conocedor de la materia como Alfonso Reyes llamó a Martí, en El deslinde, «supremo valor literario», y más tarde, «la más pasmosa organización literaria».
Lo anterior no puede llevarnos a olvidar que la deslumbrante faena literaria de Martí fue solo una parte del conjunto de su faena. Gabriela Mistral, que tan profundamente lo entendió, dijo que esa faena fue esencialmente moral, y que su caso literario era una consecuencia de la anterior. Lo cual es aceptable siempre que se incluya dentro de su caso moral su tarea política. Pues Martí, ese peleador sin odio, ese revolucionario de amor al que se han referido con razón Mistral y Fina García Marruz, fue también un genio político. Los análisis que en este orden hizo, así como su organización del Partido Revolucionario Cubano y la preparación de la que, llevando en su seno el espíritu democrático, debió haber sido guerra de independencia de Cuba —la nueva estrofa del poema de 1810 anunciado por él en Caracas y la primera estrofa de la definitiva independencia de nuestra América— solo podemos considerarlos como geniales.
Durante un tiempo algunos se preguntaron cómo podrían compaginarse las doctrinas de Marx y de Martí. Y aunque este escribió sobre aquel que «como se puso del lado de los débiles, merece honor», hay que reconocer, sencillamente, que ni Marx fue martiano ni Martí fue marxista, y nosotros aspiramos a ser ambas cosas. En otra ocasión recordé, y ratifico ahora, que llamar marxismo al materialismo dialéctico e histórico no parece lo más apropiado.
En El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, Engels hizo ver que el antropólogo estadunidense Lewis Morgan había descubierto por sus propios pasos, con independencia de Marx, el materialismo histórico. Es decir, que Morgan no era marxista, pero sí materialista histórico. ¿Por qué no derivar de esto que el Martí que escribió sobre las primeras conferencias panamericanas las agudísimas crónicas que Darío consideraba que formaban un libro, era por su cuenta, sin ser marxista, un materialista histórico? En cuanto a Marx, muerto en 1883, sus geniales estudios del capitalismo no llegaron a abarcar la etapa imperialista, en la cual vivió Martí, quien llamó a los imperialistas por su nombre veintidós años antes de que Lenin escribiera su libro clásico sobre el tema. Y es a Lenin a quien debemos la valoración justa de las luchas anticoloniales, como la que propugnara Martí, para el triunfo mundial del socialismo.
Ni Marx podía ser martiano ni Martí podía ser marxista —sus metas no coincidían en sus circunstancias respectivas—, pero nosotros podemos y debemos ser ambas cosas, con la mediación de Lenin. En Cuba, desde Mella hasta nuestros días, se ha desarrollado lo que Cintio Vitier llamó con acierto «un marxismo martiano». No es imaginable siquiera que el socialismo del siglo XXI, que está en el orden del día, pueda prescindir de las contribuciones de Martí —ni, desde luego, de las Marx, Engels y Lenin, a quienes no se puede hacer responsables de las deformaciones sufridas por el socialismo del siglo XX en los países europeos del mal llamado socialismo real.
Atrás han quedado discusiones como las que abordaron superficialmente la relación de Martí con los escritores modernistas hispanoamericanos; como las que, forzando la mano, pretendieron ver en Martí una suerte de marxista enmascarado. Su grandeza se ha sacudido esos falsos problemas. Simplemente, Martí es el mayor escritor y, a la vez, el mayor genio político de nuestra América. Y su validez no se agotó con su muerte. En un pasaje de sus ardientes Versos libres escribió: «Mi verso crecerá: bajo la hierba/ Yo también creceré» Y en una carta en verso a su gran amigo uruguayo Enrique Estrázulas —a quien dedicó, junto con Mercado, sus Versos sencillos— añadió: «Viva yo en modestia oscura;/ Muera en silencio y pobreza;/ ¡Que ya verán mi cabeza/ Por sobre mi sepultura!»
Martí no ha envejecido un ápice: como anunció, ha crecido bajo la hierba; su cabeza guiadora anuncia y manda sobre su sepultura. En vez de pretender encajarlo en creencias que no fueron las suyas, acostumbrémonos a serles fieles, a hacernos dignos de ser sus agradecidos continuadores. No se proponen otra cosa quienes lo estudian y aman, a lo ancho del planeta, en las Cátedras Martianas.
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